CAMINO A ÉFESO

Jerusalén, finales del verano de 70 d. C.

Juan se dirigió a todos.

—Ahora podremos salir. El camino a Efeso será largo y duro pero nos proporcionarán suficiente comida para llegar. Una vez en Efeso, nuestros amigos, cristianos como nosotros, nos ayudarán a empezar una nueva vida. Animo, ánimo todos.

No dijo más. No se refirió a Jesús ni a Dios. Todos estaban agotados y desalentados y no era el momento para pedir más fe a quienes lo habían dado todo. Todo menos la vida. Eso le dio fuerzas para volver a hablar.

—Jesús nos invita a una nueva vida, nos ha mantenido vivos a todos, a través del mayor de los sufrimientos, es cierto, pero seguimos vivos y podemos llevar su mensaje, sus palabras de paz a todo el mundo. Caminad conmigo y cerrad los ojos si el horror os aturde. Yo os guiaré hasta Efeso.

A algunos les pudo parecer exagerado el ofrecimiento de Juan, pero, cuando emergieron al exterior de entre las ruinas en las que se habían refugiado, todos comprendieron que sus palabras tenían un sentido literal: alrededor de ellos Jerusalén entera estaba en llamas. El mismísimo Gran Templo donde Jesús fuera examinado por los sacerdotes estaba ardiendo. Caminaron entre las llamas bajo la atenta mirada de centenares de legionarios. Juan había conseguido negociar un salvoconducto para abandonar la ciudad. Había prometido a los romanos sacar de la ciudad a todos los cristianos, y un alto oficial romano de nombre Trajano había aceptado. Juan aún recordaba las palabras de aquel romano, pronunciadas con la serenidad forzada sobre uno mismo de quien ya está cansado de presenciar tanto horror.

—Saca de aquí a todos los tuyos y que no regresen. Mis hombres respetarán el acuerdo y os dejarán marchar hacia Efeso, como hemos pactado. A la salida de la ciudad se os dará pan, trigo, agua y algo de carne seca. —Juan percibió una mirada profunda en aquel romano que, de pronto, sin que se lo hubiera pedido, intentaba justificarse—. El César no quería esta destrucción…

—Nos iremos sin nada —respondió Juan—, sólo con la ropa que llevamos y la comida que nos deis.

El oficial Trajano asintió. Juan le vio alejarse entre los escombros de aquella ciudad. No entendía cómo hombres que no parecían pérfidos podían estar al mando de máquinas tan destructivas como las legiones de Roma, aunque no era menos cierto que Simón, Eleazar o Gischala no habían dejado mucho margen para la negociación durante aquel largo asedio. En cualquier caso, no era momento de pensar en ello. No había tiempo para reflexiones. De inmediato comunicó a todos lo pactado con aquel oficial y al poco estaban saliendo de sus ruinosas casas y caminando por las destrozadas calles de Jerusalén. Y todo estaba igual, la Ciudad Vieja, el Templo, la fortaleza Antonia, la Ciudad Alta, la Ciudad Nueva. Incluso si los romanos les hubieran dejado, no tenía sentido alguno quedarse allí. Había demasiada destrucción y demasiados cadáveres por todas partes, entre los escombros, quemados, atravesados por flechas, heridos con espadas, lanzas, proyectiles de todo tipo, y crucificados, decenas, centenares de crucificados en las más inverosímiles y horrendas posiciones, a ambos lados del camino que conducía hacia el norte, hacia Efeso. Juan no había exagerado. El infierno debía de ser algo así. Ellos tenían la inmensa fortuna de sólo desfilar por él y poder escapar, aún vivos, hacia una nueva vida. Jesús les había protegido.

Llegaron a un puesto de guardia a quinientos pasos de las murallas derruidas de la ciudad. Varios legionarios les entregaron comida y agua. Varias docenas de sacos de trigo, treinta cestos con pan y diez cestos con carne seca. El oficial romano era fiel a su palabra y generoso en el cumplimiento de su pacto. Juan echó una última mirada a la ciudad. Estaba anocheciendo. La visión de Jerusalén en llamas era fantasmagórica. Vio allí, recortada su silueta contra la luz de los incendios, a aquel oficial, mirándoles. Juan levantó su brazo derecho en señal de saludo. No esperaba respuesta alguna, pero el oficial levantó su brazo de igual forma. Luego, Trajano lo bajó, dio media vuelta y se desvaneció entre las llamas de la ciudad.

Marco Ulpio Trajano se encontró con el César Tito a los pies del único muro que quedaba en pie del Gran Templo. Hasta allí, a salvo de los incendios circundantes, se estaban llevando todo el gran tesoro de los judíos: cofres repletos de oro y plata, alhajas, joyas y objetos religiosos hermosos brillando en dorado o plata a la luz de las llamas.

—Los cristianos han abandonado la ciudad, César —dijo mirando, como hacía Tito, el enorme botín, de un valor incalculable, que se seguía amontonando frente ellos—. Creo que algunos judíos se les han unido pero no me parece que hubiera zelotes o sicarios entre ellos. Estos se han ido con el sicario Eleazar hacia Masada. Esos cristianos son pacíficos. No nos darán problemas. Su líder, un tal Juan, sólo ha pedido comida y agua para el viaje.

Pensó en añadir que aquel Juan le había causado una sensación extraña al hablar con él. Una sensación de paz, pero prefirió no decir nada. Además no tenía sentido alguno. Era una tontería. Simplemente estaba cansado.

Tito no dijo nada. Seguía admirando el inmenso tesoro del que disponía. Nunca en su vida había visto tanto oro.

Los asesinos del emperador
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