LAS BIBLIOTECAS DE ROMA

Roma, 65 d. C.

Ne tamen ignores ubi sim venalis, et erres

Urbe vagus tota, me duce certus eris:

Libertum docti Lucensis quaere

Secundum Limina post

Pacis Palladiumque forum.

[Pero para que no ignores dónde

me puedes encontrar, y no vayas a la

aventura por toda la ciudad, yo te

haré de guía para que lo aciertes.

Pregunta por Secundo (…)

Detrás del atrio del Templo de la Paz.] [8]

Marcial I, 2

El joven Trajano mantenía los ojos bien abiertos. A su alrededor, Roma, la misma Roma que los despreciaba por ser hispanos, la misma Roma que se mofaba de su torpe acento al hablar en latín, los envolvía ahora con todo su esplendor, y el joven Trajano no podía sino sentir, incluso a su pesar, asombro y admiración por todo lo que veía. El muchacho de trece años paseaba junto a su padre por entre los inmensos edificios que tantos siglos llevaban levantados en el foro de la capital del Imperio y, junto a ellos, orgullosas, se erigían las nuevas obras de los divinos Julio César y Augusto.

—Impresionante, ¿verdad, hijo? —dijo su padre, a lo que el adolescente Trajano se limitó a asentir sin decir nada. No tenía palabras. El día anterior habían asistido a una de las espectaculares carreras de cuadrigas en el circo romano y habían presenciado cómo el público enfervorizado gritaba a favor de los carros que lucían sus colores, unos a favor de los azules, otros de los verdes, rojos o blancos. Como era habitual en esos días, habían ganado, una vez más, los azules.

Roma era un torbellino de gentes que caminaban de un lugar a otro, de un entretenimiento a otro; de camino, mercados de verduras, carnes, ganados, frutas, tabernas de toda condición; en cada esquina, charlatanes que unos consideraban sabios y llamaban filósofos y a los que otros, a poco que se descuidaran, despreciaban lanzando alguna piedra, eso sí, no con gran puntería. Pero, sobre todo, Roma era gente, gente, una muchedumbre inmensa que parecía poblarlo todo, llenarlo todo, henchirlo todo. Se veían literas de nobles patricias avanzando escoltadas por esclavos fornidos que apartaban al resto para que no molestaran a su ama; por otro lado, había que tener cuidado con las obras constantes que se hacían en todas partes o por no resbalar con los deshechos que algún desaprensivo había arrojado en cualquier parte de la calle. Itálica, a su lado, no era nada bulliciosa: un pequeño pueblo en una remota provincia del más complejo y diverso de los imperios.

—Ahora entiendes por qué nos desprecian, ¿no, muchacho? —continuó su padre—. Es probable que tenga que volver a partir en dirección a Oriente o al norte. Hay problemas en todas las fronteras y seguro que uno de los altos mandos del emperador volverá a recurrir a nosotros, los de provincias, para que les ayudemos en alguna remota frontera del Imperio, pero quería enseñarte antes Roma, la ciudad que gobierna el mundo, la que nos rige a todos, y a la que, queramos o no, o quieran o no quieran ellos, pertenecemos. De hecho, hijo, nosotros, incluso viniendo de la lejana Itálica, somos Roma misma, una extensión de ella en Hispania —bajó la voz, no por miedo a que le oyeran sino más bien como si sus últimas palabras fueran más un pensamiento en voz alta que una frase destinada para nadie—, sólo que no lo saben, no lo saben; no saben en Roma cuánto nos necesitan y por eso se permiten el lujo de despreciarnos. Julio César no era así, no lo era… y lo mataron… —De nuevo, sacudiendo la cabeza, más animado, poniendo una mano sobre el hombro de su hijo, habló con más firmeza, sin melancolía en su voz—: Pero dejemos de lado los pensamientos profundos, hijo. Hemos venido a disfrutar, no a sufrir. Ayer viste las carreras de cuadrigas y esta tarde iremos a uno de los anfiteatros a ver una buena lucha de gladiadores; quería haberte llevado a una representación de teatro del gran Plauto, eso habría sido lo mejor de la mañana, pero el teatro Marcelo, promovido por Julio César y, como tantas otras cosas, terminado por el divino Augusto, está aún dañado por el incendio.

Era una referencia más al gran incendio que había asolado el centro de Roma hacía apenas tres años. Las razones del fuego aún eran confusas. La versión oficial, que nadie discutía en voz alta, era que los cristianos habían prendido fuego a la ciudad en acto de rebelión fanática. Pero tanto Trajano padre como su hijo sabían que a espaldas del emperador, en las tabernas de ciudades de provincias como la suya, corría el rumor de que había sido el propio Nerón quien había creado semejante holocausto de fuego y locura. Era difícil de saber. Lo que era cierto es que el joven Trajano había visto cómo en la parte central del incendio, muy próximos al foro, allí donde el fuego lo había arrasado todo, el emperador Nerón estaba construyendo una magnífica residencia de centenares de habitaciones, decían que mil, y con fastuosos jardines para su disfrute privado. Quizá sólo fuera una coincidencia. Trajano hijo nunca había oído a su padre identificarse a favor de esa teoría o rumor sobre la autoría imperial del incendio, pero tampoco le había oído arremeter contra los cristianos. Los silencios de su padre nunca eran casuales, y el muchacho había aprendido a leer en ellos con habilidad y sin la impertinente necesidad de hacer preguntas incómodas, de forma que planteó algo más sencillo.

—Y si no vamos al teatro, ¿qué vamos a hacer esta mañana entonces, padre? —preguntó alejando la conversación del siempre espinoso asunto del reciente incendio—. Aún quedan varias horas hasta que empiecen los combates de gladiadores.

—Vamos a buscar unos escritos, hijo, unos escritos. —Y mientras seguía caminando con seguridad, por entre las estrechas calles que desembocaban en el foro, añadió a modo de solemne anuncio—: Vamos a ir a una biblioteca.

Al joven Trajano aquello no le pareció tan impresionante como las cuadrigas o los gladiadores. Leía; su padre siempre le había inculcado el valor por la lectura de los clásicos griegos y latinos. Había leído gracias a su consejo escritos de Aristóteles y obras de teatro de Aristófanes y Eurípides, pese a que le costaba leer el griego; él claramente prefería las obras de Plauto, su autor favorito por lo fresco y entretenido de sus historias, en particular, el Miles Gloriosus. También le gustaban los grandes estudios de historia, como las obras de Tito Livio o Polibio, en particular por la pormenorizada descripción de algunos pasajes bélicos de la vieja Roma en sus luchas contra Cartago. Pero más allá de eso tampoco era que se apasionara por la lectura. No obstante, su padre, tenaz como en todo lo que hacía, insistía. Y ahora una biblioteca. Las calles ascendían mientras se aproximaban a su destino.

—Las mejores están aquí, en la colina del Palatino, pero veo que también ha hecho estragos el incendio. —Trajano padre no había estado en la gran ciudad en los últimos cuatro años y era obvio que estaba indignado por la magnitud de aquel horrible incendio que tantos edificios había destruido por completo o dañado en gran medida—. Ahí está el templo de Apolo, y a su lado… —un breve silencio; el edificio contiguo estaba semiderruido—; a su lado estaba la Biblioteca Palatina. —De aquel antiguo centro del saber quedaba poco, demasiado poco. Miró alrededor y echó a andar de nuevo de regreso al foro—. Iremos a una de las bibliotecas que levantó el emperador Tiberio. No son tan buenas, pero quizá allí encontremos lo que busco para ti.

Las bibliotecas de Tiberio, aunque no destruidas, también estaban cerradas al gran público; uno de los trabajadores que estaba reparando el edificio le aconsejó a Trajano padre que se olvidara de las del centro y que acudiera a la gran biblioteca levantada por Augusto en el Campo de Marte, la que todos conocían con el sobrenombre de Porticus Octaviae.

—¿Qué libros vamos a buscar, padre? —preguntó el joven Trajano con curiosidad sincera.

—Commentari de Bello Gallico y Commentari de Bello Civili de Julio César, donde el gran general describe sus estrategias militares durante la guerra civil y en su conquista de las Galias. Sé que has leído partes de estos libros con tu preceptor en Itálica, pero debes no sólo leer esas obras al completo, hijo, sino tenerlas y recurrir a ellas con frecuencia. César fue el mejor estratega de todos los tiempos, junto con Escipión, Aníbal y Alejandro Magno, pero que sepamos ni Aníbal ni Alejandro dejaron nada escrito por ellos mismos, aunque tenemos los escritos de los historiadores griegos sobre el gran Alejandro o los de Livio y Polibio sobre Escipión y Aníbal, y hasta se sabe que Escipión escribió unas memorias. Qué magnífico rollo o rollos debieron de ser, hijo.

Trajano padre hablaba con la vehemencia que sólo usaba para las grandes pasiones de su vida: su familia, la vida militar y Roma. Su hijo escuchaba con admiración; le gustaría ser algún día como su padre, un gran legatus, un senador de Roma, un hombre culto. El sabía que nunca podría superar a alguien tan importante como su progenitor: pocos hispanos habían llegado a comandar una legión.

—Sí, lástima que las memorias de Escipión se perdieran —continuó Trajano padre mientras seguían avanzando hacia el Campo de Marte—. ¿Ves todos estos edificios, hijo?

El joven Trajano asintió al tiempo que lanzaba una rápida mirada a todas las edificaciones que se levantaban por la suave ladera de aquella colina. Su padre continuó ilustrándole sobre Roma y sobre su historia.

—Antes esto era sólo una pradera, Marco y los patricios venían aquí con sus hijos y otros soldados y todos se iniciaban en esta ladera en el manejo de las armas. —Se detuvo en seco a la altura del muy viejo templo de Bellona—. Quién sabe si no sería por aquí donde un joven Escipión el Africano aprendió a blandir un gladio por primera vez.

Guardó un breve silencio; al joven Trajano le resultaba evidente que su padre hablaba con añoranza sobre un tiempo que nunca vivió pero en el que parecía haber preferido vivir, y eso que entonces Roma no controlaba más que una pequeña parte de su actual Imperio. El padre miró a su alrededor y comprobó que estaban en un lugar apartado de la gran avenida que conducía hacia el Porticus Octaviae. No había oídos impertinentes cerca, pese a lo cual habló en voz baja:

—Escipión no habría permitido que el centro de Roma fuera consumido por las llamas o que las fronteras del Imperio estuvieran en peligro, como lo están en Germania, en el Danubio o en Oriente, como tampoco lo habría tolerado Julio César. Pero son otros tiempos, hijo, otros tiempos, los tiempos de Nerón. A veces me pregunto cómo alguien así puede descender del divino Julio César. Pero es absurdo ocupar la mente en estos asuntos, además de peligroso —lo repitió mirándole a los ojos—: peligroso; si tu madre me oyera me recriminaría que te aturda los oídos con esta plática mía sobre tiempos pasados que añoro y tiempos presentes que critico; y tendría razón al reprenderme. —Recordó que Calpurnio Pisón y sus conjurados contra el emperador acababan de ser ajusticiados; no era inteligente inculcar ideas peligrosas a su hijo—. No debes hacerme caso en esto; tú no. Lo importante es que los Trajano hemos conseguido una buena posición sirviendo a los emperadores y eso seguiremos haciendo. Incluso si se niegan a extender la ciudadanía romana a toda Hispania, seguiremos haciéndolo, pero dejemos la política para cuando vaya al Senado. —Reemprendió la marcha—. Como te decía, hijo, las memorias de Escipión, en cualquier caso, se perdieron para siempre. No sabemos dónde están, si es que aún siguen intactas en algún sitio. Ya nadie podrá leerlas, pero tenemos los escritos de César, que, por cierto, admiraba mucho a Escipión, como cuando menciona ese pasaje en donde describe el lugar en África donde éste se fortificó para protegerse del ataque de númidas y púnicos… ¿Cómo era…? «[Castra Cornelia…] Id autem est igum directum eminems in mare, utraque ex partepraeruptum atque asperum, sed tamen Paulo leniore fastigio ab ea parte, quae ad Uticarn vergit. Abest…» ([Castra Cornelia…] Es, en efecto, un peñón cortado que se cierne sobre el mar, abrupto y escarpado por ambos lados, si bien con pendiente algo más suave por la parte que mira a Úrica. Dista…)

Trajano padre dudó cómo seguía. Su hijo tomó el relevo:

—«Abest directo itinere ab Utica Paulo ampliuspassuum milibus III. Sed hoc itinere est fons quo mare succedit longius, lateque is locus restagnat; quem si qui vitare voluerit, sex milium circuito in oppidum pewenit.»

[Dista en línea recta de Utica poco más de tres millas. Pero en este trayecto se encuentra un fontanal, donde el mar penetra un tanto, y queda este paraje empantanado en bastante extensión.] [9]

Trajano padre miró admirativamente a su hijo pero sin dejar de andar.

—Eso está bien, eso está bien. Así debes saberte esos textos, al completo. En ausencia de las memorias de Escipión, tenemos los rollos que escribió Julio César. Vamos a por ellos, hijo; hemos de conseguir una copia para ti. Si no la encontramos aquí no la conseguiremos en ningún sitio —concluyó, y echó una larga carcajada a la que se unió su hijo de forma algo tímida. Estaba contento por haber demostrado que recordaba algo de los pocos pasajes que había tenido la oportunidad de leer escritos por Julio César, y la verdad era que le hacía mucha ilusión disponer de una copia para su uso personal—. Los escritos de Julio César son fundamentales —continuó su padre—. Los emperadores de hoy se enorgullecen de llevar su nombre, César, pero qué tiempos tan distintos, hijo, tan distintos… —Y la palabra «distinto» es lo máximo que allí, en voz alta, se atrevió a utilizar el recio pater familias del clan de los Trajano. En su lugar derivó la conversación de regreso al asunto de las bibliotecas—. Antes, en Roma, en tiempos de Escipión, por ejemplo, no había bibliotecas públicas donde tú y yo pudiéramos ir en busca de un volumen que fuera de nuestro interés. No. En aquellos tiempos remotos el conocimiento se acumulaba en las residencias privadas de los patricios más cultos de la ciudad, como en la propia domus de los Escipiones, que tenían una notable biblioteca, iniciada por el famoso Africano y culminada y ampliada por Escipión Emiliano. También había bibliotecas importantes en las casas de los representantes de los autores de teatro más conocidos, como el de Plauto, que sin duda debía de poseer una importante colección de obras de teatro clásico griego, pero la de los Escipiones fue, durante muchos años, la mejor. Luego vinieron las colecciones de Sila, que incluían originales del mismísimo Aristóteles, o la biblioteca de Lúculo y, cómo no, la de Ático, que nutría siempre a Cicerón de todos los volúmenes que necesitaba en sus estudios. Pero si no tenías amistad con alguno de estos grandes prohombres de la Roma del pasado, nunca podías acceder a los libros que te interesaban, hijo. Todo eso cambió con Julio César. El fue quien creó las primeras bibliotecas públicas. Sin duda, debió de dolerle inmensamente el desastre de la biblioteca de Alejandría, del que fue, en parte, el causante indirecto al ordenar el incendio de la flota enemiga. Sin duda debió de dolerle. Pero, volviendo a Roma, César inició las bibliotecas para que luego el emperador Augusto las terminara y las dejara, en efecto, abiertas al público. Y Augusto mismo estableció la guardia de las cohortes vigiles para que velaran por la seguridad de ésos y otros edificios y sofocaran todos los incendios de la ciudad. Otros tiempos, hijo, otros tiempos.

El muchacho estaba abrumado ante el inabarcable conocimiento que su padre poseía sobre todo lo relacionado con Roma. Al veterano Trajano no se le escapó la mirada de admiración de su hijo.

—Si quieres que los romanos te respeten —decidió precisar—, tienes que demostrarles que sabes más de Roma que ellos mismos; tienes que demostrarles que eres más romano que ellos mismos.

Trajano hijo asintió, pero no pudo evitar añadir un comentario en recuerdo del humillante banquete de Tarraco al que habían asistido juntos.

—Aun así nos desprecian por ser hispanos.

Trajano padre suspiró; el apunte de su hijo era cierto.

—En cualquier caso, nos necesitan.

Y así el veterano guerrero y senador dio por concluida aquella conversación mientras apretaba el paso para llegar pronto a la biblioteca que le habían indicado.

El Porticus Octaviae había sido erigido finalmente por Augusto para culminar un proyecto de su tío César en el que se buscaba reemplazar el anterior complejo de edificios, conocido como el Porticus Metelli, por una serie de nuevas edificaciones entre las que sobresalían el templo de Júpiter Stator y el templo de Juno Regina, junto con una nueva biblioteca que sería la tercera biblioteca pública de Roma. Y es que, en los tiempos del gran Augusto, el número de rollos —ya fueran nuevas obras literarias, como las de Horacio y Virgilio, o documentos legislativos y de cualquier otra índole— no dejaba de crecer, y las bibliotecas del foro ya no daban abasto para albergarlos. De esa forma, además, el antiguo emperador buscaba extender los núcleos de conocimiento a otros puntos de la ciudad y que no todo estuviera concentrado únicamente en las proximidades del foro y de la colina del Palatino. El Porticus Octaviae, junto con el teatro de Marcelo, levantado en las proximidades, contribuirían a hacer del Campo de Marte un referente cultural de la ciudad. Y hasta allí, hasta sus puertas, llegaron los Trajano, un siglo después de su construcción. La idea del divino Augusto se había probado especialmente útil con el incendio del año 64 después de Jesucristo. Los ciudadanos romanos bajo el gobierno de Nerón vieron cómo ardía la ciudad, incluida alguna de sus más vetustas bibliotecas en el foro, pero el Porticus Octaviae, alejado del epicentro de las llamas, sobrevivió primero a las mismas y sirvió, después, como lugar donde almacenar los documentos y los rollos nuevos y antiguos mientras se procedía a la restauración, muy lenta por cierto, de las bibliotecas dañadas.

—¿Cómo es posible que haya tenido que desplazarme hasta aquí para pedir prestados unos escritos de Julio César? —espetó un ya algo indignado Trajano padre a un pobre esclavo, asistente en la biblioteca, que poco podía aportar en su respuesta a una pregunta que se prestaba a muchas interpretaciones. Un hombre mayor, delgado, vestido con una túnica gris, algo encorvado, pero con la mirada felina, hizo una señal con la mano y el esclavo se retiró.

—Quizá sea mejor que les atienda yo —dijo el hombre de la túnica gris—; soy Vetus, el bibliotecario del Porticus Octaviae.

Trajano padre le miró con seriedad. Al menos tenía ante él a un interlocutor válido y con un nombre apropiado, pues Vetus, como la palabra misma sugería, era viejo. Decidió bajar el tono de su voz, pero no el de su indignación.

—He venido decenas de veces a Roma y nunca he tenido que vagar de biblioteca en biblioteca en busca de unos escritos tan importantes como los de Julio César.

El bibliotecario respondió eludiendo el fundamento de la pregunta.

—Los que estudiamos filosofía o literatura estamos acostumbrados a ello y hasta nos sentimos orgullosos de vivir en una ciudad donde florecen las bibliotecas.

—Donde florecían, en todo caso —replicó Trajano padre de forma tajante. El hijo sabía cuando su padre estaba enfadado.

El bibliotecario dejó en una mesa próxima unos rollos que estaba enrollando para volver a poner en su sitio y se aproximó más a los recién llegados. Estaban en una gran sala con una elevada bóveda y altas paredes en las que había nichos que se habían recubierto con armaría de madera donde se guardaban los rollos. El centro de la estancia estaba acondicionado como sala de lectura y consulta con mesas y sellae repartidos de forma regular. El bibliotecario se situó frente al padre.

—Puedo asegurar a… —se detuvo a la espera de que el hombre se identificara.

—Marco Ulpio Trajano, senador y legatus de una legión en Partía bajo el mando del general Corbulón.

Vetus no mostró admiración o sorpresa en su rostro pero asintió con solemnidad. Era evidente que por allí debían de pasar con frecuencia personalidades de igual o más importancia que el propio Trajano.

—Puedo asegurar entonces a Marco Ulpio Trajano —reinició así su discurso en voz particularmente baja, casi un susurro— que el primero que lamenta que no haya fondos suficientes para las bibliotecas en estos días soy yo, pero quizá no sea prudente debatir en público sobre ese asunto. —Miró de reojo hacia su derecha. Trajano padre volvió sus ojos hacia donde indicaba el bibliotecario con la mirada y vio a un tribuno del pretorio consultando un rollo dos mesas más allá. Trajano encaró de nuevo a su interlocutor, asintió y formuló su petición de forma rápida. Esta no podía conducir a sospecha ni a mala interpretación alguna.

—Quiero la serie de rollos que contienen el Commentari de Bello Gallico y el Commentari de Bello Civili de Julio César para poder encargar a un escriba una copia de los mismos. Y también una copia de la litada en griego, para que el muchacho se familiarice más con esa lengua. Me consta que estos textos se prestan para estos fines.

Vetus inspiró aire despacio.

—Eso era lo habitual sí, hasta el incendio, pero con varias bibliotecas dañadas se ha restringido el servicio de préstamo hasta que podamos hacer copias de todos los volúmenes relevantes para reintegrarlos cuando éstas hayan sido restauradas. Puedo permitiros consultar los textos que deseas aquí en la sala, pero no, por el momento, el préstamo.

Vetus observó que la indignación, una vez más, hacía presa de aquel senador que se expresaba con un fuerte acento hispano; podía dejarlo allí y que uno de los esclavos se ocupara en recibir sus quejas, pero hacía tiempo que no entraba nadie allí con el valor, incluso con la imprudencia, de criticar la mala gestión imperial de las bibliotecas en los últimos años; aquel Trajano era como una bocanada de aire fresco y puro en la corrompida Roma. Miró al adolescente, un joven fuerte y de mirada viva, que callaba junto a aquel alto oficial del Imperio.

—¿Las copias eran, entonces, para el muchacho? —preguntó.

—Así es —confirmó Trajano padre—. Hemos venido desde Hispania y quería regalárselas, pero veo que todo parece ponerse en mi contra.

—Son un excelente regalo para un joven que, sin duda, aspirará a ser un gran legatus algún día, ¿no es así?

El joven Trajano asintió sin decir nada al sentirse directamente aludido por aquella pregunta.

—Bien —continuó Vetus, mirando de nuevo al padre—; entonces hay otra posibilidad. Los textos que pides son muy solicitados; gracias a los dioses, aún hay interés por el divino Julio César o por el gran Homero. Estoy seguro que es muy posible que encuentres una copia de los mismos en casa de alguno de los libreros importantes de Roma. Ellos suelen tener copias de los textos más leídos.

Trajano padre escuchaba atento.

—Pero no sé dónde están ni quiénes son estos libreros —dijo.

Vetus se permitió posar su mano sobre el brazo del senador y acompañarlo a la puerta de salida mientras le explicaba todo lo necesario.

—Está Trifón, tiene copias de todo, son baratas pero la calidad de sus escribas y del papiro que usa no son las mejores; luego está Atrecto, con él la calidad está garantizada, incluso el lujo. Atrecto es siempre una buena opción. Si vais a viajar, que imagino es lo más probable, de regreso a vuestra patria, lo ideal es algo muy nuevo que sólo vende Secundo: se trata de textos, los textos de siempre como los que buscáis de César o de Homero, pero copiados no sobre papiro sino sobre pergamino, más resistente, pegados por un lateral, como un códice de tablilla, en lugar de juntando luego las hojas en rollos; así se escribe por ambos lados del pergamino y en mucho menos volumen puedes tener los dos textos. Es una gran idea, pero muy cara; hay quien dice que un día esos códices reemplazarán por completo a los rollos, pero yo no lo creo posible, se perdería ese placer especial de desenrollar poco a poco el texto; es absurdo. Bueno, el caso es que para viajar son útiles los códices de pergamino, eso lo reconozco, y aunque sean caros no creo que el dinero sea un inconveniente para el senador Marco Ulpio Trajano.

Estaban ya en la puerta de la biblioteca.

—Llevas razón. Me gusta esa idea del pergamino. Si lo recomiendas, lo único que necesito saber es cómo llegar hasta ese librero.

—Por supuesto. Hay que ir al foro de Augusto y una vez allí caminar en dirección a la Velia, cerca de donde Nerón está edificando su gran palacio y sus jardines. Justo allí, en los límites de los jardines de Nerón, hay una pequeña casa, tras un atrio. En cualquier caso, a cualquiera que preguntéis por el librero Secundo en la Velia os ayudará a llegar hasta él.

Trajano padre se despidió con seriedad, agradeciendo la información, y tanto él como su hijo se alejaron del Porticus Octaviae bajo la atenta mirada del bibliotecario, que tuvo claro que por allí se alejaba la sangre fresca que mantenía al Imperio a salvo aún, pese a la corrupción y la locura reinantes en el corazón de Roma. Había que dar más poder a hombres como aquéllos, pero ¿entendería la orgullosa clase patricia romana alguna vez que eso era necesario? Tendría que venir el fin del mundo antes de que eso ocurriera. En cualquier caso, él ya era viejo y no viviría para averiguarlo. Eso pensaba. Se volvió de nuevo hacia la biblioteca. Lo único que estaba en su mano era preservar el máximo número de rollos de papiro posible por si en el futuro aún alguien quería seguir leyendo.

—Pero ¡por Júpiter, no! —exclamó Vetus al levantar la mirada del suelo y ver que, una vez más, regresaba al edificio un persistente joven poeta, o supuesto poeta, que se empeñaba en conseguir que alguna biblioteca aceptara algunos de sus escritos. Estacio se llamaba. Era imposible olvidarse de su nombre: Publio Papinio Estacio. Venía todas las semanas y siempre con nuevos poemas. Le faltaba fuerza, le faltaba técnica.

—No, no, no —dijo Vetus en cuanto el poeta se acercó a él—. No me traigas más poemas, ni más escritos. Lo siento. Bastante tengo con intentar mantener la biblioteca en orden.

Se alejó del desolado poeta, que sostenía sus últimos versos en la mano. Si ninguna biblioteca aceptaba guardar tus versos era que no valías, y Estacio sólo sabía hacer eso, escribir poemas y dar clases de retórica, aunque sin que tus textos estuvieran en las bibliotecas de Roma nunca se conseguían alumnos. El hambre le mordía en las entrañas. Engulló el desprecio del bibliotecario con dignidad, pero se juró a sí mismo que un día, un día, sus poemas serían apreciados y podría vivir de la escritura y todos le envidarían. Los sueños no daban de comer pero, de alguna forma, contenían el hambre por unas horas.

Publio Papinio Estacio salió de allí y se perdió en las calles de Roma.

Los asesinos del emperador
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