PETRONIO Y LA GUARDIA

18 de septiembre de 96 d. C.

Domus Flavia, Roma, hora sexta

Petronio Segundo caminaba a marchas forzadas en dirección al hipódromo. Había salido hacía una hora desde los castra praetoria al noreste de la ciudad, descendiendo hacia el corazón de la misma por el largo Vicus Patricius, pasando por debajo del gran Aqua Mareta, sin detenerse un solo instante hasta desembocar en un lateral del foro y bordear el mismo pasando junto al gran anfiteatro Flavio. En todas partes había observado cómo Norbano había intensificado los puestos de guardia redoblando el número de pretorianos presentes en los templos y edificios públicos, y más aún en las proximidades del anfiteatro Flavio, del foro y del templo dedicado al divino Claudio. Petronio apretaba los dientes con fuerza. Aún podía desvincularse de la conjura, aún tenía un mínimo margen para desenmascarar el intento de Partenio y sus hombres desesperados, pero, incluso si así ayudaba a detener aquel ataque, el emperador desconfiaría siempre de él: «¿Por qué tardaste tantos días en hablar?», le preguntaría Domiciano, y él no tendría ninguna buena respuesta que dar más allá de admitir que temía hacía tiempo por su propia vida y por eso llegó a pensar que era una buena idea que la conjura triunfase. No, no tenía ya ningún margen para dar marcha atrás.

Una vez en palacio evitó cruzar por el Aula Regia, donde el emperador estaba de audiencia con embajadores del norte junto al siempre vigilante Norbano. Así Petronio, sin que ninguno de los controles de guardia pretoriana osase interferir en el avance de su segundo jefe, había llegado hasta las entrañas del palacio imperial y, una vez en él, hasta el mismísimo hipódromo, allí donde todo debía empezar.

Cuando llegó al lugar comprendió que Norbano no había dejado espacio para error alguno en la protección al emperador: más de sesenta pretorianos estaban estacionados en aquel gran espacio en el interior de la Domus Flavia. Por lo poco que Partenio se había aventurado a confesarle en una de sus últimas conversaciones, los conjurados eran sólo un puñado de hombres escogidos. Por muy buenos luchadores que fueran y por muy locos que estuvieran, era imposible que pudieran abrirse camino contra esos sesenta pretorianos. Por eso le había involucrado Partenio. Era justo reconocer que el viejo consejero imperial sabía con exactitud cuántas piezas debían unirse para conseguir que el complejo mecanismo de una traición al emperador pudiera tener éxito. Petronio se dirigió de inmediato, con voz rotunda, al tribuno pretoriano al mando de aquel destacamento de la guardia.

—¡Hay que reforzar la seguridad en los accesos exteriores al palacio! ¡Quiero que tus hombres me acompañen al exterior! ¡Aquí no hacen nada!

Se dio media vuelta como quien espera que todos le sigan sin rechistar, pero, de inmediato, se percató que sólo le seguían la docena de pretorianos de su confianza que le habían escoltado desde su salida de los castra praetoria. Petronio se detuvo y se volvió de nuevo hacia el tribuno que se negaba a obedecer y confirmar sus órdenes a los hombres bajo su mando.

—¿No me has oído, tribuno? —repitió manteniendo su tono de firmeza, pero consciente de que nada iba a ser fácil aquel mediodía. El aludido dio un paso atrás antes de responder. Estaba a la defensiva y algo confuso.

—Tenemos orden expresa de Norbano de permanecer aquí como refuerzo a la guardia de palacio. No podemos salir sin recibir una contraorden suya.

Petronio tragó saliva al tiempo que su faz se tornaba roja por una ira entre espontánea y fingida para una ocasión que así lo exigía.

—Soy yo, tribuno, Petronio Segundo, jefe del pretorio, tu superior, el que te da esa contraorden. ¿No vas a obedecer a tu superior?

El tribuno empezó a sudar. Era evidente para Petronio que estaba ante uno de los más fieles a Norbano. Sería difícil sacar a todos los hombres de allí. Miró a su alrededor: los pretorianos del destacamento apostado en el hipódromo asistían perplejos a aquel confuso choque entre las órdenes dictadas por un jefe del pretorio frente a las que les había dado el otro jefe del pretorio. No sabían qué hacer. Nunca nadie había precisado cuál de los dos jefes del pretorio era superior en caso de conflicto. Petronio se sintió seguro en esa duda que veía reflejada en aquellos rostros. Era todo lo que tenía y debía usarla con habilidad.

—Hay agitación en el exterior, tribuno. Se habla de una conjura contra el emperador hoy mismo. Hay que reforzar los puestos de guardia del exterior. Ya no se trata de no obedecerme, tribuno; se trata de que luego tendré que explicar al propio emperador que te has negado a reforzar su seguridad allí donde más falta hacía, tú y todos tus hombres —levantó la mirada una vez más para que sus ojos incluyesen a todos los pretorianos congregados alrededor de aquel debate—, sí, no dudaré en explicar al emperador que todos vosotros os negasteis a obedecerme para aumentar su protección. Estoy seguro de que el emperador estará muy interesado en saber cuál ha sido vuestro comportamiento con relación a su seguridad.

El tribuno sudaba ya profusamente, pero habló con la astucia de quien, completamente acorralado, busca una solución que no era fácil, porque no era fácil desobedecer a Norbano, como no lo era arriesgarse a que Petronio pasara malos informes al emperador sobre sus actuaciones.

—Podríamos dividir el grupo y que una parte de mis hombres vayan al exterior, según tus órdenes, vir eminentissimus, mientras que otros se quedan aquí conmigo, tal y como ha ordenado Norbano.

Petronio sabía que aquello no era lo ideal, pero el tiempo también apremiaba y si seguían dilatando aquel debate todo se retrasaría, y no podían permitirse ningún cambio sobre el plan establecido. De reojo, Petronio Segundo miró hacia las columnas del hipódromo. Las sombras habían desaparecido. Estaban en la hora sexta. Si los hombres de Partenio estaban tan locos como debían de estar para haber aceptado una misión con tan pocas posibilidades de éxito como la de matar a un emperador, no dudarían en emerger de donde fuera que tenían dispuesto y enfrentarse a cuantos estuvieran allí, incluso si no pasaban de aquel maldito hipódromo. Ahora era ya tarde para echarse atrás, demasiado tarde. Tenía que hacer algo para ayudar a los malditos hombres de Partenio, para ayudar a que toda aquella locura tuviera, cuando menos, una posibilidad.

—De acuerdo —aceptó Petronio—. Que una docena de hombres se queden aquí. El resto que me siga.

—Veinte aquí —discutió el tribuno. Petronio asintió, dio media vuelta y, ahora sí, seguido por sus doce pretorianos más los cuarenta que había conseguido sacar del hipódromo, se encaminó hacia la salida norte de aquel lugar. Veinte pretorianos armados. Los hombres de Partenio tendrían que ser muy buenos. Mucho. Más valía, porque ahora ya no tendría mucha defensa su actuación si el emperador sobrevivía.

Los asesinos del emperador
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