EL ORÁCULO

Monte Carmelo, Judea

Febrero de 69 d.C.

Manió Acilio Glabrión observaba la frondosa ladera de aquel monte que los judíos llamaban Hakkarmel, «la tierra del jardín», según le había comentado otro oficial veterano en aquella larguísima campaña en Palestina y Judea. El joven Manió, a sus veinte años, se encontraba en su primera campaña militar. Se consideraba afortunado porque, pese a lo complicada de aquella lucha contra los irredentos judíos, Marco Ulpio Trajano, uno de los legati veteranos, se había fijado en él y lo había incorporado a la guardia personal de Vespasiano, el legatus augusti con mando supremo en Oriente. A Manió le gustaba aprender de todo lo que veía. Tenía ese espíritu inquieto que conjugaba con su valor en el combate. Quizá por eso se fijara en él Trajano. Ahora escrutaba, bajo la cegadora luz del sol de aquel país, la silueta de aquella montaña sagrada desde tiempos de los que no se guardaba memoria. Trajano estaba junto a él, toda vez que Vespasiano había decidido subir sin más oficiales, sólo acompañado por su hijo Tito y una docena de hombres de su escolta.

—Esta montaña fue sagrada para los egipcios, para los fenicios y los griegos—comenzó a explicar el legatus Trajano mientras Manió también se protegía los ojos con la mano, para no perder de vista el ascenso del general Vespasiano por la sección sudoriental de la escarpada sierra que cortaba el aire del Mediterráneo, sobre el que se elevaba desafiante aquella montaña—. Los egipcios lo llamaban el «promontorio sagrado», los fenicios adoraban a su gran dios Baal en sus laderas y muchos griegos creían que ésta era la montaña de Zeus. Ahora son los judíos los que se han apropiado de sus dominios y aquí adoran a su dios, eso después de que uno de sus profetas expulsara a los sacerdotes de Baal.

—Elias —dijo Manió, y Trajano se volvió para mirarle. No fue el único; otros legionarios y oficiales también lo miraron. Todos sabían que el veterano legatus Trajano llevaba mucho más tiempo que ellos allí, desde el principio de las guerras contra los judíos en tiempos de Nerón, y por eso los demás comprendían que había aprendido mucho de las creencias de los que habitaban en aquel extremo del Imperio, pero Manió tenía una habilidad especial para, en pocos meses, absorber gran parte del conocimiento que otros no podrían asimilar sino en varios años.

—Sí, así se llamaba —confirmó Trajano, tomando nota de la sagacidad de aquel joven y considerando que sería un buen ejemplo para su propio hijo; debía juntarlos en alguna campaña. Continuó hablando; todos querían saber por qué Vespasiano les había conducido hasta esa remota esquina del Imperio en Oriente—. El caso es que, sea como sea, con egipcios, fenicios, griegos o judíos, esta montaña es sagrada y siempre la han habitado profetas y oráculos con capacidad de predecir el futuro.

—Por eso estamos aquí, ¿verdad? —preguntó Manió, verbalizando lo que todos querían confirmar.

Trajano asintió. Todos sabían lo que estaba en juego aquella mañana junto a la ladera de aquel bosque sagrado que se erigía por encima del mar en una sierra repleta de pinos, carrascas, mirtos, lentiscos, algunos algarrobos y olivos y muchas vides en su parte inferior: Otón se había hecho con el poder en Roma con el apoyo de la guardia pretoriana, a la que había comprado con dinero, pero, aunque Galba estuviera muerto, quedaba pendiente la rebelión de Vitelio en Germania. Todo el occidente del Imperio estaba a punto de entrar en una guerra civil de desenlace imprevisible. Al margen, de momento, quedaban las legiones del Danubio, que bastante tenían con contener las constantes incursiones de unos cada vez más envalentonados dacios, sármatas y roxolanos; y, por fin, ellos, las legiones de Oriente que, no obstante, seguían por su parte en una dura pugna para terminar con los últimos núcleos de resistencia judía contra la dominación romana. Y aún quedaba campaña, pues, mientras Jerusalén no cayera en sus manos, los judíos no doblarían la cabeza ni aceptarían de una vez por todas el poder de Roma. Y tomar Jerusalén, rodeada por tres perímetros de murallas gigantescas, no parecía una tarea posible sin el más largo y complejo de los asedios; un asedio que podía terminar en derrota. En medio de esa vorágine de incertidumbre, luchas intestinas y guerra casi total, habían llegado emisarios de diferentes familias senatoriales pidiendo a Vespasiano que se levantara contra Otón y contra Vitelio y que impusiera orden antes de que los catos y otros pueblos germanos del Rin, por un lado, y los dacios, sármatas y roxolanos del Danubio por otro, más los bátavos de la Galia, que estaban aprovechando la confusión general para rebelarse también, condujeran a la inexorable desintegración del Imperio. Vespasiano dudaba. Y tenía sus motivos. En Roma permanecían su hermano Sabino y su hijo pequeño Domiciano. Cuando hacía un par de años había partido hacia Judea con Tito, su hijo mayor, Roma era un sitio seguro, pero ahora, dos emperadores después, todo había cambiado y Vespasiano sabía que si se alzaba contra Otón —o contra Vitelio si éste derrotaba al primero en una batalla campal—, ya fuera uno o el otro el que gobernara Roma, el nuevo emperador no dudaría en usar a Sabino y a Domiciano como rehenes.

Por otro lado, las legiones de Egipto, allí apostadas para garantizar el flujo de grano hacia Roma, habían enviado a su vez mensajeros a Vespasiano, asegurándole una lealtad plena si éste se alzaba contra Otón. No era por fidelidad real, sino que en Egipto la minoría judía era enorme, temían un alzamiento y Vespasiano representaba la única fuerza que podía controlarles, tal y como estaba haciendo en Judea misma. Así, por un lado, las presiones sobre Vespasiano para que se autoproclamara emperador eran grandes, pero, por otro, la vida de su hermano y su hijo pequeño podían estar en juego y no podía evitar dudar. Por eso, cuando en Cesarea le llegaron los informes que había solicitado sobre el famoso Monte Carmelo [10] y todos confirmaban el carácter sagrado de sus laderas y la capacidad de sus sacerdotes para predecir el futuro, contrastada desde tiempos de los fenicios, Vespasiano decidió que, a falta de otros augurios, quizá fuera una buena idea ascender a aquella montaña y preguntar a sus adivinos. Estaba confuso sobre el camino a seguir y cualquier predicción podía hacerle decantarse en un sentido o en otro. Los sacerdotes eran judíos, pero Vespasiano no se sentía en guerra con aquella religión, sino contra aquellos judíos que no aceptaban el poder político y militar de Roma. Eso sí, no tenía claro de qué forma le recibirían en lo alto del monte.

Basílides llevaba treinta años de sacerdote y oráculo en el Monte Carmelo. Sus predicciones eran respetadas por todos y su habilidad para sobrevivir, en unos tiempos tumultuosos de contantes rebeliones contra Roma, admirada. Basílides se asomó por encima del sencillo altar de piedra que, desde los tiempos del profeta Elias, usaban para sacrificar a los animales que consagraban a su dios. Esta vez era el general de generales romano el que ascendía por la ladera.

—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó un sacerdote más joven, de mediana edad—. Es su general en jefe. No sé si debemos colaborar con él.

Basílides desdeñó aquella idea.

—Es un hombre. Si se presenta con humildad ante el altar de Yahveh y quiere hacer un sacrificio en honor de Dios, no seré yo quien se lo prohiba.

—Ya, pero luego querrá que leas en las entrañas del animal y que le predigas el futuro —insistió contrariado el otro sacerdote, más impetuoso y muy poco dado a cooperar con los romanos.

—Pues más a nuestro favor —contravino Basílides—. Cuando leamos en las entrañas de la bestia todos sabremos lo que será del futuro de ese hombre, y su futuro, amigo mío, nos hará ver si la resistencia de Jerusalén y Masada tiene aún sentido.

—Resistir a los romanos siempre tiene sentido —repuso el segundo sacerdote, y se alejó del altar dejando al más veterano a solas con sus reflexiones y su conciencia. Basílides hacía tiempo que sospechaba que muchos de sus sacerdotes se habían pasado al bando fanático de los zelotes, para quienes resistir a Roma siempre tenía sentido, sin importar la muerte de mujeres, niños y ancianos más allá de toda lógica. Basílides no pensaba que Dios reclamara tanta sangre humana de su propio pueblo; era más proclive a creer que el pueblo judío había perdido el sentido común hacía tiempo, pero, por prudencia, guardaba sus opiniones para sí mismo.

Vespasiano llegó junto al altar. A su lado, su hijo mayor, Tito, siempre atento a todo lo que ocurría alrededor de su padre, y tras ambos, una docena de legionarios armados, prestos a desenfundar sus gladii al más mínimo movimiento extraño del viejo sacerdote, que les esperaba junto a la gran losa de piedra de los sacrificios.

—Vengo en son de paz —dijo Vespasiano en griego.

Basílides asintió antes de hablar y responder en la misma lengua.

—Cualquier hombre que ascienda hasta aquí para hacer un sacrificio en honor de Yahveh es bienvenido.

A los romanos no les importaba hacer sacrificios en honor de otros dioses, lo que no podían admitir era que los judíos se empeñaran en decir que el único dios era el suyo y negaran además la divinidad de las deidades romanas y, lo peor de todo, de los emperadores divinizados.

—Vengo a hacer un sacrificio en este altar y dejo en tus manos elevar las plegarias de dicho sacrificio al dios que desees, pero pido a cambio que me digas qué me deparará el futuro —dijo Vespasiano. Se giró hacia sus hombres, hizo una señal con la mano y dos de los legionarios condujeron junto al altar un enorme carnero que, como si intuyera lo que iba a pasar, empezó a balar con fuerza y a forcejear, en un vano intentó por liberarse de las férreas manos de los legionarios que lo sujetaban.

Basílides fue parco pero directo.

—Sea —dijo y señaló el altar, apartándose para que los legionarios pudieran poner el carnero en lo alto de la losa. Miró hacia atrás y extendió la mano. A regañadientes, el otro sacerdote tomó un afilado cuchillo de manos de otro sacerdote aún más joven y se lo dio. Basílides, con experta habilidad, clavó el cuchillo en la garganta del animal y éste lanzó su último balido de dolor entre un estertor horrible, a la vez que la sangre enrojecía toda la piedra y empezaba a gotear sobre una zanja que rodeaba todo el altar. El animal dejó de moverse y los legionarios soltaron las patas por las que lo tenían cogido, dejando al viejo sacerdote a solas con la bestia muerta. Basílides cerró los ojos y empezó a orar en hebreo mientras alzaba su faz seria hacia el cielo. Pasado un rato dejó de rezar, calló, abrió los ojos y volvió a clavar el cuchillo, esta vez en el vientre del carnero. Trazó un tajo profundo que hizo que la panza del animal se abriera y emergieran aún calientes, casi palpitantes, las entrañas. Vespasiano y su hijo Tito vieron los intestinos, el corazón, los pulmones y otros órganos que reconocían de otros muchos sacrificios. Todo parecía estar en orden y no se veía nada extraño o podrido, pero callaron a la espera del dictamen de aquel sacerdote.

—«Todo lo que pienses y planifiques, por grande que sea, se cumplirá.» [11]. Eso es lo que dice el sacrificio y eso es lo que ocurrirá, gran legatus augusti de Roma —el anciano sacerdote, por un instante, miró a los ojos al atento Vespasiano—; quizá algo más que legatus augusti.

Los sacerdotes judíos no eran ajenos a la guerra interna que se había desatado en Roma por controlar todo su Imperio y, en el fondo, les gustaba pensar que, si alguien les podía derrotar, que éste no fuera otro que, al menos, un emperador. Siempre resultaría así menos humillante la derrota.

—¿Estás seguro de lo que dices, sacerdote? —preguntó Vespasiano.

Basílides volvió a mirar en las entrañas del animal introduciendo la punta del cuchillo en las tripas revueltas del carnero. Para sorpresa del sacerdote que tanto se había opuesto a aquel sacrificio, se tomó un tiempo largo antes de responder.

—Estoy seguro de que conseguirás lo que te propongas.

Vespasiano se dio por satisfecho. Se inclinó levemente ante el sacerdote, dio media vuelta y, acompañado de su hijo Tito y sus legionarios, empezó a descender por la ladera del monte. Tito no pudo resistir más tiempo y le habló a su padre con vehemencia.

—No debemos dar más tiempo a Otón, padre: hay que alzarse ya. Tenemos a Egipto de nuestro lado, podemos controlar el transporte de cereales a Roma y tenemos todas las legiones de Oriente. Déjame aquí y yo acabaré con la resistencia de Jerusalén. Tú ve a Egipto, padre, y de allí a Roma.

Vespasiano asentía, pero las dudas aún le corroían por dentro.

—¿Y Sabino? ¿Y tu hermano?

—Sabino es fuerte e inteligente y es praefectus urbanus. Dispone de las cohortes urbanae para protegerse de los pretorianos de Otón hasta que llegues a Roma.

—No es Otón el que me preocupa —respondió Vespasiano sin ocultar la tensión de aquel debate—, sino Vitelio. Vitelio está loco, completamente loco, y es capaz de cualquier desatino. Derrotará a Otón, le destrozará con las legiones del Rin, y entonces llegará a Roma. Y está tu hermano pequeño, tu hermano Domiciano.

Aquí Tito, algo furioso también, elevó el tono de voz.

—Domiciano sabrá cuidar de sí mismo. Siempre tiene claro que lo primero es él, padre. No dudes de que Domiciano sobrevivirá pase lo que pase.

Vespasiano se detuvo en seco en la ladera de aquel monte sagrado y se giró hacia su hijo mayor.

—Tito, no me gusta que hables con ese menosprecio de tu hermano. Sé que Domiciano no es ni la mitad de valiente que tú y sé que no le puedo confiar grandes empresas, pero es tu hermano, es nuestra familia y le debes un respeto por ello, ¿está claro?

Tito comprendió que había equivocado la estrategia. Su desprecio a un hermano que desde que nació no había hecho más que su capricho, que estaba completamente malcriado y que era incapaz del más mínimo de los esfuerzos, resultaba demasiado irritante para un Tito que no hacía sino seguir a su padre en todo cuanto éste emprendía. Ahora, ahora que lo podían conseguir todo para la familia, Domiciano, como siempre, se interponía en el camino. Pero Tito se contuvo.

—Padre, el tío Sabino se ocupará de protegerle. Por todos los dioses, padre, puedes ser el próximo emperador de Roma y Roma necesita un líder capaz, o los germanos, los dacios, los partos, los mismos judíos, todos, se lanzarán contra nosotros y no quedará nada. Despedazarán el Imperio como buitres hambrientos. Padre, debes alzarte contra Otón lo antes posible y luego, si es preciso, contra el mismísimo Vitelio y sus legiones del Rin. El oráculo ha sido totalmente positivo.

Vespasiano no dijo nada, dio media vuelta y reemprendió la marcha. Lo del oráculo era cierto y lo de que Sabino protegería a Domiciano también. Quizá Tito tuviera razón. También tenía claro que si dejaba a éste a cargo del asedio de Jerusalén, la capital de los judíos, más tarde o más temprano caería en sus manos. Su cabeza era un puro tumulto de ideas, por eso pasó por delante de Trajano y el resto de oficiales sin siquiera saludar. Fue Tito el que se detuvo junto a ellos y les informó de lo acontecido.

—El oráculo ha sido positivo —dijo, y les dejó enseguida para seguir a su padre.

Los sacerdotes se quedaron a solas. Basílides volvió a revolver con el cuchillo en las entrañas del animal sacrificado. El olor a sangre era intenso; era un olor al que estaban acostumbrados. El sacerdote zelote miró por encima del hombro de Basílides. Uno de los dos ríñones del animal estaba completamente corrupto; aquello era muy extraño, de hecho, no lo había visto nunca antes. Miró a Basílides con el interrogante en su faz. Basílides respondió en voz baja, un susurro en lo alto de la montaña sagrada.

—Los ríñones. Dos órganos que deben ser siempre iguales.

—¿Qué quiere decir? —preguntó el sacerdote zelote cada vez más curioso. Basílides no pudo evitar saborear saberse más experto, más veterano, más lúcido que su joven colega. Se deleitó al proporcionarle una lenta y detallada explicación. La explicación que se hace a quien no sabe. Peor: a quien no aprende.

—El corazón está bien, los intestinos, los pulmones, todo lo vital está bien; el oráculo que le hemos hecho es cierto: ese romano, Vespasiano, triunfará en lo que se proponga, pero… —alargó la pausa mientras el zelote le miraba con los ojos bien abiertos y el tercer sacerdote, el más joven, se quedaba con la boca abierta—, pero ¿no tiene acaso el general romano dos hijos? —Por la cara de sorpresa que pusieron ambos colegas, era obvio que no estaban informados al respecto; sólo debían de conocer a Tito, el hijo con el que Vespasiano se movía por toda judea, pero desconocían que hubiera otro. Basílides tenía que explicárselo todo, como a los niños—. Vespasiano tiene un hijo mayor, Tito, aquí en Judea, y otro menor, Domiciano, que está en Roma. Estos ríñones representan a sus vástagos, sin duda, y uno de los dos está completamente corrompido.

—¿Cuál? —insistió el sacerdote zelote buscando saber más. Si el corrupto fuera Tito, quizá éste se revolviera contra su padre durante la guerra y la victoria judía aún fuera posible. Basílides comprendió que ése y no otro era el sentido de aquella pregunta.

—Eso no nos lo dicen las visceras —respondió al fin el veterano sacerdote—. Cuál de sus dos hijos es el que está completamente corrompido es algo que Vespasiano tendrá que averiguar por sí mismo.

El sacerdote zelote se separó del altar. Era evidente su contrariedad porque las visceras no desvelaran ese punto en su predicción, pero entonces otra duda brotó en su cabeza. Se detuvo y miró a Basílides.

—¿Por qué no le has dicho nada de todo eso al romano?

Basílides sonrió.

—No lo ha visto y no lo ha preguntado. En este mundo hay que aprender a observar primero y hacer las preguntas adecuadas después. Quien yerra en cualquiera de estos dos puntos está condenado al sufrimiento propio y el de toda su familia. Eso también es una predicción —hubo un instante de silencio y un lento suspiro del sacerdote—, y Dios sabe que nunca me equivoco. Nunca.

Los asesinos del emperador
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