TODO HABÍA SALIDO MAL

DOMITIANVS ET DOMITIA

18 de septiembre de 96 d. C.

Cámara del emperador, Domus Flavia, hora sexta

Todo había salido mal. Los cuatro gladiadores habían acabado con los dos pretorianos que protegían al emperador, pero todo llegaba tarde aquel día: Partenio miraba sobrecogido a su alrededor mientras las puertas de la cámara imperial cedían al empuje de la guardia pretoriana. Una docena de pretorianos irrumpieron en la habitación y, con aquella distracción, el emperador, que había estado a los pies de Marcio, se zafó del gladiador, que se había entretenido en pronunciar aquellas malditas palabras de venganza, interfecturus te salutat, que ahora quedaban huecas. Domiciano se había vuelto a refugiar tras la cama dejando que sus guardias se situaran entre él y los cuatros gladiadores que acababan de entrar y que a punto habían estado de matarle. Partenio quería llorar, de pura rabia, de impotencia, de miedo. Estaba aturdido. La emperatriz se arrastraba entre sollozos por una de las esquinas de la habitación sin dejar de gritar «¡matadlo, matadlo, matadlo!». El emperador se había rehecho de la puñalada de Estéfano y lo había dejado ciego, se había rehecho del intento de Marcio de ejecutarlo y estaba allí en pie, y desde su posición defensiva tras la cama anunciaba que la hora de su ira había llegado.

—¡Nunca podréis conmigo, nunca! ¡Hoy será el día en que acabaré con todos mis enemigos, con todos y cada uno de vosotros! —Se giró hacia los pretorianos, levantando sus manos aún manchadas con la sangre de los destrozados ojos de Estéfano—. ¡A mí, la guardia!

Todo había salido mal. Mal. Mal. Mal. El combate que dio comienzo en ese mismo instante era furibundo, brutal, sin control: media docena de pretorianos se abalanzaron sobre los gladiadores y el sonido metálico del choque de espadas y escudos retumbaba por toda la sala. Partenio vio cómo el tracio era herido y doblaba una pierna para ser finalmente rematado por un pretoriano, pero, por su parte, los otros gladiadores habían malherido a tres pretorianos que, no obstante, fueron reemplazados de inmediato por otros seis, de modo que los luchadores de la arena se vieron obligados a retroceder. Los pretorianos les rodearon de forma que, sin quererlo, aquéllos se encontraron con la pared a su espalda y con ocho pretorianos de frente a falta de que llegaran más soldados.

Marcio sabía que ya no podrían terminar de hacer lo que habían venido a hacer y se maldecía por su torpe y absurda pérdida de tiempo al pronunciar sus palabras de venganza, que habían retrasado un instante la muerte inminente del emperador. Se lamentaba, sí, pero su instinto guerrero y de supervivencia seguía con él: sabía que si abrían una brecha quizá aún pudieran huir por donde habían venido. Si alcanzaban las cloacas, una vez dentro, podrían perder a los pretorianos en el laberinto de las cloaculae, pero antes había que romper aquella formación de los pretorianos de la cámara imperial y aquellos miserables luchaban bien, luchaban bien y no cedían terreno. Golpe a golpe mantenían la posición a la espera de unos refuerzos que serían el fin de todo. El fin de todo.

Partenio sacudía la cabeza y Máximo, abrumado, empezó a llorar de miedo, sobrepasado por el pánico. Y allí en el suelo, perdida, desperdiciada, estaba la daga de Tito. Partenio estaba furioso consigo mismo. ¿Por qué había sido tan estúpido de dársela a Estéfano, a alguien tan inferior, tan incapaz? Ahora el consejero imperial estaba seguro de que el emperador los mataría a todos. Y por encima del estruendo de las espadas, por encima del terror de todos, la voz firme, potente, inalterable de Tito Flavio Domiciano, del emperador del mundo, empezaba, una vez más, a hacerse con el control de la situación, siempre ayudado por la diosa Fortuna, por Minerva, por Júpiter, siempre protegido por los dioses, como cuando el Rin helado se tragó el mayor ejército germano que nunca hubieran constituido los bárbaros del norte.

—¡Muy bien, por Minerva! ¡Mantenedlos allí! ¡Mantenedlos en ese rincón hasta que llegue el resto de la guardia! —Y de pronto, en un momento de lucidez cruel, con una gran sonrisa en su rostro, dando otro puntapié al cegado Estéfano para recordarle que no se olvidaba de él, que no se olvidaba de nadie, añadió—: ¡No los matéis! ¡Heridles si es preciso, pero no los matéis! ¡No matéis aún a nadie! ¡Tengo otros tormentos pensados para ellos, para todos ellos, para los gladiadores, para todos! —Se giró hacia Partenio y hacia Máximo—: ¡Tormentos para los gladiadores y también para los traidores de palacio! ¡Ningún hombre puede contra mí porque soy un dios!

Lanzó una descomunal carcajada que perforó las sienes de sus enemigos y rió con tanta fuerza, con tantas ganas, que su cabeza se echó hacia atrás, pero no lo suficiente como para ver la sombra que se acercaba por su espalda, una sombra sigilosa y felina, una sombra inesperada, olvidada, arrinconada durante años de sumisión y tortura lenta, una sombra impensable, una sombra que no podía hacer lo que iba a hacer. El emperador reía y reía.

—¡Soy un dios! ¡Un dios en la tierra de los hombres y ningún hombre puede contra mí! ¡Ningún hombre podrá nunca matarme! ¡Soy el Dominus et Deus del mundo!

Extendió sus brazos como si abrazara con ellos todo el Imperio de Roma mientras uno de los pretorianos conseguía herir al provocator y éste aullaba de dolor al mantener el escudo en alto, pese a ver su brazo segado por una espada pretoriana.

Mientras, la sombra delgada, pequeña, insignificante, siempre ignorada, siempre humillada, siempre despreciada, emergió por la espalda del emperador asiendo con la fuerza del odio eterno, visceral, perfecto, la daga del único César que le había dado algo de amor en su existencia sometida a los caprichos de los Césares de Roma. Fue en ese momento cuando la daga de Tito surcó el aire a espaldas del emperador, empuñada con una firmeza incontestable, con un pulso recto y regio y recio gobernado por el odio finamente destilado en estado puro, absoluto, completo, total, y en ese momento Tito Flavio Domiciano dejó de reír por una intuición del destino, por la sensación extraña de que algo, algo muy pequeño, no estaba bajo su control total, alguna pequeña pieza del enorme mosaico de aquella conjura se le escapaba y tuvo un momento de iluminación: ¿dónde estaba Domicia Longina? Y la respuesta asomó afilada, punzante, vertiendo sangre a raudales por su propio pecho al que el emperador, dolorido, asombrado, confuso, miró de forma automática al sentir que su espalda entera se partía en dos. Vio entonces cómo la punta astifina de una daga resplandecía entre el brillo rojo de su propia sangre y sintió que le costaba respirar y se volvió despacio hacia su espalda, girando entre aturdido y mareado, parpadeando con fuerza, asimilando lo inasumible, entendiendo lo incomprensible, siendo testigo de que lo imposible estaba ocurriendo y todo a su alrededor se detuvo y hasta los pretorianos y los gladiadores dejaron de luchar, conmovidos, absorbidos por el grito hablado, penetrante y definitivo procedente de la garganta de una mujer que había resistido más allá de lo que ningún hombre habría resistido jamás.

—¡Por mi hijo muerto, por mi esposo muerto, por el César Tito muerto, por Flavia Julia muerta, por Flavio Clemente muerto, por los hijos muertos de Flavia Domitila, por todas las noches pasadas contigo, por todos los días pasados a tu lado, por todo el horror que me has hecho presenciar, por toda la sangre que has vertido, por todos los hombres y las mujeres muertos y corrompidos y torturados bajo tu mandato de terror y locura, por todos y cada uno de ellos y por mí misma, Domicia Longina, emperatriz de Roma, una mujer, porque una maldita mujer puede más que un dios de mentira como el que ahora se cae ante mis pies! ¡Muere una y mil veces muere, Tito Flavio Domiciano! —Se agachó para acompañar al César en su lenta caída de mirada perdida, incrédula, absurda—. ¡Y te aseguro que no eres ni has sido ni serás ya nunca un dios! ¡Te aseguro que el Senado borrará tu nombre de todos los escritos públicos y privados y borraremos todos tus perfiles de todas las monedas y destruiremos todas tus estatuas! ¡Escúchame, escúchame, maldito, escúchame mientras te mato, mientras te mueres, escúchame mientras te mueres de una vez por todas y empápate de mi odio y de tu sangre vil!

La emperatriz lo cogió del brazo cuando Domiciano medio cerraba los ojos por la falta de aire y estaba a punto de caer, lo agarró y lo sacudió para que viviera unos instantes más, unos instantes en los que decirle algo más, algo que se llevara al otro mundo y que le torturara por siempre en el reino del Hades.

—¡Y arrastraremos tu cuerpo maldito por las calles y dejaremos que los perros se lo coman y luego quemaremos a los perros y arrojaremos sus cenizas al Vesubio para que se pudran por siempre en las lentas fraguas de Vulcano, por siempre! ¡Por siempre! ¿Me oyes? ¿Me oyes, maldito Dominus et Deus de la muerte, me oyes? ¿Oyes a Domicia Longina? Porque sí, soy Domicia Longina, tu amada y querida y sometida esposa y esta daga… —con la destreza de quien está disfrutando, sin importarle el futuro próximo, a la vista de todos los pretorianos petrificados ante el emperador herido de muerte, arrodillado junto a su esposa, Domicia Longina extrajo, retorciéndola todo lo que pudo, la daga de Tito y se la enseñó, repleta de sangre y trozos de carne a un exhausto Domiciano, de mirada vacía, hueca, que intentaba farfullar una respuesta pero que sólo acertaba a escupir más y más sangre que vertía sin control sobre el rostro de Domicia que, feliz, feliz como nunca, se bañaba en aquella sangre y hasta la saboreaba con su boca mientras transmitía su último mensaje—… y ésta, querido esposo, es la daga de tu hermano, Tito, que, para que lo sepas, era infinitamente mucho más hombre que tú en todo: en la guerra, en la paz, en el gobierno del mundo y en la cama.

Domicia Longina soltó al emperador, que se atragantaba en su sangre y en su bilis y en un vómito propiciado por unas arcadas incontrolables. Sin embargo, aún acertó, movido por una rabia descomunal, quizá por la rabia de un dios, a decir dos palabras que aun pronunciadas por un ser moribundo arrastraron con ellas el valor de un augurio posible:

—Moriréis… todos…

No dijo más. Domiciano sólo sentía que su rabia siempre imbatible se veía obligada a aflojar, a ceder, a morir, a dejar de existir.

Domicia Longina, emperatriz de Roma, cubierta de sangre desde su rostro hasta la punta de los pies se levantó, miró la daga de Tito y la arrojó al suelo, junto al emperador muerto.

—Está hecho —dijo—. Tenía que hacerse y está hecho.

Todo lo que siguió fue muy rápido. Marcio, el samnita, el tracio y el provocator no lo dudaron: aprovecharon la distracción de los confusos pretorianos que aún estaban intentando digerir que el emperador, su emperador, el emperador a quien debían proteger, estaba en medio de un charco de sangre, muerto, y les atacaron sin dilación. Cada gladiador atravesó a un pretoriano, reduciendo así los enemigos de ocho a cuatro e igualando la contienda por completo. Por su parte, Partenio y Máximo volvieron a cerrar las puertas e intentaron sellarlas de nuevo, pero torpemente, porque la gran barra de bronce estaba medio quebrada por el descomunal empuje que había tenido que soportar por parte de la guardia imperial hacía apenas unos instantes y, aunque saltó antes de romperse, estaba muy doblada. Pero, por lo menos, al cerrar las puertas se conseguía que no se viera nada de lo que estaba pasando en la cámara del emperador: los cuatro gladiadores seguían luchando contra los pretorianos supervivientes, y éstos, pese a seguir aturdidos y preguntarse cuándo llegarían los refuerzos, ya se defendían con más saña. El tracio hirió mortalmente a su enemigo pero estuvo algo lento y fue herido a su vez en un brazo por el pretoriano, que respondía así con bravura antes de caer al suelo agonizante. Marcio, por su parte, terminó con su oponente y lo mismo hizo el provocator. El samnita no parecía capaz de derrotar al suyo, pero Máximo apuñaló a ese pretoriano por la espalda y el samnita no dudó en rematarlo. De pronto, se oyó un nuevo golpe contra las puertas de la cámara imperial.

—¡Ya están aquí! —dijo Máximo. Partenio se giró hacia Marcio.

—¡Marchaos! ¡Pronto! ¡Rápido! —les ordenó el viejo consejero imperial. Marcio asintió y dio media vuelta.

—¡Vámonos, vámonos! ¡Por Némesis! ¡En marcha! —animó Marcio a sus tres gladiadores y todos echaron a correr hacia la cámara de la emperatriz primero y, de inmediato, hacia el estrecho túnel por el que habían ascendido. Entre tanto, en la cámara imperial, la carnicería seguía. Todo tenía que hacerse aquel día hasta el final, hasta las últimas consecuencias. Aún se oía el gemido ahogado de dolor de alguno de los pretorianos malheridos que se arrastraban por el suelo de la habitación.

—Hay que rematarlos a todos —dijo Partenio en voz baja mirando a Máximo—. Hay que rematarlos a todos. No puede quedar ningún testigo vivo de lo que ha pasado aquí.

El viejo consejero degollaba o pinchaba a los cadáveres o heridos de forma sistemática. Máximo asentía y le imitaba y con la espada de un pretoriano iba de uno a otro clavando el arma con furia. Partenio se permitió entonces arrodillarse junto al cadáver del emperador Domiciano y hablarle al oído, pronunciando en un vengativo susurro la misma frase que Domiciano le dijera años atrás, cuando el emperador ahora asesinado justificaba la muerte del inocente Lucio Elio, el primer marido de Domicia Longina.

—Las cosas, César, hay que hacerlas hasta el final, siempre —musitó Partenio—. Hoy, César, lo hemos hecho todo hasta el mismísimo final. Supongo que el César estará orgulloso de nosotros.

Se levantó con una sonrisa entre rabiosa y sarcástica, sintiendo un gran alivio, una enorme sensación de paz. Puede que toda la furia de los dioses se desatara ahora contra él, pero ese momento ya no se lo quitaría nadie.

Marcio, ya en la cámara de la emperatriz, encabezaba el grupo de gladiadores que se adentraba en el pasadizo que debía conducirlos hasta el hipódromo a toda velocidad. Tenían que regresar a las cloacas de Roma lo antes posible. Sólo allí encontrarían el camino de la libertad.

Esta vez, las puertas de bronce saltaron por los aires, con las bisagras desencajadas, generando un enorme estrépito al caer derrumbadas hacia el interior de la habitación sobre un par de pretorianos muertos, que quedaron aplastados bajo el peso de los nuevos guardias que accedían a la cámara imperial. Petronio, jefe del pretorio, encabezaba el nuevo grupo de más de veinte pretorianos. Lo que la guardia imperial encontró en aquella habitación los dejó mudos: una docena de sus compañeros yacían muertos, había sangre por todas partes, Partenio, el consejero imperial y Máximo parecían heridos, con sangre en sus manos y brazos, desarmados, en pie, testigos de todo lo que había ocurrido allí; en una esquina gimoteaba otro liberto con sangre brotando de las cuencas de su ojos que no dejaba de gritar:

—¡Estoy ciego…! ¡Estoy ciego…!

La emperatriz, sentada en el lecho del emperador, estaba cubierta de sangre desde la cabeza a las sandalias y lloraba y lloraba y, a sus pies, el cuerpo inerte de Tito Flavio Domiciano los miraba a todos con una faz horrible de dolor y rabia congelada en el tiempo, inmóvil, pétrea, detenida para siempre. Petronio miró a Partenio.

—Unos gladiadores… —empezó el consejero imperial como si le costara hablar, como si estuviera sobrecogido, aterrado—; un grupo de gladiadores; están huyendo por ahí.

Señaló hacia la cámara de la emperatriz y el túnel que la conectaba con el hipódromo. Petronio asintió.

—¡Rápido, seguidme todos! —Y la guardia imperial salió corriendo en busca de los asesinos del emperador.

En la cámara del César, Máximo se acercó a Estéfano para asistirle en su terrible sufrimiento. Partenio miró entonces a la emperatriz y, de pronto, la recordó hacía años, joven, hermosa y decidida, preguntándole si Domiciano había tenido algo que ver en la muerte de su primer esposo, el malogrado Lucio Elio. En aquel momento, al verla tan capaz, tan valiente, Partenio había lamentado que Domicia no fuera un varón, porque con aquel carácter, con aquella fortaleza de ánimo envuelta en el cuerpo frágil de una mujer, se perdía un gran romano. Sin embargo, viéndola ahora allí, ungida en la sangre del mayor de los tiranos, Partenio sabía que Domicia había prestado el mayor de los servicios a Roma. Sí, Domicia, aquella frágil mujer. Sólo ella había podido hacer lo que entre todos habían sido incapaces de conseguir. Partenio se acercó despacio a la emperatriz.

—Augusta —dijo el consejero imperial—, la augusta Domicia Longina debería retirarse a su habitación. Yo me ocuparé de… —Miró al cadáver del emperador—. Yo me ocuparé de todo esto.

Domicia Longina dejó de llorar. Se levantó despacio. Sus manos ya no temblaban. Había recuperado el autocontrol. Pasó por delante de Partenio sin decir nada. El consejero vio cómo entraba en su habitación y cómo ella misma, sin ayuda de ninguna esclava, cerraba las puertas de su cámara.

Los asesinos del emperador
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