UN MENSAJE PARA EL EMPERADOR

Roma, final del verano de 70 d. C.

Jerusalén cayó en septiembre. Vespasiano sostenía en su mano la última carta de su hijo Tito donde le relataba el final del asedio: un informe detallado en lo militar, escrupuloso en los datos, pero que dejaba vacíos en cuanto a los sentimientos experimentados por el autor del mensaje. Hasta los oídos de Vespasiano, allí, en medio de la Domus Aurea, llegaban los gritos de júbilo del pueblo de Roma, que no cesaba de aclamar al hijo del emperador, a Tito, por haber dado fin a la larga guerra de Judea y haber rendido la indomable ciudad de Jerusalén. Esa era, sin duda, la gran victoria que Vespasiano necesitaba para fundar una nueva dinastía. Sin embargo, el rumor de que Tito pudiera querer alzarse ahora como emperador, aprovechando su tremenda popularidad ante el pueblo y el Senado de Roma, emponzoñaba en el paladar de Vespasiano aquella anhelada victoria. Volvió a leer por enésima vez parte de la carta que Tito le había remitido desde Oriente.

Tuvimos que luchar en el patio del Templo palmo a palmo. Los judíos no se dieron por vencidos en momento alguno. Los zelotes de Gischala acumulaban madera, muebles, cualquier objeto combustible en improvisadas barricadas que oponían a nuestro avance. Cuando la infantería se acercaba a las mismas, les prendían fuego y el incendio nos obligaba a retroceder. De acuerdo con el consejo de los legati, no luché en primera línea de combate hasta que, como en ocasiones anteriores, tuve que intervenir con la caballería para evitar que nuestras líneas fueran completamente desbordadas por la locura de los judíos. Avanzamos así, cada día, unos pasos dentro del gran patio porticado. Empleamos los arietes una vez más, pero el tamaño ciclópeo de las piedras del Templo hizo que su trabajo fuera inútil. De nuevo tuvimos que recurrir al combate cuerpo a cuerpo. Al final del mes de agosto conseguimos el control de todo el patio exterior del Templo, mientras que los últimos zelotes se refugiaron en el patio interior. Fue entonces cuando se desató el mayor de los incendios. No sé si fué obra de los legionarios de la primera línea o de los propios judíos. Ordené que se establecieran largas filas de legionarios que debían portar cubos de agua para intentar frenar el avance de las llamas, pero la confusión era absoluta y el Gran Templo de Jerusalén ardió hasta los cimientos, aunque conseguimos salvar el gran tesoro de los judíos: miles de libras de oro y plata y piedras preciosas y joyas de todo tipo, padre, un tesoro digno de un emperador de Roma. Del Templo no queda ya nada, sólo un pequeño lienzo de uno de sus grandes muros. Los legionarios querían derribarlo pero he ordenado que no lo toquen: quiero que quede en pie, para que los judíos recuerden siempre lo que tuvieron y lo que, conducidos por su obstinada rebeldía, han perdido para siempre. Quiero que vean esas pocas piedras en pie y se lamenten eternamente. [14] A veces pienso que ellos mismos incendiaron el Templo para quemar el tesoro antes de que nos apoderáramos de él, pero si ésa fue su intención han fracasado por completo.

Permití que los legionarios se dedicaran al pillaje y hubo muchas ejecuciones en los aledaños del Templo. La resistencia se trasladó entonces a la Ciudad Alta, dominada aún por los sicarios de Simón y donde se refugiaron muchos de los hombres liderados aún por Gischala. Toda la Ciudad Nueva, el Templo, la fortaleza Antonia y la Ciudad Vieja estaban en nuestro poder, así que teníamos completamente rodeados a los judíos de la Ciudad Alta. Simón y Gischala, por fin, después de cinco meses de asedio, enviaron mensajeros para pactar una rendición. Como imaginarás, llegados a este punto me negué a entrar en negociación alguna. Tardamos dieciocho días más en levantar nuevas rampas desde la Ciudad Vieja para atacar los muros del Ciudad Alta. Esperaba nuevamente la acostumbrada resistencia de sicarios y zelotes, pero parece que incluso entre ellos existe el agotamiento. En cuanto las primeras cohortes ascendieron por las nuevas rampas para alcanzar la brecha que habían abierto una vez más los arietes, tanto zelotes como sicarios empezaron a huir de la Ciudad Alta sin apenas luchar. Detuvimos a gran número de ellos, entre ellos, a los mismísimos Simón y Gischala, pero un grupo de varios centenares de sicarios, según creo, se abrió paso por el sector occidental, superó nuestro propio muro de contención y escapó en dirección a las fortalezas de Herodión, Maqueronte y Masada, que son ya los últimos reductos de resistencia judía en toda la región. Era septiembre y, por fin, padre, toda Jerusalén estaba bajo nuestro control.

Recompensé luego a todos aquellos legionarios y oficiales que se habían destacado por su valor y constancia en la lucha y ascendí a muchos de ellos a su grado superior dentro de cada legión. Muchos fueron los premiados. He de destacar la labor de Marco Ulpio Trajano por su tenacidad durante todo este largo asedio. Al final, seleccioné un buen número de bueyes y los sacrifiqué a los dioses en señal de agradecimiento por su ayuda y luego repartí toda la carne entre la tropa para que celebraran un banquete.

Vespasiano dejó el pergamino que había usado su hijo para relatarle la caída de Jerusalén sobre la amplia mesa que tenía enfrente y se levantó para pasear con tranquilidad por los jardines que aún quedaban en pie en la Domus Aurea. Los vítores del pueblo llegaban por todas partes. Todo marchaba perfectamente. Incluso se había conseguido reprimir la rebelión de Civilis en el norte con las legiones que había enviado a Germania Inferior bajo el mando de Petilio Cerial. Todo el Imperio parecía estar bajo su control. Entonces…, ¿por qué no era feliz? ¿Tanto le preocupaban aquellos rumores sobre una supuesta rebelión de Tito? Tenía, siempre había tenido, plena confianza en su hijo mayor. ¿Por qué dudar ahora de él? Además, en el peor de los casos, disponía de numerosas legiones tras la victoria sobre los bátavos. Detuvo su pensamiento.

Volvió atrás. No; no disponía de ellas. Estas legiones deberían quedarse en Germania un tiempo para asegurar el norte de la Galia, Germania Inferior y Superior y todo el resto de la frontera del Rin. No. Era un emperador cuyas legiones estaban divididas, unas en el norte, sin poder retornar, y otras, victoriosas en Oriente, al mando de su hijo mayor. Sí, así era. Dependía por completo de la lealtad de su primogénito.

Antonia Cenis había estado buscando al emperador por todo el palacio. Quería felicitar a Vespasiano y, al fin, lo encontró en los jardines, pero, nada más abrazarlo y sentir el frío gesto del emperador, comprendió que algo no iba bien.

—¿Qué te preocupa? —preguntó Antonia con voz suave.

Vespasiano detuvo su paseo y se sentó en un gran banco de piedra del jardín. Era una mañana calurosa en aquel final del verano, pero se estaba bien allí, bajo la sombra de los árboles, con el frescor de las plantas que les rodeaban. Nerón no supo gobernar, pero sabía hacer confortable un palacio. Lástima que estuviera en ruinas por los incendios de la guerra civil.

—Quedan núcleos de resistencia en tres fortalezas en Judea, en Masada, Herodión y otra que ahora no recuerdo el nombre —respondió al fin el emperador. Antonia Cenis parpadeó un par de veces y mantuvo su faz seria. Conocía demasiado bien a Vespasiano para dejarse engañar.

—Si quieres mentir a los libertos de tu consilium o a los senadores o a los legati de tus legiones, adelante, pero no lo hagas conmigo. Prefiero tu silencio a tus mentiras.

Vespasiano no pudo evitar sonreír ante la perenne sagacidad de Antonia, pero no añadió nada. Domiciano llegó entonces a aquel remoto rincón del jardín seguido por un grupo de pretorianos que custodiaban al emperador. Vespasiano había ordenado que sólo Antonia Cenis se podía aproximar a él sola y sin guardia. Cualquier otro, desde un consejero hasta su propio hijo menor, debían venir vigilados por la guardia. La cautela siempre era buena consejera. Eso pensaba el emperador.

—Por fin encuentro a mi padre, al emperador del mundo —dijo Domiciano con tono desenfadado—. El pueblo entero está disfrutando de la gran noticia, que al fin ha sido confirmada oficialmente, por lo que veo. —Miró fugazmente la carta que el emperador acababa de dejar sobre aquella gran mesa del jardín; era fácil reconocer el caro pergamino que su hermano mayor gustaba de emplear en los despachos con su padre—. Ahora ya no estamos con rumores, ¿verdad? Por todos los dioses, no sólo se han rendido los bátavos en el norte, sino que mi valeroso hermano ha conquistado Jerusalén.

—Así es —respondió el emperador con cierta distancia; intuía a qué había venido Domiciano y le temía.

Vespasiano se sentía algo cansado después de la larga guerra de Judea, de la denodada resistencia judía, de los problemas en Egipto, de las rebeliones en el norte y de toda aquella maldita guerra civil. Quería un poco de paz. Un poco de paz dentro y fuera del palacio imperial. Pero los judíos seguían resistiendo en Herodión, Maqueronte y Masada, y allí, más cerca, en la mismísima Domus Aurea, Domiciano seguía con su lengua afilada preparada para atacar.

—Te felicito de corazón, augusto padre, Imperator de Roma, del mundo. La ciudad está a tus pies y felicito también a mi glorioso hermano, el César Tito, a quien todos aclaman como el gran conquistador en el que se ha transformado. Toda Roma le aclama, todo el pueblo, muchos senadores y todas las legiones de Oriente, que según he oído en el foro han desfilado en un gran triunfo en Egipto ante él y le han jurado fidelidad para siempre. De hecho he oído que mi hermano Tito ha sacado a la luz tanto oro de las entrañas del Gran Templo de los judíos que hasta el precio del oro ha bajado a la mitad en todo Oriente. Alguien así es realmente poderoso, padre.

Domiciano percibió cómo su padre tensaba las facciones de su cara: quizá su hermano no había hecho mención en sus cartas al gran desfile triunfal de Egipto o quizá lo de la bajada del precio del oro en Siria, que daba muestra de la cantidad de riqueza de la que Tito disponía, era desconocido para el emperador.

—Hoy es, sin duda, un gran día, padre. Sólo quería felicitarte. Te dejo para que disfrutes en la intimidad de esta gran victoria de tu hijo mayor. —Domiciano, con una amplia sonrisa, en apariencia sincera, se retiró no sin antes inclinarse de forma exagerada ante su padre. Dio media vuelta y marchó, pero no se cansó de repetir en voz alta parte de lo que acababa de decir—: Todas las legiones de Oriente le aclaman, todo el pueblo, toda Roma. Un gran día, por todos los dioses, un gran día.

Antonia Cenis vio el semblante serio de Vespasiano y comprendió lo que realmente le preocupaba. Ella, como todos en palacio, habían oído los rumores que corrían por el foro: Tito había triunfado donde el padre no lo había conseguido; el hijo del emperador había doblegado por completo a los judíos apoderándose de una de las mayores ciudades del mundo, Jerusalén, donde se había hecho con los infinitos tesoros del Gran Templo; una lección que los judíos nunca olvidarían. Pero, en lugar de venir de inmediato a Roma para rendir fidelidad al emperador, Tito se había quedado en Egipto, disfrutando de su gran victoria y consiguiendo el apoyo unilateral y absoluto de todas las legiones de Oriente. E, incluso, había celebrado algo muy parecido a un triunfo fuera de Roma, sin permiso ni del emperador ni del Senado. ¿Hasta dónde quería llegar Tito? Roma había visto una larga sucesión de emperadores en muy poco tiempo. ¿Por qué no iba a querer aprovechar el propio Tito aquella gran victoria para hacerse valer incluso por encima de su padre? ¿Habría una nueva guerra civil, esta vez entre padre e hijo?

—Es sangre de tu sangre —dijo Antonia—. Eso es lo que realmente te preocupa, no Masada o Hero… como quiera que se llamen esas ciudades. Pero déjame decirte de nuevo que Tito es sangre de tu sangre. Nunca se rebelará contra su padre. Nunca. Con que la mitad de lo que me has contado todos estos meses sobre él fuera cierta, esa rebelión es imposible.

Vespasiano miró con una mezcla de ternura y agradecimiento a Antonia y asintió despacio. El también era de ese parecer, pero Tito alargaba demasiado su ausencia de Roma una vez conseguida la gran victoria de Jerusalén. Y las celebraciones de Egipto, fueran ciertas o no, no hacían sino alimentar los rumores promovidos por aquellos senadores que buscaban cualquier cosa para evitar la consolidación del nuevo poder, de su poder. ¿Se alzaría Tito contra él? Podría hacerlo. Podría hacerlo; él también, como Antonia, lo consideraba improbable, pero el poder y al gloria y las victorias absolutas transforman a los hombres, a todos. ¿Hasta dónde habría cambiado Tito?

—Domiciano también es sangre de mi sangre —respondió Vespasiano.

Antonia Cenis calló. Para ella, Tito y Domiciano eran mundos diferentes, pero no tenía pruebas con las que defender su punto de vista. Sintió no poder calmar la angustia del emperador y se limitó a hacerle compañía. El sol empezaba a descender lentamente en el horizonte. Sólo las acciones de Tito y de Domiciano podrían dejar clara la naturaleza de cada uno. Entretanto sólo podían esperar.

Los asesinos del emperador
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