BUENAS Y MALAS NOTICIAS

His eius saevitiis ac máxime iniuria verborum, qua scortum vocari dolebat, accensus Antonius, curans Germaniam superiorem, imperium corripuit.

[Indignado por la depravación (de Domiciano) y por encima de todo por haber sido insultado por el César, que lo llamó prostituta, Antonio (Saturnino), gobernador de Germania Superior, se autoproclamó emperador.]

AURELIUS Víctor, Epitome de Caesaribus, 10

Domus Flavia, Roma, 88 d. C.

Partenio esperó a que el emperador regresara a su cámara desde el Aula Regia. Las noticias que tenía no eran para exponer en público. Las había buenas y las había nada buenas. Era mejor presentar todo aquello al emperador en privado. Los pretorianos se apartaron ante la llegada del consejero imperial y Partenio entró en la habitación del emperador, sentado para descansar. Domiciano estaba aburrido de todas las quejas que había tenido que escuchar de enviados de muchas de las provincias de las fronteras del Imperio.

—Todos vienen a quejarse, Partenio —le saludó el emperador sin ocultar su hastío—. Ni los legati de las fronteras ni tú ni ninguno de los otros consejeros parecéis hacer nada bien vuestro trabajo. Si esto sigue así tendré que ir yo mismo a resolverlo todo. Yo mismo. Es como si sólo yo valiera para detener a los bárbaros.

Se rió. Partenio, con el semblante serio, se limitó a asentir. No era momento de contradecir al emperador. En realidad, nunca era buen momento para una torpeza semejante, pero la información que poseía tenía que presentarla sin falta y sin omitir detalle.

—Tu presencia aquí augura que tienes noticias del frente del Danubio. Estoy pensando que estoy harto de que tú te enteres de todo antes que yo. Creo que voy a ordenar que eso cambie. No veo por qué has de recibir a correos imperiales antes que yo.

—Es sólo para evitar aburrir al emperador con noticias intrascendentes, pero, por supuesto, el emperador sabe lo que es mejor…

—Por supuesto que sé lo que es mejor —dijo Domiciano golpeando la mesa que tenía delante con su puño cerrado—. Por supuesto que lo sé. ¿Por qué los mensajeros que has debido de recibir esta mañana no han acudido directamente al Aula Regia?

—Porque hay buenas y malas noticias, César.

Domiciano suspiró. A veces se preguntaba por qué no apartaba de su lado a aquel impertinente de una vez por todas, pero luego, más tranquilo, se decía que era un buen gestor del Imperio y que fue útil a su padre. Domiciano siempre evitaba pensar en su hermano y su reinado. Era como si su recuerdo hubiera sido borrado por completo, como si no hubiera existido nunca.

—Empieza por las buenas.

Partenio asintió.

—Los dacios han sido derrotados al norte del Danubio y se han refugiado en la ciudad de Tapae, que está siendo asediada por nuestras tropas —explicó el consejero omitiendo de forma consciente el nombre de Tetio Juliano.

Hacía tiempo que había aprendido que era mejor no pronunciar con frecuencia innecesaria el nombre de los legati victoriosos ante la siempre suspicaz persona del emperador de Roma.

Domiciano se levantó exultante.

—¿Ves, ves como había que contraatacar? Sabía que los dacios no podrían resistir permanentemente. Los dacios no podrían y no han podido. Buenas noticias, en efecto y yo aquí sin vino con el que celebrar. —Miró a un esclavo que se desvaneció como una centella en busca de lo que demandaba el emperador—. ¡Vino, vino dulce, malditos imbéciles! ¡Vino!

Partenio esperó prudentemente a que el esclavo regresara acompañado de otros dos más que pusieron una hermosa copa de bronce frente al emperador y la llenaron de vino bien endulzado, mucho más de lo normal, para que estuviera al gusto de su ya muy viciado paladar, que lo necesitaba todo o muy dulce o muy salado.

—¿Y cuáles son las malas noticias, Partenio? —preguntó el emperador en cuanto hubo saciado su sed.

Partenio engulló saliva un par de veces antes de hablar.

—Se trata de Saturnino.

Domiciano frunció el ceño. Su memoria era cada vez peor y le dolía la cabeza. Echó un trago más de vino.

—El gobernador de Germania Superior, César. Le acusasteis de dejarse poseer por otros hombres en una cena en palacio… Scortum, lo llamasteis scortum…

—Ah, sí. Ese afeminado —dijo Domiciano con una sonrisa—. Me acuerdo. Un imbécil, un blando que se atrevió a mirarme con insolencia cuando sólo hice una broma. Ese inútil nunca ha hecho un buen servicio en ningún lado. ¿Qué ocurre ahora con él? ¿Quiere refuerzos, se queja de los suministros, quiere un novio que le siga dando? —Domiciano soltó una carcajada, divertido por su ocurrencia.

Partenio sonrió e incluso forzó una risa tenue para acompañar al emperador que, de pronto, dejó de reír y le miró fijamente con seriedad.

—¿Qué ha hecho?

Domiciano sabía en su interior que Partenio no le estaría molestando por ninguna de las simplezas por las que había preguntado y temía, con agudeza, lo peor.

—Saturnino se ha rebelado contra el Imperio, César, y con el apoyo incondicional de las legiones XIV Gemina y la XXI Rapax se ha autoproclamado César y emperador de Roma —contó, y espiró el poco aire que estaba aún por salir de sus pulmones contraídos por los nervios. Lo peor ya estaba dicho.

—César, ¿eh? ¿Con sólo dos legiones? No me parece a mí mucho emperador con sólo dos legiones.

Partenio suspiró. Quizá, pensándolo bien, aún no había dicho lo peor. Domiciano comprendió que había más. Levantó la mano para que su consejero esperara. Alzó su copa y le sirvieron más vino. Bebió todo. Volvió a mirar a Partenio y asintió. El consejero prosiguió con su terrible informe.

—Saturnino se ha aliado con los germanos, con los catos al norte del Rin, y éstos le han prometido fidelidad. Puede reunir un enorme ejército encabezado por sus dos legiones que estará respaldado por decenas de miles de bárbaros del norte del Rin. Es un asunto serio, César.

Tito Flavio Domiciano dejó la copa sobre la mesa y suspiró. Partenio esperaba atento cualquier gesto, cualquier palabra. El emperador podía estar más o menos cuerdo, pero no era un estúpido. Domiciano inspiró y volvió exhalar aire con profundidad. Partenio sabía que estaba pensando, pensando como no lo había hecho en muchísimo tiempo. Eso estaba bien, para variar, eso estaba bien, porque el Imperio empezaba a desmembrarse en pedazos y todo, absolutamente todo, podía perderse. Partenio no aspiraba ya a mucho, sólo a unos últimos años tranquilos en alguna pequeña domus entre las tumultuosas calles de Roma, pero si todo se venía abajo ya no habría nada de eso. No, no era mucho, pero era su aspiración: el amor no lo había conocido y tampoco había tenido hijos. Sólo un poco de tranquilidad al final de su vida, sólo eso, pero para conseguir esa pequeña recompensa hacía falta un Imperio en paz. Se hacía viejo. Se empezaba a sentir viejo. El emperador volvió a hablar.

—¿De cuántas legiones disponemos para detener a Saturnino y los germanos?

—Tenemos las dos legiones de Germania Inferior, dos más entre Raetia y Noricum; podríamos llevar más tropas desde Roma y cohortes pretorianas, pero todo eso puede ser insuficiente dependiendo del número de catos y germanos que se alien con Saturnino. Necesitamos las legiones del Danubio: las de Panonia, las de Moesia y las que asedian Tapae. Sin éstas el emperador podría ser derrotado en el Rin y Saturnino podría llegar a las puertas de Roma con su ejército en menos de un mes.

Domiciano escuchaba en silencio. Cuando el consejero calló, el emperador se levantó y paseó por la habitación con las manos a la espalda. Se detuvo y miró a Partenio.

—Pero para usar las legiones del Danubio…

Partenio se atrevió a completar la frase del emperador.

—Hay que pactar una paz con el rey de la Dacia. Sí, César.

Domiciano apretó los labios y volvió a pasear de un lado a otro de la habitación. Volvió a detenerse.

—Es eso o la posibilidad de que Saturnino nos derrote —dijo. Partenio asintió, pero el emperador no parecía satisfecho—. Tiene que haber más tropas en algún otro sitio. Ya sé que las de Oriente están demasiado lejos, además de que las necesitamos allí para contener a los partos, pero ¿y las tropas de Hispania?

Partenio asintió a la vez que respondía.

—He pensado en ello, César, pero están en Legio, al noroeste de Hispania, muy lejos, y se trata sólo de una legión.

—Una legión puede ser importante tal y como están las cosas —apuntó el emperador.

A Partenio, en el fondo, le alegraba ver al emperador tan centrado en el gobierno, por una vez en mucho tiempo. Por un momento, el pérfido episodio de la muerte de Tito quedó enterrado por los tumultuosos acontecimientos del presente y Partenio recuperó la sensación confortable de hablar con un hijo de Vespasiano.

—Eso es cierto, César —aceptó Partenio—. Una legión más puede ser muy útil. Puedo enviar mensajeros a Hispania con órdenes de que la legión VII se presente en el Rin al servicio del emperador en el menor tiempo posible.

—Trajano está al mando de la VII —comentó Domiciano y, mirando al suelo, añadió una pregunta—: ¿Será de fiar en estas circunstancias?

—Los Trajano siempre han sido leales a la dinastía Flavia, César. Siempre.

El emperador asintió.

—Que se presente en el Rin en menos de tres semanas.

Partenio, aunque sabía que eso era una orden imposible de cumplir —entre otras cosas porque el mensajero con las órdenes ya consumiría gran parte de ese tiempo en llegar a Hispania—, asintió. Trajano tendría que defenderse solo de la ira imperial si llegaba demasiado tarde. Partenio estaba ya agotado de defender siempre a todos, y ahora había otros asuntos más urgentes. Cada uno tendría que velar por sí mismo en las próximas semanas. Pero quedaba una cuestión pendiente.

—¿Y la Dacia, César? —preguntó el consejero imperial en voz baja. El emperador volvió a sentarse.

—Supongo que debemos acordar la paz con el rey de ese país. Una paz rápida y al precio que sea. Que nuestras legiones se retiren de Tapae, que levanten el asedio, que crucen el Danubio y que se dirijan hacia Germania. Envía embajadores a la capital dacia y que se acuerden las condiciones necesarias. Si es preciso comprar con oro la paz en el Danubio, la compraremos. El oro ha fluido bien desde Hispania estos meses y tenemos algunas reservas que pueden usarse para persuadir a ese maldito Decébalo. Necesito todas las legiones para vérmelas con ese imbécil de Saturnino. Eso es lo esencial —y apretó el cuello de la copa como si retorciera el gaznate de alguien.

Los asesinos del emperador
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