EL ARIETE DE ROMA
Ciudad Vieja de Jerusalén
Mayo de 70 d. C.
En casa de Juan se habían reunido aún más cristianos. Las miradas de desamparo eran sobrecogedoras y el veterano discípulo de Jesús se afanaba en proporcionar consuelo con la serenidad de su voz, pero hacía días que se le habían acabado las palabras con sentido y todo lo que decía se le antojaba vacío. Por eso se decidió a rezar en alto. Todos le imitaron.
En el resto de la ciudad la guerra proseguía inalterable. Simón, el inmisericorde líder de los sicarios, había llegado a un pacto con Gischala para que sus terribles zelotes se unieran a los sicarios en las murallas de la Ciudad Nueva y así, luchando juntos por una vez, detener a los romanos. Juan cerraba los ojos mientras oraba. Sus palabras se centraban en Cristo y en Dios, pero sus pensamientos volaban de forma irremediable hacia el asedio sin fin que los envolvía y que amenazaba con engullirlos a todos. El odio a los romanos había unido a enemigos irreconciliables como Simón y Gischala. ¿Sería una unión permanente? ¿Conseguirían así detener a los romanos, detener esa guerra? ¿Vencer? ¿Se podía vencer a Roma? Juan había presenciado tantas rebeliones que sólo terminaban en sangre y dolor y sufrimiento para todos, en particular para los más humildes, que no pensaba que la fuerza pudiera nunca rendir a Roma, pero ahora le acuciaban otras preocupaciones más cercanas. Lamentaba no tener más comida o más agua para atender a tantos como acudían a su casa. Y de pronto, quebrantando sus pensamientos y su fe, llegó: como un temblor profundo, un estruendo largo y lento que se propagó por todos los rincones de la ciudad. Todos dejaron de rezar. Y en el silencio que los arropaba sonó un segundo impacto, igual de poderoso, igual de fuerte, igual de irremediable: uno de los arietes de Roma había impactado contra la muralla de la Ciudad Nueva. Ahora ya no había marcha atrás posible. Los romanos no cejarían hasta el final. Juan sacudió levemente la cabeza; los romanos eran así: podían negociar y negociar la rendición de una ciudad durante semanas, meses incluso, pero si uno de sus arietes chocaba contra las murallas de la misma, eso significaba que ya no había vuelta atrás. No se detendrían ya jamás. Hasta el final. Juan no quería que todos percibieran su desánimo. Simón y Gischala tampoco cederían nunca. Estaban abocados a una guerra sin cuartel hasta que sicarios y zelotes y romanos se exterminaran y, junto con ellos, se llevarían las almas de todos los habitantes de Jerusalén en una orgía de brutalidad sin sentido y sin redención. Cerró los ojos y pensó en Jesús.
—Dame fuerzas, Señor, dame fuerzas. Danos fuerzas a todos —dijo y lloró por dentro, sintiendo su miedo rasgándole las entrañas, pero sin exhibir ni una sola lágrima. Todos le miraban. Necesitaban su coraje.