LOS PREFECTOS DEL PRETORIO
Roma
20 de agosto de 96 d. C.
Partenio se desplazó en una cuadriga conducida por un pretoriano hasta los castrapraetoria, levantados en las afueras de la ciudad, con el fin de entrevistarse con Petronio, uno de los dos prefectos del pretorio, el único accesible para ser ganado para la conjura; Norbano, el otro prefecto, era fiel al emperador hasta límites fanáticos. Cualquier acercamiento o insinuación a Norbano en el sentido de rebelarse contra el emperador terminaría, sin lugar a dudas, con los huesos del instigador primero en las cárceles del cuartel pretoriano, y luego torturado y ejecutado, seguramente, ante los ojos del propio emperador en la arena del gran anfiteatro Flavio. No, Petronio era la mejor opción de Partenio. Su única opción.
Salió de la ciudad por la larga avenida del Argiletum y continuó luego hacia el noreste por el Vicus Patricius hasta detenerse frente a las imponentes murallas del campamento pretoriano, donde más de cinco mil guardias imperiales se entrenaban a diario con la única misión de servir y proteger a su emperador. Por un momento, Partenio se permitió una ligera sonrisa. Si Domiciano trasladara su residencia al corazón de ese gigantesco campamento custodiado por miles de hombres plenamente fieles a su persona gracias a las generosas dádivas con las que compraba su lealtad, no habría conjura posible que pudiera tener éxito, pero a Domiciano, como a todos los emperadores desde Augusto, les gustaba disfrutar de las comodidades de una amplia residencia en el corazón de Roma. Allí normalmente sólo patrullaban unos cien pretorianos junto con, eso sí, varios centenares más apostados en diferentes unidades alrededor de la gran Domus Flavia. Sólo unos centenares; ahora parecían pocos en comparación con los miles de los castra praetoria, pero, así y todo, seguían siendo demasiados para los hombres que él había reclutado. Partenio sabía que necesitaba la colaboración activa de uno de los dos prefectos del pretorio para que el día señalado se redujera al mínimo el número de pretorianos de palacio usando cualquier falso pretexto. ¿Qué excusa sería válida? Bueno, eso debía ser objeto de la inteligencia de Petronio, si le convencía. Y la faz de Partenio mostró una mueca severa, seria, preocupada.
Dos hombres se interpusieron frente a la cuadriga de Partenio cuando ésta se detuvo en el acceso a la porta principalis sinistra del campamento.
—¡Alto!
Los pretorianos siempre eran parcos en palabras. Partenio los conocía bien y pasó por alto la ofensa de no ser identificado pese a su alto rango en la corte imperial. Humillar era uno de los grandes placeres y uno de los grandes privilegios de los pretorianos. Podían humillar a cualquiera menos al emperador.
—Soy Partenio, centurión —respondió identificando, él sí con corrección, el grado del oficial que le negaba la entrada al campamento—. Petronio Segundo, prefecto del pretorio, me espera.
El centurión dirigió una rápida mirada de desprecio al consejero imperial; tenía claras las ideas: aquel viejo no era un guerrero sino sólo uno de esos fantoches libertos que se limitaban a hablar y hablar sin hacer nunca nada útil. Si por él fuera, lo habría arrojado a patadas de la muralla del campamento, pero el propio Petronio había dado orden de que se dejara pasar a ese consejero del emperador. Así que, sin decir nada, el centurión se hizo a un lado, y lo mismo hicieron el otro oficial y una docena más de soldados que custodiaban la base del arco de entrada al campamento.
La cuadriga avanzó ahora por la gran via principalis de la gigantesca fortificación. Los castra praetoria tenían la dimensión equivalente a un campamento legionario de frontera, con una estructura y distribución similar a cualquier otra fortaleza militar romana en las orillas del Rin, el Danubio o los límites orientales del Imperio. Eran el legado de Sejano, el temible prefecto del pretorio bajo Tiberio. Habían sido construidos no para proporcionar orden a Roma o para simplemente proteger al emperador, sino para dar muestra del poder de la guardia imperial y así intimidar tanto al Senado, al pueblo y al resto de guarniciones milicianas que había en la ciudad, como las cohortes urbanae o las cohortes vigilum. Los primeros eran la guardia de la ciudad, una evolución de las antiguas legiones urbanae, mientras que el segundo cuerpo había sido creado por el propio Augusto, como la guardia pretoriana, pero en este caso tenía la función específica de luchar contra los frecuentes incendios de la ciudad de Roma. Partenio repasaba en su mente, mientras la cuadriga se acercaba a la intersección de la via principalis con la via decumana, cómo había considerado reclutar a los hombres que debían asesinar al emperador entre unos de esos dos cuerpos, siempre maltratados por Domiciano y siempre despreciados por los vanidosos pretorianos. Tanto los milicianos de las cohortes urbanae como los de las cohortes vigilum cobraban 250 denarios, algunos incluso menos, que era la mitad de lo que percibían los pretorianos. Ese era un motivo para encontrar descontentos dispuestos a la rebelión, pero Partenio sabía, como sabían todos en Roma, que ni los unos ni los otros daban la medida para combatir contra los pretorianos cuerpo a cuerpo. Estos eran vanidosos pero también eran guerreros escogidos entre veteranos del asedio de Jerusalén, la guerra de Judea y otras campañas militares en las que los Flavios habían salido victoriosos. No, había hecho bien en buscar en otro sitio; muchos de los hombres de las cohortes urbanae y de las cohortes vigilum no habían entrado en combate nunca. No daban la medida.
Por fin la cuadriga se detuvo frente al Templo de Marte, levantado en tiempos del divino Claudio en el corazón del gran campamento pretoriano. Atrás había quedado el armamentorum, el gigantesco arsenal de los pretorianos, el valetudinarium, el gran hospital, y las celdas de las cárceles pretorianas. Se encontraban ahora rodeados por las domus de los oficiales, que se levantaban próximas al cuartel general en el centro del campamento. Partenio reconoció en el suelo que pisaba, mientras caminaba escoltado por dos pretorianos, varias tabulae lusoriaeen donde seguramente se entretenían muchos de aquellos hombres en sus ratos de ocio jugando a todo tipo de juegos de azar en los tableros dibujados sobre aquellas piedras. Eso le animó. Aquellos temidos pretorianos eran, a fin de cuentas, como el resto de legionarios del Imperio: hombres que jugarían, que beberían, que se acostarían con mujeres y que, con toda seguridad, no serían inmunes a una espada que les atravesara el pecho de parte a parte, si se tenía la habilidad de ser más diestro en el manejo de las armas que aquellos soldados imperiales. Esos pensamientos le dieron fuerzas cuando se encontró, casi por sorpresa por la intensidad de sus reflexiones, frente a Petronio Segundo, sentado en un gran solium, en el centro de la gran sala del cuartel general de los castrapraetoria. Petronio había cumplido su palabra y le recibía a solas, sin esclavos ni otros pretorianos alrededor. Era un detalle esperanzador, pero sabía que, pese a todo, debía ser cauto.
—Te saludo, Petronio Segundo, vir eminentissimus, prefecto del pretorio de Roma —dijo Partenio con la solemnidad aprendida en decenas de años de servicio en la corte imperial.
—Te saludo, Partenio, consejero del emperador—respondió Pretonio con la frialdad propia de los pretorianos, pero reconociendo su rango.
Partenio no sabía muy bien por dónde empezar. Tantos ensayos en soledad y ahora dudaba.
—Veo que los castra praetoria se mantienen bien custodiados y en perfecto estado. Se lo comentaré al emperador. Estoy seguro de que se sentirá orgulloso de sus prefectos del pretorio, especialmente de Petronio Segundo, que tiene directamente esta responsabilidad. Todos sabemos que Norbano se ocupa más de la seguridad del emperador en palacio y en sus desplazamientos por la ciudad.
—El emperador ya lee mis informes. No creo que necesite la opinión de alguien más sobre el estado de los castra praetoria —repuso Petronio con cierto desdén.
—En eso, vir eminentissimus, creo que el gran prefecto Petronio puede no estar plenamente acertado. En estos tiempos en los que el emperador sospecha de todo y de todos y en que los delatores abundan es bueno que al emperador le lleguen informes positivos de sus servidores más próximos y más importantes desde distintas fuentes. Es la única forma en la que hoy por hoy el emperador llega a confiar en alguien.
Petronio apretó los labios y no dijo nada. No veía hacia dónde iba a derivar aquella conversación y temía lo peor. Era poco frecuente que un consejero imperial pidiera reunirse con un prefecto del pretorio, pero podía deberse a muy diversos motivos: desde que el emperador estuviera descontento hasta que quisiera consultar sobre la participación de algunas cohortes pretorianas en alguna campaña militar. Ninguna de aquellas opciones le resultaban atractivas a Petronio Segundo.
—Que yo sepa, el emperador está satisfecho con mis servicios.
—¿Estás seguro? —preguntó Partenio con la rapidez del que ataca por sorpresa.
Petronio reclinó su espalda sobre el sólido respaldo de su solium. Si hubiera estado de pie habría dado un paso atrás. Aquel consejero había servido a cuatro emperadores: a Nerón, hasta que éste lo alejó de su lado, a Vespasiano, a Tito y ahora a Domiciano. No era inteligente despreciar sus comentarios.
—Hay pocas cosas de las que estoy seguro —concedió Petronio.
—Tus dudas son muestra de tu inteligencia —replicó Partenio y dirigió su mirada hacia otro solium próximo al prefecto. Petronio asintió y Partenio se sentó dejando escapar un suspiro—. No, nadie puede estar seguro hoy día de lo que piensa el emperador —continuó Partenio con tiento, pero con tono firme en su veterana voz—. El emperador desconfía de todos y cada vez son más los ajusticiados. Ya no duda sólo de los senadores consulares o de los senadores en general. Duda de sus consejeros, de los miembros de la familia imperial, y hasta de los que deben protegerle. Domiciano duda de todos, Petronio. Eso nos pone a todos en peligro.
Petronio Segundo empezó a intuir por fin hacia dónde caminaba aquella conversación y empezó a negar con la cabeza con intensidad.
—No, no, no, Partenio. No quiero saber nada más de lo que hayas venido a decirme. Y ahora sal de aquí antes de que ordene que te encarcelen mientras informo al emperador de tus insinuaciones.
Partenio se mantuvo en su solium. Ya no había posibilidad de desdecirse. Era mejor decirlo todo y forzar a Petronio a tomar partido.
—Es sólo cuestión de tiempo que Norbano convenza al emperador de que no eres de fiar. Norbano, desde que apoyó al emperador contra el rebelde Saturnino, es su ojo derecho, y confiará más en su opinión que en la tuya. Todos saben en Roma que no compartes algunas de las últimas ejecuciones ordenadas por Domiciano y que no te rebelas por lealtad, pero ya no hay tiempo ni lugar para ser neutral, Petronio. Roma está en guerra consigo misma y el gran combate se acerca. Norbano hablará mal de ti llegado el momento; es un oportunista y tiene mucha ambición. Muy pronto tendrás que estar de un lado o de otro. —Petronio le miraba con los ojos casi salidos de sus órbitas, enfurecido pero indeciso; Partenio se levantó despacio al tiempo que pronunciaba sus últimas palabras—. Tu colaboración con nosotros, Petronio, será recompensada por un nuevo emperador que valorará tus servicios. Ahora puedes detenerme, ver cómo me ejecuta Domiciano y esperar unos meses más a que el próximo en ser ejecutado seas tú mismo, o puedes tomarte un tiempo y pensar sobre lo que te he dicho y colaborar. Tienes un día. Trabajamos rápido.
Partenio se dio media vuelta y empezó a andar hacia la puerta.
—¡Espera!
El anciano frunció el ceño. No pensó que fuera a decidirse tan pronto. Sin duda el propio Petronio llevaba tiempo siendo consciente de que el emperador le rehuía. Era fruta madura.
—¿Qué necesitáis?
Partenio regresó a su solium y tomó asiento de nuevo. ¿O Petronio sólo quería sonsacarle para entregarle después con el máximo de información posible?
—El día señalado deberás reducir la guardia en palacio; en particular, en el hipódromo y sus accesos —respondió Partenio despacio.
—¿Bajo qué pretexto?
—Eso es asunto tuyo. Tú eres uno de los prefectos del pretorio.
—En cualquier caso nunca podrá quedarse el palacio sin pretorianos y no veo a qué hombres puedes reclutar que se atrevan contra los pretorianos que queden en palacio. Los hombres de las cohortes urbanae o de las cohortes vigilum no valdrán para este combate. Esta idea vuestra es una locura.
—¿Es mejor esperar la muerte sin hacer nada? —preguntó Partenio.
Petronio guardó silencio unos instantes.
—No me comprometo a nada.
Partenio se levantó de nuevo y emitió una sentencia.
—Si no me arrestas ahora mismo, Petronio, tu silencio te hace cómplice. No tienes opción: arréstame ahora o colabora con nosotros. Ahora me voy a dar la vuelta, voy a cruzar esa puerta y voy a subirme a la cuadriga que me ha traído hasta tu campamento. Si salgo de los castra praetoria sin ser detenido espero por tu bien que haya colaboración activa por tu parte; si tenemos éxito, Petronio, si tenemos éxito, te premiaremos, como te he prometido, o seremos nosotros los que te ejecutaremos si no nos ayudas. Yo ya soy viejo; he sobrevivido a muchos emperadores y he servido a cuatro de ellos. Estoy cansado y no temo a la muerte. Tú estás en tu madurez; eres fuerte, inteligente y ambicioso. Esta es tu oportunidad, pero como toda oportunidad exige valor. ¿Eres valiente, Petronio, o sólo eres un siervo de Domiciano?
Partenio dio media vuelta y contando cada paso que daba se dirigió hacia la puerta, seguido tan sólo por el silencio impenetrable de los pensamientos de Petronio Segundo, prefecto del pretorio de Roma al mando de los cinco mil pretorianos de la ciudad junto con Norbano. Diez, once, doce, trece, catorce y quince pasos y llegó hasta la puerta. El propio Partenio la abrió, pues no estaban los esclavos presentes, y cruzó el umbral. Siguió contando sus pasos para mantener la calma en su ánimo. Veintisiete, veintiocho, veintinueve; descendió por las escaleras del praetorium y siguió caminando hasta llegar junto a la cuadriga. Ya no contaba pasos. Sólo miraba a su alrededor pero sin girar la cabeza. No debía dar sensación de nerviosismo. No miró para atrás. Sentía los latidos de su corazón en las sienes cuando dio la orden al pretoriano que le aguardaba junto a la cuadriga.
—A la Domus Flavia —y no pudo evitar añadir una palabra en todo punto inútil—, rápido.
El pretoriano azuzó los caballos y éstos empezaron, primero al paso y de inmediato al trote, a avanzar por la via principalis en dirección a la puerta de los castra praetoria. Partenio sabía que en cualquier momento se podía escuchar una voz desde el praetorium ordenando su detención inmediata, pero no se oyó nada ni se vio ningún movimiento extraño. No había guardias pretorianos que le miraran fijamente o un jinete que les adelantara portando órdenes del prefecto para los centinelas de la porta principalis sinistra.
Así, con la respiración lenta de quien degusta cada inhalación de aire como si fuera a ser la última de una larga vida, Partenio, subido a la cuadriga pretoriana, cruzó el umbral de los castrapraetaria y emprendió el camino de regreso al palacio imperial. Petronio era un hombre de impulsos fuertes. Si no le había detenido antes de salir del campamento pretoriano, ya no lo haría. Lo que no quedaba claro es hasta dónde se implicaría, pero de momento no se podía pedir más. Partenio sabía que había jugado fuerte: se había apostado la vida y, por el momento, había ganado. Los dados le habían favorecido. Pero la diosa Fortuna era tan voluble. Tan voluble. Y la partida continuaba.
En el interior del praetorium, Petronio Segundo seguía clavado en su solium. No se había movido porque sabía que las sospechas del emperador hacia él eran ciertas. Domiciano no hacía más que favorecer a Norbano en todo y era sólo cuestión de tiempo que, como poco, se le relevara del cargo a favor de alguno de los hombres de éste. Casperio Aeliano, el tribuno pretoriano al mando de la novena cohorte, era el mejor amigo de Norbano y ya había sido prefecto del pretorio antes que ellos. Petronio intuía que su sustitución era cuestión de semanas. Lo que no estaba claro era si simplemente se le sustituiría o si se iniciaría un juicio contra él. No había pruebas de nada. Hasta ese día. Petronio apretaba los labios con fuerza. Norbano iría a por él y le acusaría de traición. Apoyar a Partenio era una buena opción, pero era imposible que ese consejero consiguiera hombres suficientemente locos y buenos como para enfrentarse a los pretorianos en palacio. Se levantó. Había tomado una decisión: ayudaría a Partenio… un poco, para cubrirse las espaldas en caso de que el asesinato tuviera éxito, pero si las cosas se torcían para Partenio y sus hombres, fueran quien fuesen esa pandilla de locos, enseguida se alinearía con la guardia pretoriana y acabaría con todos los conjurados. Con todos y cada uno de ellos. Quizá eso restituyera su imagen a los ojos de Domiciano.