UNA COPA DE VINO DULCE

Pasillos de la Domus Flavia

Instantes antes de que la emperatriz abra el pasadizo

El Imperator Caesar Domitianus, Dominus et Deus caminaba despacio, como si arrastrara todos sus nombres y títulos; avanzaba con la lentitud del esfuerzo de sobrellevar sobre sus hombros su larga retahila de crímenes, pero, al mismo tiempo, daba los pasos con la máxima premura que podía, pues estaba ansioso por leer los nombres de la nueva lista de Estéfano.

Todos querían matarle. Estaba seguro de que esta vez no sólo habría senadores implicados, sino legati, libertos de palacio, quizá el propio Partenio y hasta puede que algún esclavo. Estaba pensando en dejar que Norbano hiciera interrogatorios con total libertad a todos los que trabajaban en palacio; sus métodos eran brutales pero eran más necesarios que nunca. Y también tenía que resolver la sustitución de Petronio Segundo, al que percibía cada día más distante. Sí, habría que reemplazarlo. Casperio era la opción más segura y contaba con la recomendación de Norbano. Una vez reemplazado ya se ocuparía de Petronio, cuando estuviera fuera de Roma, como en tantas otras ocasiones. Eliminados Petronio, Partenio y los senadores de la nueva conjura, todo estaría más controlado, aunque quedaría el asunto siempre delicado de los legati de las fronteras del Imperio, en particular, el espinoso asunto de Trajano. No tendría que haber permitido que aquel hispano concentrara tanto poder; era demasiado popular entre las legiones, y eso que no había conseguido ninguna victoria militar de renombre, como Agrícola. Domiciano no entendía bien el extraño aprecio de las legiones del Rin por su gobernador; para él era un fenómeno tan extraño como incómodo. Debería haberlo ejecutado el mismo día que ayudó a Manió en la arena, aquel día en Alba Longa. Pero ahora debía seguir la secuencia adecuada para asegurar su poder: postergado el desagradable tema de su sucesión dentro la dinastía Flavia, de forma brusca pero tajante, debía ocuparse de eliminar a sus enemigos en Roma y luego a los disidentes potenciales dentro del complejo entramado del ejército. Primero los senadores; luego Trajano y Nigrino y otros si era necesario.

Tito Flavio Domiciano entró en su cámara seguido de cerca por Estéfano. Fue entonces cuando se dio cuenta de que apenas había mirado los espejos de las columnas. Echó entonces una rápida mirada y observó que Estéfano, con su brazo vendado —qué torpe era aquel liberto en su forma de andar— le seguía de cerca con los ojos fijos en el suelo. Pese a su torpeza, quizá Estéfano se probara aquella jornada un buen sustituto de Caro Mecio o Lucio Valerio: necesitaba un buen delator que los reemplazara. Domiciano retornó a sus pensamientos. Alrededor les arropaba el ruido rítmico de las sandalias de los pretorianos de la escolta.

El emperador se sentó en el solium frente a la mesa de su cámara. Estéfano frunció el ceño mientras le daba el papiro con los nombres de los conjurados. Le molestaba el elevado respaldo del solium, pues protegía la espalda del emperador y dificultaría dar la puñalada con fuerza. Era un detalle en el que no habían pensado. Ahora aquella minucia parecía un problema de dimensiones catastróficas, pero no había marcha atrás, no después de que el emperador leyera el primer nombre de la lista.

—Pondremos primero mi propio nombre —le había dicho Partenio cuando le entregó el papiro—; el emperador sospecha de mí hace tiempo y ver mi nombre entre los posibles nuevos conjurados le hará sentir que acaba de conseguir una gran victoria. Tendrás que aprovechar el instante en que el emperador saborea el hecho de ver confirmadas sus peores intuiciones para dar el golpe, Estéfano. Ese debe ser el momento.

Pero entonces entraron dos esclavos que llevaban una copa de bronce y una jarra del mismo metal que contenía vino endulzado al máximo con raspaduras de plomo, el mismo material que recubría el bronce de la copa y la jarra para evitar el peligroso efecto del cardenillo. El emperador dejó el papiro que había cogido y lo depositó de nuevo en la mesa mientras tomaba la copa de la mano de un esclavo y la sostenía para que el otro escanciara un buen chorro de aquel dulce licor. El emperador bebió con gusto mientras los esclavos desaparecían. Estéfano aprovechó la circunstancia para posicionarse ligeramente detrás del emperador e ir quitándose la venda de su brazo, pero a Domiciano no se le escapaba nada y se giró.

—Está demasiado prieta, Dominus et Deus —dijo Estéfano intentando controlar el sudor que estaba a punto de aflorar por su frente. Domiciano asintió, no dijo nada, dejó de mirarle, echó un nuevo trago de vino endulzado hasta apurar la copa. Dejó el vaso en la mesa y tomó el papiro. Estéfano siguió desenrollando la venda y la punta de la empuñadura de la daga que Partenio le había dado apareció desafiante con su rojo rubí brillando a la luz de aquel mediodía del 18 de septiembre, del año 850 ab urbe condita, que se introducía en la cámara imperial a través de una gran ventana en lo alto de la pared lateral.

—¡Lo sabía, lo sabía, por Minerva lo sabía! —exclamó el emperador, que acababa de leer el nombre de Partenio encabezando la lista de los nuevos conjurados. No se giró de nuevo, sino habría visto que Estéfano sostenía una daga en su mano derecha y se acercaba muy despacio hacia su espalda.

Los asesinos del emperador
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