UNA DEUDA PENDIENTE

Roma, marzo de 96 d. C.

Partenio salió del palacio imperial cuando la tarde ya estaba cayendo. Pensó en que le acompañaran Estéfano o Máximo, pero el primero estaba ocupado atendiendo a Flavia Domitila, y alejarlo de la sobrina del emperador en esa hora de la tarde habría despertado sospechas. Lo último importante que Partenio había conseguido era precisamente que Estéfano, un hombre de su confianza, fuera nombrado por el emperador asistente de Flavio Clemente y de Domitila y, lo más esencial, de los pequeños hijos del matrimonio: unos niños llamados a ser emperadores como únicos descendientes directos de la dinastía Flavia vivos. Máximo, el otro liberto de confianza que le quedaba a Partenio en el palacio imperial, estaba libre, pero, pese a su lealtad absoluta, su torpeza y sus pocas luces no le hacían el candidato ideal para la misión de aquella noche. En cualquier momento se le escaparía lo que habían hecho y todo se vendría abajo antes incluso de iniciarse. Y tampoco podía recurrir a los pretorianos, que sólo le acompañarían en caso de recibir una orden directa del emperador. No. Tenía que hacer lo que tenía que hacer y lo tenía que hacer solo.

Salió del palacio y descendió por las calles en dirección oeste hasta alcanzar el Clivus Victoriae. Teniendo en cuenta su objetivo, lo lógico habría sido girar a la derecha y encaminarse directamente al foro, pero quería asegurarse de que no le seguían. Ya no confiaba en nada ni en nadie. Así que giró hacia la izquierda y se alejó del centro de la ciudad hasta cruzar el Vicus Tuscus, pero no giró por él, sino que siguió hacia el sur hasta alcanzar el Foro Boario. Pasó junto a la gran estatua de bronce donde se decía que habían empezado a celebrarse los primeros combates de gladiadores en Roma [44] y se detuvo tras ella un momento, fingiendo que rebuscaba algo entre los pliegues de su túnica. Sólo quería confirmar que no hubiera nadie tras él. Miraba de reojo a su alrededor. Los puestos de carne de los mercaderes estaban prácticamente recogidos. Ningún comerciante quería dejar su mercancía allí durante la noche, a merced de los ladrones y los forajidos de toda condición que salían a por víctimas dóciles a las que arrebatar todo cuanto llevaran encima para luego matarlas y evitar así dejar testigos vivos de sus fechorías. No, no le seguía nadie.

Reemprendió la marcha bordeando el Velabrum hasta llegar al Foro Holitorio, ya totalmente desierto de comerciantes y compradores de verdura. Aquí, ya más seguro de caminar solo, reinició su aproximación al centro de la ciudad por el Vicus Iugarius, dejando a su izquierda la colina del Capitolio y a su derecha el barrio del Velabrum. Anduvo rápido hasta alcanzar el foro entrando por la calle entre la basílica Julia y el templo de Saturno. Allí se cruzó con un anciano que cerraba la puerta de su negocio y que le saludó moviendo la cabeza. Partenio le devolvió el saludo pero sin detenerse. Se trataba del viejo librero Secundo, que aún seguía con su comercio de venta de libros en aquel mismo lugar desde los tiempos de Nerón; un hombre a quien Partenio había recurrido en más de una ocasión en busca de algún rollo difícil de encontrar en otro sitio. Pero no tenía tiempo aquella noche para conversar y recordar el pasado. Giró entonces a la izquierda y allí, frente al templo de la Concordia, estaba, por fin, su destino: el templo de Vespasiano y Tito, estrecho, levantado en el poco espacio que quedaba en aquella esquina del foro que Domiciano había seleccionado para que se adorara a su padre y a su hermano deificados. Partenio recordaba cómo muchos senadores habían criticado el pequeño espacio dedicado al templo de Vespasiano y Tito, pero ninguno se había atrevido a decirlo en voz alta y clara, por supuesto, y mucho menos en aquellos tiempos de locura del César. Los que defendían al emperador argumentaban que era un lugar excelente por su proximidad al foro y a la gran basílica Julia, pero todo eso ahora no le importaba a Partenio.

El consejero imperial se detuvo frente a las seis columnas rematadas en capiteles corintios del pronaos del templo de Vespasiano y Tito. La falta de espacio se había traducido en el hecho de que el templo fuera más ancho que largo y en la excepcional circunstancia de que la escalinata por la que Partenio ascendía hacia el interior del templo estuviera encerrada entre las altísimas columnas del pronaos. El consejero imperial, como esperaba, se encontró con los doce guardias pretorianos que custodiaban, día y noche, aquel templo.

—Soy Partenio, consejero del emperador, y vengo a rezar en este sagrado templo de sus antepasados.

No era extraño que diferentes senadores y otros prohombres de la ciudad acudieran al templo de Vespasiano y Tito a realizar sacrificios o, simplemente, a elevar sus oraciones a los antecesores de la dinastía Flavia. Todo el mundo en Roma sabía que el emperador recibía un informe detallado de quién o quiénes habían acudido al templo de su dinastía a realizar sacrificios cada día. Los pretorianos no dudadon en concluir que Partenio, de quien todos sabían que contaba cada vez menos para el emperador, estaría intentando congraciarse de nuevo con el Dominus et Deus del mundo, acudiendo a encomendarse a los dioses flavios allí aquel anochecer. No le dijeron nada y le dejaron pasar. Por tratarse de quien era, y cansados como estaban de su largo turno de guardia, le dejaron acceder solo. Nadie esperaba nada de él, un miserable liberto caído en desgracia. Partenio sonrió. Ese menosprecio era ahora su gran arma.

El consejero imperial entró en el silencio del templo de Vespasiano y Tito.

El templo tenía un altar con restos de libaciones y otras ofrendas que aún no habían sido limpiados por los sacerdotes custodios. Partenio se detuvo en medio de la gran sala central del templo, frente al altar tras el que se ocultaban los sepulcros donde yacían los restos de Vespasiano y su hijo Tito. Las paredes no estaban vacías, sino que, por el contrario, exhibían numerosos objetos preciosos, en su mayoría de gran tamaño, para evitar que pudieran ser sustraídos sin que los pretorianos se dieran cuenta. Se trataba de los despojos de Jerusalén que el propio Tito trajo a Roma para su gran triunfo, sobresalían tres enormes escudos de plata usados por los enemigos en la defensa de la ciudad judía y dos gigantescos candelabros de siete velas, que los judíos llamaban menorá, de bronce. Muchos de estos tesoros estaban expuestos en lo alto de unas tarimas elevadas, de forma que un hombre en pie los veía emerger majestuosos por encima: eran recuerdos ominosos del glorioso pasado de los dos primeros emperadores Flavios. Pero lo importante para Partenio era que el suelo de las tarimas no era visible desde donde se encontraba o desde la proximidad del altar donde acudían los que deseaban realizar sus sacrificios en honor a los dioses Vespasiano y Tito. El consejero imperial se acercó despacio al lugar más próximo al silencioso sepulcro de Tito. Allí, en la tarima más cercana al emperador guerrero fallecido, muerto demasiado pronto para todos, Partenio vio expuestas las grandes armas imperiales de quien asediara durante meses la ciudad santa de los judíos hasta reducirla a cenizas y rendir así la más sangrienta de las rebeliones: una enorme spatha, diez centímetros más larga de lo habitual, diseñada para impresionar al enemigo, recubierta su empuñadura de gemas pequeñas y un largo pilum que, según aseguraban, el emperador, ahora dios, había sido capaz de lanzar a varias decenas de pasos de distancia, hiriendo a enemigos que se creían completamente fuera del alcance de aquel majestuoso César de Roma.

Partenio se acercó hasta el lugar despacio. Con cuidado se estiró y, alargando su brazo, buscó, palpando palmo a palmo, por el suelo de la tarima, invisible para él desde abajo, buscando con la yema de sus dedos dar con lo que tanto anhelaba. En el exterior se oyó a los pretorianos riendo alguna broma que alguno de ellos habría contado para entretener la última parte de su aburrido turno de guardia. La carcajada de los soldados imperiales retumbó entre las paredes del templo como una mueca del denostado presente de una dinastía que, en otros tiempos no lejanos, había sido poderosa y ejemplo de buen gobierno. Ahora todo eso se había desvanecido, desaparecido…

—¡Ay! —exclamó Partenio en un quejido ahogado para no llamar la atención de los pretorianos. Instintivamente bajó la mano de la tarima y la observó con tiento: tenía un leve corte en la punta de su dedo índice. Varias gotas de sangre fluían por la superficie de la yema de sus dedos. Pero no se mostró enfadado ni molesto, más bien al contrario: allí estaba lo que buscaba y que él mismo depositó lo más próximo que pudo al sepulcro del emperador Tito el día de su gran funeral, porque entonces pensó que al recién fallecido emperador le habría gustado sentir cerca de sí aquella arma tan especial a la que tanto cariño parecía tener. Nadie la había sustraído. No estaba a la vista y, en cualquier caso, el robo de un tesoro de un templo estaba castigado con la muerte. No era un delito común.

Partenio volvió a estirar el brazo y, con sumo cuidado, sus dedos buscaron la empuñadura de la daga. La alcanzaron y la apresaron con el mimo que da la veneración por un objeto al que uno le confiere un poder casi mágico. El puñal apareció por encima de la tarima, cubierto con algo de polvo —no eran muy escrupulosos en aquel templo con los cuidados a sus objetos— pero igual de firme, recto y desafiante que siempre: un arma propia de un emperador, rematada con un rubí de rojo intenso en la empuñadura. Partenio la miró tan sólo el instante necesario para asegurarse de que aquél era el objeto que buscaba y la ocultó de inmediato debajo de la túnica. Se encaminó hacia la puerta del templo, pero se detuvo en seco, se giró hacia el altar y musitó un mensaje.

—Es sólo un préstamo. Cumplida su misión, la daga volverá a su dueño.

Nadie respondió, pero la llama muda que resplandecía detrás del altar brilló, por un breve instante, con más fuerza. Al viejo consejero le pareció que los dioses Flavios aceptaban sus palabras. Para Partenio aquello era importante: un trueno, un extraño aullido del viento, la aparición de cualquier prodigio extraño le habría hecho devolver la daga al instante, pero más allá de aquel resplandor fulgurante de hacía un momento, sólo le acompañaba el silencio del espacio vacío de aquel mausoleo. Dio media vuelta y salió por la puerta. Los pretorianos lo miraron, pero al no advertir nada sospechoso en su paso tranquilo no le dijeron nada y se limitaron a verlo alejarse en dirección al foro.

Partenio caminó con la prisa de quien sabe que está arriesgando la vida en sus acciones pero, a la vez, tiene el sentimiento de que sus decisiones son inexorables. Tan absorbido estaba en sus pensamientos que no vio la sombra que lo seguía desde que entrara en el Foro Holitorio en su camino de regreso hacia el palacio imperial. Había estado muy atento a que no le siguieran en su camino de ida, pero ahora estaba plenamente concentrado en maquinar cuál podría ser la mejor forma de articular el asesinato de modo que hubiera alguna posibilidad de éxito; no acertaba con la estrategia adecuada y eso lo tenía ensimismado, distraído. Y es que Partenio era perfeccionista: no quería sólo asesinar a Domiciano, sino conseguir que él mismo o que alguno de los que participaran en la conjura pudieran sobrevivir a la misma. Era un hombre fino, exquisito en su modo de responder a la humillación y al desprecio: no bastaba con matar, aun cuando eso se le antojaba ya algo muy complejo en sí mismo, sino que el consejero imperial quería conseguir la doble victoria de pergeñar un asesinato y salir él, o al menos alguien que participara en aquel acto, indemne. Y es que ésa sería una doble victoria que le dejaría un regusto especial, particular, dulce sin necesidad de recurrir a raspaduras de plomo, como hacía el emperador Domiciano cada noche, flotando en el espeso vino que ingería para relajarse y quién sabe si para así diluir en el licor de Baco el peso cada vez más insoportable de sus crímenes.

A la primera sombra se le unió una segunda silueta oscura. Seguían a aquel viejo consejero desde el Foro Holitorio. Tenían decidido abordarle bajo la gran estatua de bronce del Foro Boario. Se les antojaba una víctima fácil. No esperaban obtener un gran botín, pero alguna moneda llevaría y matarlo les proporcionaría así, cuando menos, una buena jarra de vino y algo de queso en las tabernas del río.

Partenio caminaba cabizbajo. Sabía que necesitaba implicar a más personas. El curator de las cloacas, sin duda. Era clave en su plan, pero luego precisaba de hombres que no temieran a la guardia pretoriana. Ni los legionarios de las cohortes urbanae, la milicia de la ciudad, ni los de las cohartes vigiles, fuerzas de policía y antiincendios de Roma, parecían estar a la altura. Su resquemor por cobrar mucho menos dinero que los pretorianos no sería suficiente. No, se precisaba de hombres aún más desesperados y con más rencor contra el emperador.

Y mejor entrenados en el combate cuerpo a cuerpo. El rencor era el camino, el rencor sembrado por Domiciano debía conducirle a su perdición. Sin casi darse cuenta, Partenio llegó junto a la estatua de bronce del Foro Boario donde se habían celebrado las primeras luchas de gladiadores hacía siglos, en tiempos de Escipión el Africano. Aquello le hizo recordar de nuevo el nombre de Marcio y las palabras del lanista y, de pronto, todo encajó perfectamente… Aunque ni esos hombres bastarían, valdrían como herramienta para la segunda parte de su plan: que alguien quedara sin castigo una vez ejecutado el asesinato. Valdrían como maniobra de distracción en los días posteriores al asesinato. Era perfecto, perfecto. Nerón usó a los cristianos tras el gran incendio de Roma para manipular al pueblo acusando a aquellos miserables de ser los culpables del gran desastre; él usaría a los gladiadores ante los ojos cegados por las ansias de venganza de los pretorianos. La mano ejecutora podía ser otra, o quizá los propios gladiadores, pero lo esencial es que tendría a quién acusar frente a la guardia pretoriana. Sí. Podía funcionar, podía funcionar.

—¡Por Hércules! ¿Qué tenemos aquí? —dijo una voz procedente de una inmensa sombra que emergió desde el otro extremo del pedestal de la estatua de bronce.

Partenio comprendió su absurdo error: tanto había estado pensando en el futuro próximo que se había olvidado de los peligros del presente inmediato, pero su mente, a diferencia de su anciano cuerpo, aún tenía reflejos veloces. Tuvo claro que aquel ladrón no andaría solo; nunca lo hacían. Y miró a su espalda. En efecto, allí, sonriendo, entreabiendo una boca de dientes partidos y sucios, se encontraba otro malhechor de menor envergadura, pero que esgrimía una daga vieja y oxidada terminada en una punta amenazadora. Partenio comprendió que no era rival para aquellos hombres fuertes y acostumbrados a las peleas nocturnas, ¿o sí? Los había que se limitaban a buscar víctimas como él, viejos solitarios, mujeres indefensas, siempre gentes débiles a los que era sumamente fácil intimidar con la violencia y la brutalidad. Consideró desvelar que servía al emperador, pero su soledad en medio de la noche, caminando sin protección alguna, haría muy inverosímil su anuncio. Le quedaba la opción de gritar con la esperanza de que la algarabía llamase la atención de los soldados de las cohortes vigiles, la guardia nocturna, que pudieran encontrarse en las proximidades, pero incluso suponiendo que al final le ayudaran tendría que explicar quién era, qué hacía allí y al final todo llegaría a oídos de Norbano: el jefe del pretorio sospecharía y todo podía terminar en que se descubriese la sustracción de la daga del divino Tito. La daga de Tito. Sus ojos brillaron como los de un gato.

—Danos todo el dinero que tengas y a lo mejor te perdonamos la vida, viejo —espetó la sombra que se interponía en su camino, junto a la estatua de bronce.

Partenio asintió y se llevó la mano debajo de los pliegues de su túnica. El ladrón se acercó sonriendo con otra boca más grande pero igual de desdentada y, en este caso, apestando a vino. ¿Estaban quizá algo bebidos ya? A lo mejor Baco era un gran aliado aquella noche. Partenio sacó la mano de debajo de la túnica con rapidez, pero en lugar de exhibir una pequeña bolsa con monedas blandió la afilada daga de Tito y el arma del emperador muerto surcó la distancia entre su escondite y la cara del ladrón con sorprendente rapidez, rasgando la mejilla y la nariz de su enemigo. El facineroso se revolvió de dolor, al tiempo que Partenio se daba la vuelta y se hacía a un lado evitando el golpe que, desde atrás, iba a asestarle el segundo ladrón. Este perdió el equilibrio y cayó de rodillas, deteniendo su caída completa al apoyarse con una mano en el pedestal de la estatua. Ambos ladrones estaban, en efecto, borrachos. Partenio clavó entonces la daga del emperador Tito en la espalda del segundo atacante y ésta se abrió paso entre las vértebras del sorprendido ladrón con pasmosa facilidad. Y con la misma facilidad pudo ser extraída por el consejero imperial mientras su víctima perdía el conocimiento por el dolor y el mareo del vino y caía a plomo sobre el suelo sucio y embarrado del Foro Boario. El mayor de los dos atacantes, con la nariz sangrando y la mejilla herida, decidió desaparecer en la noche corriendo y sin interesarse lo más mínimo por la suerte de su compañero gravemente herido. Partenio miró a su alrededor. No había nadie más. No había ni más atacantes ni testigos de lo ocurrido. Un muerto más por la mañana no llamaría la atención de nadie, no en una ciudad donde una decena de personas perdían la vida cada noche del año. El consejero imperial ocultó de nuevo la daga ensangrentada bajo su túnica y reemprendió la marcha, ahora mucho más acelerada que antes, de regreso a la Domus Flavia. Venía de orar en el templo de Vespasiano y Tito; eso diría si le preguntaban. Se esforzó por mantener su atención en el presente y estar alerta, no fuera a sufrir un nuevo ataque de más ladrones, pero, pese a todo lo sucedido, no pudo evitar sonreír malévolamente y pensar que aquella daga de Tito parecía abrirse camino por sí misma en su lento viaje hacia la venganza. Partenio seguía sin estar convencido del éxito de su plan, pero tuvo claro que la daga del divino Tito, como si fuera un ser vivo, estaba dispuesta a encontrar el camino, por difícil que éste fuera, que condujera a partir en dos el corazón del temible Domiciano.

Los asesinos del emperador
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