LA BODA DE DOMICIA LONGINA
Roma, octubre de 68 d. C.
La hermosa Domicia había pasado del más terrible de los sufrimientos a la más absoluta de las felicidades, y se sentía culpable por ello, aunque ella no fuera culpable de nada. Casia Longina, su madre, estaba junto a ella mientras tres ornatrices se esmeraban en acicalarla apropiadamente para la boda. Una de las esclavas usaba un pequeño bastoncillo de carbón y un poco de ceniza para definir las cejas de su señora, mientras que otra seleccionaba con una espátula de plata cremas y ungüentos de un conjunto de pequeñas ánforas de alabastro, vidrio y cerámica que la madre había traído en un cofre recubierto de marfil tallado. La tercera ancila esperaba su turno con dos peines de hueso en las manos. La piel blanca y perfecta de la joven señora no precisaba de albayalde aún para iluminar su hermoso rostro. Hermoso pero triste.
—¿Por qué esa cara tan triste, Domicia? —le preguntó su madre.
Domicia miraba al suelo.
—Apenas hace año y medio que ha muerto padre y, sin embargo, estoy a punto de casarme.
—De casarte con un hombre que te quiere y a quien quieres. Por todos los dioses, Domicia —dijo la mujer llevando la mano a la barbilla de su hija para forzarla a que la mirase a los ojos—, eres una romana muy afortunada; muy pocas jóvenes pueden aunar matrimonio y felicidad. Yo la tuve con tu padre y sé lo valioso que es eso, y me siento inmensamente feliz de que puedas heredar ese sentimiento. Deja ya de sufrir. Bastantes lágrimas hemos vertido y nunca serán suficientes para calmar mi dolor. Un poco de felicidad te hará bien. Nos hará bien a las dos, a las tres —añadió pensando en su hija mayor, que había visto cómo su marido también era ejecutado por su supuesta colaboración en la conjura contra Nerón—. No quiero que llegues a la ceremonia con ese rostro, ¿está claro, pequeña?
Domicia asintió, pero su cara seguía con el ceño fruncido. Su madre suspiró y se sentó a su lado. Estaban entrando un par de esclavas con el resto de aderezos para el peinado de la novia: tenacillas, más peines, cintas y hasta un pequeño brasero para calentar los calamistra, pequeños hierros que darían forma a los rizos del pelo de su joven señora, los cuales debían caer por la frente para ocultarla y así, de acuerdo a los estrictos cánones de belleza en Roma, aumentar la hermosura de la muchacha. Ante la mirada gélida de la madre, las esclavas se dieron la vuelta y dejaron a las dos patricias a solas.
—Escucha, Domicia —dijo su madre tomándole una de sus suaves manos entre las más viejas y ajadas suyas—, escúchame bien, por Júpiter: Lucio Elio Lamia Emiliano es un buen hombre, un descendiente de una de las mejores familias de Roma, es honesto y siempre ha sido un buen amigo de la familia. Además, aunque sea algo mayor que tú, se conserva muy bien y apuesto a sus treinta años, esos mismos años que le dan sentido común a su cabeza, lo cual en la Roma alocada e imprevisible en la que vivimos, esta misma Roma donde un emperador como Nerón —cerró el puño de una de sus manos y miró un instante al suelo—, que ojalá se pudra para siempre en el Hades —de nuevo cambió la voz a un tono más dulce para seguir dirigiéndose a su hija que la escuchaba atenta—, en esta Roma que intenta gobernar Galba, donde uno tras otro se rebelan los legati de todas las provincias del Imperio, esos años le dan al que va a ser tu marido una gran experiencia para saber moverse con habilidad y sobrevivir, hija, sobrevivir. Recuerda que tu padre se suicidó por orden de Nerón a cambio de que ese miserable respetara nuestras vidas, la tuya, la de tu hermana y la mía, y sé que lo hizo sobre todo por ti y por tu hermana Córbula. Domicia, yo ya he vivido la mía y he tenido sufrimiento, eso es cierto, pero también mucha felicidad contigo, con Córbula y con tu padre. Hija, tu padre se suicidó para regalarte a ti una vida entera, una vida que él querría que vivieras rodeada de felicidad. Lucio Elio puede proporcionártela en medio de la seguridad que toda patricia romana necesita. Galba está inseguro como emperador y tu futuro marido se está manejando con astucia, sin forjar una alianza decidida con él pero sin posicionarse abiertamente en su contra. Está esperando a ver cómo se desarrollan los acontecimientos. Galba es mayor. Roma vivirá años extraños, pero al final habrá un nuevo emperador y será con él con el que tendremos que congraciarnos todos. Tu marido sabrá hacer eso bien. Entretanto, tú sólo tienes que ocuparte de hacerle feliz a él, a tu esposo, en su gran domus, serle fiel, vigilar que los esclavos cumplan con sus obligaciones y, a poder ser, darle a él un hijo y a mí un nieto. Domicia, no mires tanto al suelo ni te sonrojes, que sé que le quieres.
La muchacha asintió.
—Así es, madre. Entonces, ¿puedo sentirme feliz?
—¡Debes sentirte feliz! —confirmó Casia Longina levantándose y mirando hacia la puerta donde las esclavas esperaban a ser reclamadas— Quiero que todos los invitados vean que Lucio Elio se casa con la más hermosa de las patricias romanas, porque además lo eres.
Se alejó un par de pasos para contemplar la figura esbelta rematada en hermosas curvas de Domicia, con brazos limpios y blancos, manos suaves y pequeñas y una cara de frente escasa, de nariz algo respingona y labios carnosos coronados por dos mejillas ligeramente sonrojadas tras la sugerencia de que debía quedarse embarazada. Lucio Elio se llevaba de veras una patricia joven y muy bella a su casa, y a su madre le costaba cederla, pero debía ser así. Era una unión perfecta que otorgaría la seguridad que la joven Domicia necesitaba. Un sacerdote de Isis le había predicho que el día elegido para la celebración era nefasto, pero Isis, a fin de cuentas, era una diosa de Oriente; otros sacerdotes de Júpiter habían dado la aprobación para la boda en ese día. Era difícil encontrar un día en el que todos los sacerdotes se pusieran de acuerdo y la madre de Domicia decidió olvidarse de aquella mala predicción y, por supuesto, no desvelar nada de aquello a su impulsiva hija, que sería capaz de retrasar la boda si llegaba a enterarse. Y es que cuanto antes tuviera lugar el matrimonio mejor. Galba intentaba controlar las rebeliones de las tropas en África y en Germania, mientras que los judíos seguían en armas en Oriente y los bátavos estaban levantándose en armas por toda la Galia. En un Imperio que se resquebrajaba, casar bien y pronto a una hija era resolver un asunto importante y reforzar a la familia en mitad de aquella vorágine de guerras que amenazaban a todo y a todos.
La madre salió de la habitación y la joven Domicia se quedó con sus pensamientos y con las dos esclavas que se esforzaban en que el velo naranja quedara bien equilibrado por todas partes sin que llegara al suelo para no dificultar luego el caminar a su joven ama en aquel día tan importante. Domicia tenía lágrimas en los ojos que procuraba no verter para no estropear todo el trabajo de las ornatrices. Era cierto que se sentía feliz. Su padre había muerto para salvarla y le había regalado una hermosa vida que se desplegaba ante ella empezando con aquel matrimonio. Y es que Domicia sentía el pálpito del amor en sus entrañas por aquel apuesto hombre que la había cortejado con paciencia desde los dieciséis años, y que incluso cuando Nerón ordenó el suicidio de su padre o la ejecución de su cuñado se mantuvo junto a ella y su madre sin importarle que el propio emperador se pudiera volver contra él. Era un valiente y Domicia sólo quería devolver ahora a Lucio Elio, con el calor de su joven cuerpo de mujer, todo el amor recibido en aquellos tristes días, los peores de su joven vida. Sí, su madre tenía razón. Tenía derecho a ser feliz. Tenía derecho a ello. Sólo había una frase, unas palabras que su padre susurrara hacía años, cuando era ella una niña de sólo siete, que la tenían intranquila. En los tiempos de la lejana campaña de Armenia, una noche en la que sus padres pensaban que ella ya dormía, Domicia les oyó hablar junto a su cama poco antes de que Corbulón partiera hacia Oriente. Su madre, como siempre, estaba ensalzando su belleza, y entonces su padre pronunció aquellas palabras que no dejaban de perseguirla en sus malos sueños y en sus días de tristeza.
—Es demasiado hermosa, demasiado hermosa. Hay que mantenerla lejos de Roma el máximo tiempo posible —dijo.
Su madre le dio la razón, y eso hicieron. A la campaña de Armenia siguió la de Partía, y su padre estaba casi siempre en el frente. De ese modo Domicia se mantuvo alejada de la tumultuosa Roma durante años, en Siria, pero ahora, a su regreso, muerto su padre, era en Roma donde había encontrado a su gran amor. Sin duda, Elio se había acercado a ella por primera vez en el foro por su gran hermosura, así que su belleza le había traído algo bueno. Pero su padre nunca decía una palabra sin causa, y su joven e inexperta mente no alcanzaba a entender por qué podría pensar de aquel modo. ¿Cómo la belleza puede conducir al sufrimiento?