UN NUEVO GOBERNADOR

Roma, junio de 70 d. C.

Partenio decidió recibir a Lucio Elio en la cámara privada, que el emperador Vespasiano había tenido a bien entregarle para su uso personal a cambio de sus servicios y su lealtad. Aún no tenía claro si iba a sufrir o no con aquel emperador, pero aquella mañana se daba cuenta de que no servía sólo a Vespasiano, sino a toda una nueva dinastía que tenía ramificaciones mejores, esperanzadoras, y otras ramas más secas, retorcidas, punzantes. Y a todas debía servir.

Lucio Elio le miraba con aire expectante. El pobre creía que recibía un premio. Partenio se encogió de hombros al tiempo que entraba en la cámara donde le esperaba su interlocutor. El consejero del emperador pasó entre los guardias pretorianos y éstos, en respuesta a una mirada suya, cerraron la puerta. Partenio se situó entonces frente a Lucio Elio.

—Ave, Lucio Elio —dijo con solemnidad.

—Ave, Partenio —respondió el aludido con seriedad.

A Lucio le extrañaba no entrevistarse directamente con el emperador si era un mensaje de Vespasiano el que le había convocado allí. Partenio pareció leer sus pensamientos.

—El emperador está hoy muy ocupado, la resistencia judía en Oriente concentra su atención, pero me ha pedido que te transmita sus deseos. Siéntate, Lucio Elio.

Señaló un solium en el centro de la sala. A Elio, como a tantos otros, les parecía impertinente la seguridad con la que aquel liberto se manejaba en los muros del palacio imperial, pero no dejaba de admirarle que aquél era uno de los pocos supervivientes de los antiguos servidores de la dinastía Julio-Claudia y ése era un pasado que a todos infundía respeto. Partenio continuó hablando de pie.

—El emperador quiere concitar el máximo apoyo del mayor número de familias nobles de Roma. Su política es de acercamiento, de consenso y no de enfrentamiento con el Senado y con todos los patricios de Roma. El Imperio necesita estar unido para afrontar los desafíos de las fronteras del norte y de Oriente, por eso está procurando que sus nombramientos de gobernadores y otros altos cargos del Estado reflejen su intención de repartir el poder entre diversas familias. Cuanto más, mejor. La cuestión es si Lucio Elio quiere formar parte de esta gran red del poder imperial o no. —Calló.

Lucio Elio comprendió que debía formular una respuesta clara, que eso y no otra cosa es lo que se esperaba de él.

—Mi deseo y el de toda mi familia es el de servir al emperador y a Roma entera.

Partenio asintió pero le corrigió.

—Basta con que sirvas al emperador. El emperador es Roma. —Lucio Elio concedió con un leve cabeceo—. Sea, entonces, si deseas participar en esta red de poder, el emperador Vespasiano, en una nueva muestra de su generosidad, está dispuesto a nombrarte gobernador de la provincia Tarraconensis, de rango imperial. ¿Aceptas?

Lucio Elio abrió bien los ojos. Una provincia imperial con una legión entera bajo su mando y grandes minas de oro en el norte. Además era un destino fácil, sin fronteras peligrosas que vigilar. Estaban los astures y los cántabros, pero el divino Augusto ya dio buena cuenta de ellos y la legión VII acantonada en el norte de la provincia era más que suficiente para controlar cualquier levantamiento. El Rin o el Danubio eran los lugares peligrosos. También ofrecían más posibilidades de épicas victorias, pero Hispania ofrecía seguridad y podría llevarse consigo a Domicia a Tarraco y disfrutar de una vida de lujo como gobernador de aquella rica y pacífica provincia. Lucio lo tuvo claro.

—En efecto, el emperador me abruma con su generosidad. Para mí será un honor servir como gobernador de esa provincia de Hispania.

—Bien, bien, sea, perfecto entonces. Lo comunicaré al emperador esta misma noche y el nombramiento será efectivo en unos días —respondió Partenio como quien da el asunto por zanjado.

Lucio Elio, sin saber bien cuál sería la formula adecuada para despedirse de aquel consejero, se levantó, extendió su brazo derecho y saludó una vez más a Partenio, esta vez con más pasión.

—Ave.

Dio media vuelta para encarar la puerta y marcharse, pero, justo cuando estaba a un paso de la misma, la voz de Partenio volvió a resonar en la sala, en voz baja pero nítida, un apunte final, algo sin aparente importancia que resquebrajó las entrañas de Lucio Elio.

—Por supuesto —dijo Partenio—, el emperador espera que antes de partir para Hispania te divorcies de Domicia Longina.

Lucio Elio se giró despacio y fijó sus ojos en el consejero, que parecía ahora entretenido en buscar un rollo sobre una mesa repleta de documentos y mapas.

—Eso es imposible —respondió Elio con decisión—; yo… yo… quiero a mi mujer y no veo por qué…

Partenio dejó de buscar cosas en la mesa, alzó la cabeza y le interrumpió.

—Domicia Longina es la hija de un legatus que instigó una revuelta contra el último emperador de la dinastía Julio-Claudia. Lucio Elio —y aquí Partenio adoptó el tono que un padre emplea cuando intenta persuadir a un hijo adolescente sobre qué es lo correcto—, escúchame bien, Lucio Elio: Domicia Longina es de una familia que ya se rebeló contra un emperador; tu matrimonio es un dislate que nunca se debió producir. Es un matrimonio que se interpone entre tu futuro, un gran futuro al lado del emperador Vespasiano, y tú, Elio. Divorcíate y empezarás un fulgurante ascenso empezando como gobernador en Hispania. No te divorcies y no sólo perderás este nombramiento sino que, con toda seguridad, el emperador empezará a recelar de ti y de tu familia y caerás en desgracia. —Ante la mirada de angustia de Elio, Partenio intentó suavizar el mensaje, eso sí, no sin dejar de sentir cierto asco de sí mismo—. Vamos, por todos los dioses, Lucio, nadie está pidiendo que repudies a tu mujer de malas formas ni estamos planteando ninguna condena para ella. Sólo se te pide que te divorcies de forma discreta, que partas a Hispania sin ella y que, de esa forma, dejes a tu familia limpia, inmaculada, sin asomo de duda sobre la lealtad al emperador de Roma. Tu esposa tiene dinero y recursos suficientes para vivir por sí misma sin problemas. —Bajó aún más la voz, como si hablara de lejanos recuerdos de un pasado lejano—; el suicidio de su padre le garantizó eso. —Calló un momento; levantó al mirada y habló con más decisión—. No será molestada. Lo importante es que el emperador no quiere que la familia del antiguo general Corbulón, que en algún momento de locura quizá anheló para sí la toga imperial, pueda crecer en poder. El nombramiento que te ofrecemos sólo redunda en beneficio tuyo, de Roma y del emperador, y el perjuicio para tu esposa es nulo. Domicia es joven y con dinero. Puede encontrar pronto otro marido, otro enlace más modesto que no genere la preocupación del emperador. Y todos, así, podremos seguir viviendo con tranquilidad. Créeme, Lucio Elio, te hablo con la experiencia de quien lleva muchos años cerca del poder imperial: te conviene aceptar esta propuesta y te conviene hacerlo ahora mismo. No hay alternativa. O aceptas o caerás en desgracia. ¿Es eso lo que quieres? —Dejó un instante de silencio y, con la habilidad de quien ha blandido palabras punzantes con frecuencia, Partenio remató a su presa antes de que pudiera revolverse—. He de llevar una respuesta clara al emperador ahora mismo, en cuanto salgas por esa puerta, y Vespasiano no entiende respuestas ambiguas. ¿Aceptas, Lucio Elio, el nombramiento como gobernador de la provincia imperial Tarraconensis o prefieres que le diga al emperador que desprecias su generosidad y que prefieres seguir aliado con una familia de tan dudosa lealtad imperial? ¿Aceptas o no? Dame sólo una palabra como respuesta.

Lucio Elio estaba sudando de pies a cabeza. No parecía que hiciera calor allí dentro, pero el sudor le resbalaba profusamente por la frente, por los brazos y por las piernas casi a chorros. Él quería, amaba a Domicia Longina, y lo último que había pensado aquella mañana es que se le fuera a exigir que la abandonara. Pero negarse implicaba que caería en desgracia y tampoco podría proteger entonces a su esposa sin poder e influencia sobre el emperador de Roma. Lucio Elio se pasó una mano por la frente en un fútil intento por secarse algo de sudor, pero nuevas gotas brotaban como por arte de magia, incontenibles, irrefrenables. Le costaba respirar.

—¿Aceptas, Lucio Elio?

Aquel maldito consejero parecía inmisericorde, inclemente. Necesitaba tiempo, necesitaba pensar con tiento y no se le concedía ni un respiro. Vio con el rabillo del ojo cómo Partenio se acercaba a la puerta de la sala y la golpeaba con sus nudillos. Las hojas de madera remachada en bronce se abrieron y los pretorianos asomaron intrigados.

—Debéis llevar de inmediato un mensaje al emperador —dijo Partenio mirando a los guardias. Éstos se situaron frente a él atentos; Partenio se volvió entonces hacia Lucio Elio—. Veo, pues, con tristeza, que no aceptas, Elio; esto será en consecuencia lo que haré llegar al emperador…

En ese momento, Lucio Elio saltó y pronunció su respuesta como quien escupe odio por la boca.

—Acepto, maldita sea, acepto, por todos los dioses, acepto ese nombramiento. —Y alzó su brazo extendido, se puso firme como un legionario, dio media vuelta y, pasando entre los pretorianos, se alejó de la sala. Uno de los guardias preguntó entonces a Partenio, que no dejaba de mirar cómo Lucio Elio se alejaba, acerca de lo que debían decir al emperador.

—¿Qué mensaje debemos llevar al emperador, consejero?

—¿Mensaje? —Partenio estaba distraído—. No, no debéis llevar ningún mensaje. Yo mismo hablaré con el emperador más tarde. Ahora dejadme trabajar.

Regresó hacia la mesa a buscar una vez más un rollo mientras escuchaba cómo los pretorianos, confundidos, cerraban la puerta de su cámara. Encontró entonces al fin el papiro que buscaba: el nombramiento de Lucio Elio como gobernador de la provincia Tarraconensis. Ahora sólo faltaba la firma del emperador, pero Vespasiano firmaría como firmaba tantas otras cosas que sugería Antonia Cenis. Además no era un mal nombramiento, no era una mala alianza para los Flavios, pero el rencor sembrado aquella mañana, algún día, quizá aún distante, germinaría. De eso estaba convencido Partenio. Lo que no sabía intuir, pese a su dilatada experiencia, era en qué forma la vida devolvería aquella ruindad a los Flavios. El sólo era un espectador. ¿Y una herramienta? Quizá también, pero, si no cooperaba con Domiciano, el hijo menor del emperador habría encontrado a otro para aquel trabajo sucio. Siempre había gente dispuesta para la injusticia, siempre; en eso tenía razón Antonia Cenis. El, sin embargo, si alguna vez los acontecimientos del mundo se aproximaban hacia la virtud y el honor y la recompensa para aquellos hombres de mérito auténtico, no se opondría a esos nuevos vientos, como harían otros. De hecho preferiría que así fuera el mundo, pero no lo era. No lo era en absoluto. El era un superviviente y un superviviente sólo se ponía de perfil y dejaba que Eolo soplara a sus anchas.

Los asesinos del emperador
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