LA PRIMERA MURALLA
Torre Psephinus, sector occidental de la Ciudad Nueva de Jerusalén bajo control de los sicarios
Jerusalén, abril de 70 d. C.
—¿Quién les dirige? —preguntó Eleazar ben Jair desde una de las ventanas rectangulares de la torre Psephinus, elevada con sus grandes bloques de piedra sobre un ángulo de la primera gran muralla de Jerusalén.
—Es el hijo del emperador —respondió Simón bar Giora, el líder de los sicarios, el grupo más radical de la rebelión judía que luchaba por una judea independiente y libre frente a Roma.
—¿El que convenció a Gischala de que rindiera Tarichaea [12]?
—El mismo —confirmó Simón—, el mismo. —Lo repitió mientras consideraba cómo la valentía de aquel líder romano había hecho caer varias ciudades que los débiles zelotes defendieron sin el ímpetu debido. La rendición de Gischala y sus seguidores, los malditos zelotes, siempre flojos, siempre con pactos con el enemigo, había supuesto no sólo la pérdida de Tarichaea, sino que el propio Gischala con sus leales se refugiaran en la mismísima Jerusalén, prácticamente ya el único núcleo activo de resistencia contra Roma en aquella larga y cruenta guerra. Desde entonces, Gischala se había hecho fuerte con sus zelotes en las inmediaciones del Templo, la fortaleza Antonia y la Ciudad Baja. Simón, junto con Eleazar y todos los sicarios, había intentado en varias ocasiones, por la fuerza bruta de las armas, recuperar el acceso al Templo y la Ciudad Baja, pero Gischala se negaba y oponía una feroz resistencia que no había hecho sino generar muchos muertos de un bando y de otro. Simón, no obstante, no cejaba en su pretensión de recuperar el control completo de Jerusalén y ya tenía diseñado un plan para atacar la Ciudad Baja desde la colina más elevada de la Ciudad Nueva, en lugar de hacerlo por el Templo, como antes, pero en eso llegaron los romanos con sus legiones y rodearon toda la ciudad. Simón, al frente de sus diez mil sicarios y sus cinco mil aliados idumeos, dirigía dos guerras: una contra Roma que rodeaba la ciudad y otra, si cabe aún más enconada, contra Gischala y sus guerreros en el interior de las murallas. Roma había traído cuatro legiones y Gischala disponía de ocho mil cuatrocientos zelotes. No importaba: contra los romanos, Jerusalén enfrentaba tres murallas que el enemigo nunca conseguiría franquear; contra los zelotes, Yahveh, más tarde o más temprano, les protegería y les entregaría el sagrado Templo a su debida hora.
—Son pocos jinetes, no más de seiscientos, los que acompañan al hijo del emperador —dijo Eleazar, lugarteniente de Simón y a quien sí parecía preocuparle más el asunto de los romanos y sus legiones—. Podríamos atacarle.
Simón no dijo nada al principio a la sugerencia de Eleazar, pero al poco su faz brilló con una sonrisa: incluso si no conseguían matarlo, el mero hecho de atacar al líder romano que había hecho rendirse a Gischala en el pasado reciente era un acto memorable, un acto que corroería las entrañas de Gischala y que dejaría bien claro a todos que él y sólo él, Simón bar Giora, con sus sicarios y sus aliados, era el único capaz de liderar a todos los judíos contra los romanos.
—De acuerdo —aceptó Simón sin dejar de mirar por la ventana de la torre Psephinus—; organízalo todo y atacad a ese maldito romano de inmediato.
Eleazar no necesitaba de mucho incentivo para combatir: la guerra era su estado de vida natural, cualquier otra cosa se le hacía extraña. Al instante estaba en el interior de la ciudad, a los pies de la muralla, preparando una salida por la puerta norte.
Caballería romana; exterior de las murallas occidentales de la Ciudad Nueva y la Ciudad Alta
Tito, en un intento por mostrarse valiente y capaz de dirigir aquella gigantesca empresa de rendir una urbe de medio millón de habitantes —por la fuerza si era preciso, pues las negociaciones con los líderes judíos no habían dado ningún fruto por el momento—, decidió ignorar los avisos del pasado y cabalgar en persona para reconocer las murallas de la ciudad, pero el pasado, que no olvida ni perdona, salió a su encuentro: trescientos años antes el cónsul Marcelo también había salido a explorar arropado con unos pocos jinetes para comprobar las posiciones del ejército cartaginés, desplazado a la península itálica, y Aníbal lo había abatido en una emboscada y se había hecho con sus anillos, que utilizó para enviar mensajes confusos al resto de mandos romanos. Tito, casi trescientos años después de aquel desastre, cabalgaba, además, sin casco ni armadura, y es que lo último que podía imaginar el joven César era que la permanente disputa por el poder entre sicarios y zelotes en el interior de la ciudad pudiera impulsar que un grupo de guerreros judíos, ávidos por mostrar su valía por encima del resto de soldados de Jerusalén, se atreviera a salir a su encuentro. Pero así fue.
Tito cabalgaba hacia el sur, rodeando la enorme muralla exterior de la ciudad; cuando se encontraba a la altura de las torres del palacio de Herodes oyó el estruendo de los jinetes de los sicarios liderados por Eleazar por orden de Simón bar Giora. La guardia de jinetes singulares de Tito se vio sorprendida y, mientras daba la vuelta a sus caballos, los primeros caballeros romanos fueron abatidos sin piedad por las espadas y puñales esgrimidos con ira por los sicarios, que blandían sus afiladas armas haciendo honor al origen de su nombre, proveniente de sica, puñal. Pese al exceso de confianza de Tito y a su ingenuidad al pensar que los sitiados no se atreverían a atacarle fuera de las murallas, el hijo de Vespasiano tuvo la inmensa fortuna de que sus singulares no fueran como los cobardes jinetes de Fregellae que abandonaron al emboscado Marcelo a su suerte contra los jinetes de la caballería númida de Aníbal. Los singulares de Tito, pese a las bajas sufridas por el ataque sorpresa, se revolvieron y, aunque en desorden, respondieron a la embestida de los judíos con auténtica saña. No obstante, no pudieron evitar que el hijo del emperador quedara aislado con sólo unos pocos hombres a su alrededor para protegerle. Tito comprendió que había obrado de forma estúpida, pero en medio de su fracaso resolvió no morir sin luchar y, pese a que cayó al suelo, se incorporó como una fiera acorralada y desde tierra derribó a un jinete enemigo; luego evitó el golpe de un segundo y terminó hiriendo a un tercero, que pretendía unirse al acoso al que estaba siendo sometido el líder romano. Tito buscaba un caballo, pero las bestias sin jinetes huían despavoridas del improvisado campo de batalla. Desde las murallas de la ciudad se oía el constante jalear de los judíos, que debían de estar disfrutando al verle allí, en pie, casi sin protección alguna, luchando por sobrevivir cuando se suponía que debía ser él, un César de Roma, el que inflingiera terror en el enemigo. Pero Tito no se arredró. No era ése su carácter. Apretó los dientes y aulló con fuerza.
—¡A mí, la guardia!
No dejó de combatir, ni de detener golpes con su gladio. Era alto y fuerte y hábil y estaba bien adiestrado en el combate cuerpo a cuerpo. Resistió así dos embestidas más, hasta que, al fin, sus caballeros se abrieron paso entre los enemigos de Roma, le rodearon para cubrirle de los golpes de los sicarios, y le ofrecieron un caballo al que pudo subir y, rodeado ya por el grueso de sus singulares, consiguió salir intacto de la vorágine en la que se había convertido aquella inesperada lucha a los pies de las murallas de Jerusalén.
Gran Templo de Jerusalén, bajo el control de los zelotes
La noticia del ataque y casi muerte del jefe de los romanos, del hijo del emperador declarado César por éste, corrió de boca en boca por toda la Ciudad Nueva y, pese al muro y los guerreros zelotes que los custodiaban, también por el Templo y por toda la Ciudad Vieja. Y tal y como había previsto Simón, llegó a oídos de Gischala. Su despecho fue inconmensurable, y más aún ante las silenciosas miradas de sus oficiales zelotes, que recordaban cómo habían rendido hacía apenas unos meses una ciudad entera a ese mismo romano al que Simón y sus sicarios no habían dudado en atacar y casi abatir a la primera oportunidad de la que habían dispuesto. Gischala lamentó que el grueso de las tropas romanas hubiera acampado en el extremo occidental de la ciudad, donde quedaban completamente fuera de su alcance; sin embargo, una legión, la X Fretensis —fácilmente reconocible porque en sus estandartes se podía ver una compleja combinación de diferentes emblemas, desde un toro o un jabalí, pasando por un delfín y un buque de guerra—, se había situado en el sector oriental de la ciudad, entre el valle del Cedrón y el monte de los Olivos. Gischala sabía que sólo tenía una opción si quería seguir manteniendo el liderato entre los zelotes y mantener el control del Templo. Debía impresionar a todos, a sus zelotes y a los sicarios de Simón también, con una acción similar en osadía y valor a la que éstos acababan de realizar.
Campamento general romano de las legiones V, XII y XV al oeste de Jerusalén
Tito entró en las fortificaciones del campamento de las legiones al oeste de Jerusalén enfurecido. Y lo peor de todo es que no tenía a nadie a quien culpar más que a sí mismo y su estupidez: sus singulares habían luchado bien y los que habían caído lo habían hecho por causa suya. Le consolaba pensar que el reconocimiento del terreno era necesario, pero quizá no debía haber ido él mismo mostrándose accesible al enemigo, que ahora, sin duda, estaría aún más envalentonado y empecinado en rehuir toda negociación para rendir la ciudad.
El joven César no había tenido tiempo ni de sacudirse el polvo y las manchas de sangre del combate junto a las murallas, o de que un médico le curara alguna de sus pequeñas heridas que se había hecho al caer del caballo, cuando un centurión irrumpió en el praetorium y, pasando por entre los legati legionis Cerealis, Frugi y Trajano se situó frente a él, que estaba muy irascible. Le miró y el recién llegado comprendió que debía explicarse con rapidez.
—Ave, César —dijo el centurión con dificultad, pues aún estaba recuperando el aliento después de cabalgar al galope rodeando toda la ciudad—. Los judíos han organizado una salida con varios miles de soldados y están atacando a la X Fretensis en el otro extremo de la ciudad. Las fortificaciones de la X aún no están terminadas y el legatus Aulo Larcio Lépido solicita el apoyo de la caballería del César.
Tito vio así confirmada su percepción de que los judíos no estaban en absoluto dispuestos a rendir la plaza, pero no era ahora momento de grandes reflexiones, sino de actuar con celeridad. Sus singulares, cuya ayuda reclamaba ahora Lépido, acababan de combatir, pero disponía de las ocho aloe de la caballería auxiliar.
—Acudiré yo mismo a apoyar a la X Fretensis con una pequeña parte de mis singulares y con seis alae de la caballería auxiliar, dejando dos alae aquí de reserva. Que Frontón me siga magnis itineribus con las veinte cohortes de infantería auxiliar para reforzar la caballería lo antes posible—dijo Tito mientras terminaba de sacudirse el polvo y la sangre de su túnica militar, al tiempo que dejaba que un esclavo le pusiera, esta vez sí, la coraza para entrar en combate de nuevo.
Los legati de la V, la XII y la XV le escuchaban atentos, en particular Trajano, que no podía evitar pensar que si él hubiera seguido al mando de la X legión las fortificaciones ya se habrían terminado, pero el César volvía a hablar y, como el resto, Trajano escuchó con atención.
—Volveremos a proponer que rindan la ciudad cuando solucione el tema del ataque a la X, pero entretanto, como los judíos no parecen estar muy dispuestos a la rendición, quiero que vayáis limpiando el terreno delante de las murallas entre la torre Psephinus y el palacio de Herodes para que puedan avanzar por la llanura torres de asedio o arietes; ya veremos qué usamos primero. —Miró a Cerealis y Frugi—. Quiero que los hombres de la V y la XV se concentren en la construcción de las máquinas que necesitamos. —Y pensando en voz alta, mirando un instante al suelo—: Arietes, sí; quiero arietes: usaremos arietes transportables. Los hombres de la XII —clavó sus ojos en Trajano padre, de quien intuía aún la decepción por haber sido transferido de la X a la XII legión—, sí, los hombres de la XII deben concentrarse en limpiar el terreno de forma que las máquinas puedan acceder a la muralla sin impedimento. He observado un punto débil junto al palacio de Herodes, Trajano. Es lo único bueno que hemos sacado de esta salida de reconocimiento, pero puede ser importante. Ese terreno debe quedar limpio y llano para que podamos aproximar los arietes. Construiremos rampas si es necesario. Con madera o con tierra o con ambas cosas. Por Júpiter, ¿están claras mis órdenes?
Los observó girando despacio la cabeza mientras el esclavo se las ingeniaba para ponerle el casco.
Los tres legati legionis asintieron y Tito, como una centella, salió del praetorium decidido a ponerse al mando de la caballería para detener el ataque de los judíos del sector oriental contra sus legionarios de la X. Asumir el mando personal antes había sido un error, pero no hacerlo ahora que las cosas se torcían transmitiría a enemigos y legionarios un mensaje de debilidad y cobardía por su parte. Había empezado aquel asedio combatiendo cuerpo a cuerpo y ya no podía echarse atrás. Para bien o para mal.
Infantería zelote, avanzando frente a las murallas del Templo y la Ciudad Vieja
Gischala no dejaba de animar a sus zelotes con feroces gritos de guerra por la liberación de Israel, y más aún al observar cómo sus leales causaban numerosas bajas entre los legionarios de la X, sorprendidos por la furia de sus hombres cuando aún no habían podido construir las fortificaciones de su campamento.
El combate tenía lugar más allá del río Cedrón, fácilmente vadeable en muchos puntos a causa de la sequía, lo que había permitido el avance de los zelotes con gran rapidez, para mayor perjuicio de los legionarios de la X Fretensis. Gischala, en medio de la batalla —pues había querido comandarla él personalmente y no dejarla en manos de un segundo como había hecho Simón con Eleazar—, rodeado por sus hombres, levantaba los brazos y aullaba, aullaba, aullaba.
—¡Por la tierra de Israel! ¡Toda nuestra tierra libre de romanos! ¡Matadlos a todos, a todos! ¡ Jehová está con nosotros! ¡Somos los auténticos y únicos bendecidos por Jehová!
Sus guerreros respondían con golpes y estocadas mortales, con furia y sangre, con terror y odio que se desparramaba sobre los atónitos cadáveres de ojos abiertos de los legionarios de Roma.
Campamento general romano de la legión X al oeste de Jerusalén
Lépido, legatus al mando de la X, se afanaba por detener el desastre. Se había alegrado cuando el César le había propuesto para comandar aquella legión, pero ahora todo parecía diferente. Sustituir al veterano Trajano no parecía ya tan sencillo.
—¡Mantened las posiciones! ¡Por Hércules, por Roma! ¡Mantened las posiciones!
Sabía que si retrocedían de forma desorganizada, como lo estaban haciendo, aquello podía tornarse en una masacre. Necesitaban la caballería y la necesitaban ya o todo estaría perdido en aquel maldito monte de los Olivos.
—¡Mirad! —dijo uno de los tribunos. Lépido se volvió hacia el norte: una nube de polvo inmensa anunciaba la llegada de los jinetes de Tito. Todo podía arreglarse.
Vanguardia zelote
Gischala observó la nube de polvo y, pese a su ira y su rabia, supo contenerse y actuar con la prudencia de un hábil guerrero. —¡Replegaos a este lado del río! ¡Retiraos a este lado del río! Si sus zelotes cruzaban de nuevo el Cedrón y se situaban bajo las murallas, el resto de sus hombres desde lo alto de los muros de la ciudad les ofrecerían suficiente cobertura con sus proyectiles para evitar que la caballería romana les masacrara en aquel punto. Y los zelotes, que veían que seguir las órdenes de Gischala era caminar hacia la victoria sobre sus enemigos, obedecieron y se replegaron con rapidez.
Retaguardia romana
Tito comprobó que sus jinetes hacían retroceder al enemigo empujándolo hacia la ciudad y se detuvo junto a Lèpido.
—¿Qué ha pasado aquí? —inquirió el hijo de Vespasiano airado, desmontando de su caballo. Lèpido bajó la cabeza.
—Estábamos con la construcción del campamento, César, cuando observamos que salían de la ciudad. No paré las obras de la fortificación del todo, sólo tomé parte de la legión para la defensa y no calculé bien la furia del enemigo. Luego era difícil ya maniobrar…
Lèpido no levantaba la mirada del suelo. Tito le observaba con atención. No era frecuente que un mando reconociera un error. Tito también tenía muy fresco en su memoria cómo él mismo había estado a punto de caer al otro lado de la ciudad por infravalorar la capacidad del enemigo.
—Eso ahora no importa —dijo Tito y Lèpido, algo más aliviado, levantó la mirada del suelo—; ahora hay que continuar con la fortificación. Necesito un buen campamento en este sector de la ciudad. Hemos de atacar por varios puntos a la vez si queremos tener opción de ir quebrando sus defensas. Las murallas son inmensas, pero, si vamos aniquilando a sus defensores, un muro sin guerreros no vale de nada. Lo conseguiremos, Lèpido, lo conseguiremos. —Puso su mano sobre el hombro del legatus de la X.
—Sí, César —respondió Lèpido con firmeza recobrada. A Tito le gustaba escuchar de sus mandos el título de César, nombrado por el emperador. En tiempos en los que había habido tantos emperadores en tan pocos meses, la adhesión de aquellos oficiales a la causa de su padre, aceptando el título que éste le había otorgado, era algo que no podía menospreciar; no podía permitirse el lujo de relevar a un legatus por un error de cálculo que él mismo había cometido en el otro extremo de la ciudad asediada. En ese momento, Tito levantó la mirada y se percató de que las alae de caballería estaban a punto de cruzar el río. Se despidió de Lépido con una última instrucción.
—Que continúen las labores de fortificación, Lépido; necesito ese campamento.
Sin esperar a recibir respuesta, Tito montó de nuevo sobre su caballo y azuzó al animal para dirigirse, rodeado por un nutrido grupo de sus singulares, hacia el río Cedrón. Tenía que detener el ciego avance de su caballería o caerían bajo los proyectiles que, a buen seguro, los enemigos de lo alto de las murallas tendrían dispuestos para ser arrojados con furia y precisión. Llegado al río, el hijo de Vespasiano habló con voz potente al resto de oficiales.
—¡Detened el ataque! ¡Por Júpiter, detened el ataque!
Vanguardia zelote
Gischala se percató de que el hijo del emperador en persona comandaba la caballería enemiga y recordó sus malditas cargas en Tarichaea y Gamala, y cómo tuvo que rendirse ante él en aquellas batallas. Ahora era su oportunidad de mostrar cómo no era sólo Simón el que no temía a Tito Flavio Sabino, César, sino que él mismo tampoco lo hacía, pese a haber sido derrotado en el pasado. Ahora todo era distinto, ahora él, Gischala, era más fuerte que antes, pues en Jerusalén había reunido a todos los zelotes, a todos sus partidarios, y podía plantar cara, desde la fortaleza Antonia y el Templo y las murallas de la Ciudad Vieja, a tantos legionarios y jinetes como osara traer aquel maldito romano: contra las murallas del viejo Jerusalén nada podían hacer los jinetes de Roma. Pero había que provocarles, había que provocarles para que cayeran en la trampa mortal que les tenía preparada. Incluso si no respondían a la provocación, cuando menos quedarían humillados ante sus guerreros, que verían cómo el gran líder de los romanos, el que dirigía ahora la guerra contra ellos, el joven César Tito, no era capaz siquiera de enfrentarse a ellos.
—¡Avanzad hacia el río! —ordenó Gischala cambiando su orden anterior de repliegue hacia las murallas por una nueva instrucción de volver a atacar, a la par que blandía desafiante su propia espada—. ¡Hacia el río, por Israel!
Y los zelotes cargaron contra la caballería romana.
Caballería romana
Tito Flavio Sabino ordenó responder al nuevo ataque judío con una carga de la caballería, pero, en cuanto los zelotes se replegaron una vez más bajo los muros de la ciudad, el hijo de Vespasiano ordenó detener el avance de sus jinetes. Los judíos entonces empezaron a mofarse de la caballería y arrojaron lanzas y flechas que caían cerca de los jinetes de la caballería auxiliar romana. Se reían. Se reían. Tito Flavio Sabino contenía su ira. La caballería era una gran arma para contrarrestar ataques como el que se había ganado más allá del Cedrón salvando a la X Fretensis, pero de poco valían los jinetes bajo la gran muralla de Jerusalén. Tito sabía que aquello era una exhibición de poder y de fuerza por parte de Gischala, pero no podía hacer nada por evitarlo.
—Están divididos y, sin embargo, su propia división les hace más fuertes; compiten entre ellos por humillarnos —dijo el joven César a Lépido, que se había aproximado para comprobar in situ la evolución de los ataques en primera línea, junto al hijo del emperador.
Lépido no entendía bien a que se refería el César, pero asintió. En ese momento, un decurión de la caballería señaló al norte. Tito, desde lo alto de su caballo, distinguió el avance de las veinte cohortes de infantería auxiliar que Frontón dirigía hacia aquel punto y se volvió, una vez más, hacia Lépido.
—La infantería auxiliar os cubrirá mientras continuáis con la fortificación y detendrá a los judíos en el río si vuelven a intentar atacar. Yo regresaré con el grueso de la caballería al sector occidental. Te dejaré dos alae de jinetes de apoyo.
Lépido se puso el puño en el pecho y se quedó mirando cómo el hijo del emperador se alejaba cabalgando hacia el norte, cruzando por entre las cohortes de auxiliares que acudían a reemplazarles.
Vanguardia zelote
Gischala, al ver cómo Tito se alejaba, levantó de nuevo sus brazos y vociferó su mensaje con la intensidad de la rabia y el despecho: quería no ya humillar a los romanos, eso era secundario, sino que su voz se oyera por toda la Ciudad Vieja —sobre todo en la Ciudad Nueva— y que sus palabras se clavaran como cuchillos en la cabeza de los sicarios de Simón.
—¡Victoria! ¡El Gran Templo de Jerusalén está a salvo de los gentiles de Roma gracias a la fuerza de los zelotes, los vigilantes del Templo de Salomón! ¡Victoria, victoria, victoria!
Murallas de la Ciudad Nueva bajo el control de los sicarios
Simón analizaba los movimientos de las tropas romanas frente a las murallas del palacio de Herodes. Estaban desplazando gran cantidad de legionarios a ese punto y era evidente que tramaban algo justo allí, pero qué exactamente no lo sabía, y era lo que intentaba discernir. En ese instante llegó Eleazar y le confirmó que los rumores que los zelotes habían hecho llegar a la Ciudad Nueva eran ciertos: Gischala había hecho retroceder a la caballería romana y a la infantería de la X legión y todo ello mientras el hijo del emperador estaba al mando; era una victoria colosal. Simón apretaba los labios mientras digería aquellas malas noticias. No le habría importado que los romanos tomaran el Templo, ya lo recuperarían, si con eso se conseguía que Gischala y sus zelotes fueran reducidos a polvo. Aquella victoria frente a aquel César en el sector oriental de las murallas de Jerusalén dejaba de nuevo la situación entre sicarios y zelotes en aquel maldito equilibrio del que parecía que nunca podrían salir. Simón dejó de mirar a Eleazar y se volvió de nuevo hacia occidente, asomando por encima de las almenas de la torre de Herodes, en dirección a los romanos. Vio a varios grupos dispersos que apenas portaban armas. Parecía que segaran. Simón, de pronto, lo comprendió todo.
—Están limpiando el terreno —dijo a Eleazar, que se había situado a su lado—. Van a intentar entrar por ahí. —Sonriendo, señaló a un punto al norte, entre la torre de Herodes y la torre Psephinus—. Tendremos el honor de ser los primeros en masacrarles y hacer que su vanidad se reduzca al tamaño de sus dioses.
—Jehová nos ayudará —respondió Eleazar con los ojos bien abiertos, brillantes, anhelando el combate.
—Jehová nos ayudará, sí —confirmó Simón—; Jehová y las máquinas de guerra. Ordena que concentren al sur de la torre Psephinus todas las ballistae y los escorpiones que tenemos. Esto va ser una masacre.
Zapadores romanos frente a las murallas de la Ciudad Nueva
—Prefiero esto a tener que cortar árboles, apilarlos, arrastrarlos y construir los arietes —dijo un legionario de XII Fulminata mientras segaba con dificultad con su gladio militar la maleza que le rodeaba.
—Sí —le respondió otro legionario que realizaba la misma operación—, pero calla. Viene el nuevo legatus.
Marco Ulpio Trajano, acompañado por dos tribunos y media docena de legionarios, pasó al lado de los dos legionarios con el rostro serio. La advertencia del segundo había sido en vano: el legatus hispano acababa de oír los comentarios y estaba ya digiriendo aquellas palabras repletas de ignorancia: así que eso era lo que pensaban la mayoría de los mentecatos de la legión que le había asignado el hijo del emperador en aquel asedio. Sin duda era su propia inexperiencia la que les hacía hablar de aquella forma y decir aquellas sandeces. Trajano se detuvo a veinte pasos de aquellos dos legionarios. Los tribunos se detuvieron junto a él, pero no dijeron nada. Ya habían observado que el nuevo legatus era un hombre reservado. Le vieron mirando hacia las murallas, que aún quedaban muy distantes, y hacia los legionarios que estaban en las inmediaciones empezando a limpiar el terreno. Y de nuevo miró las murallas y una vez más a esos dos legionarios que ahora trabajaban en silencio.
Marco Ulpio Trajano se sentía humillado por tener que dirigir la peor de las legiones en aquel asedio, pero más aún porque aquellos hombres no eran conscientes de su infinito grado de estupidez. Era algo que debía empezar a cambiar como fuera. Como fuera. Marco Ulpio Trajano volvió sobre sus pasos y se situó junto a los dos legionarios que hablaban cuando cruzó a su lado.
—Vosotros dos —les dijo, y les señaló con el dedo para identificarlos entre toda la cohorte que estaba desperdigada segando rastrojos y arrancando piedras que sobresalían—; sí, vosotros dos: al frente. Caminad hacia la muralla y no os detengáis hasta que lo ordene personalmente, ¿está claro?
Los dos legionarios tragaron saliva. Asintieron tras un breve silencio y echaron a andar. Caminaban con las espadas que habían usado para segar en la mano. De pronto se dieron cuenta de que no habían recogido los escudos que habían dejado en el suelo para trabajar sin aquel pesado estorbo del arma defensiva. Los dos se miraron, se entendieron y siguieron andando. El escudo sería una ausencia cada vez más importante a medida que se acercaran a las murallas, pero ninguno de ellos tenía el valor de detenerse sin que el legatus diera la orden. Tampoco habían dicho nada como para enfurecerle. No sería capaz de dejarles morir bajo una lluvia de flechas; no tenía sentido. De todos modos aún estaban a muchos metros de la muralla y ni las flechas ni las lanzas podían alcanzarles. Eso les sosegó, pero, al tiempo que avanzaban, ralentizaban el paso a la espera de que el legatus diera la orden. Nunca habían disfrutado al recibir órdenes, pero nunca antes habían ansiado tanto recibir una.
Trajano les contemplaba fijamente, casi sin parpadear. Los tribunos concluyeron que iba a dejarlos morir por nada y no estaban seguros de que eso condujera a nada bueno, pero no pensaban intervenir.
—¿Qué hacen esos dos? —preguntó Eleazar.
Simón negó con la cabeza.
—No lo sé —dijo el líder de los sicarios—, pero ésta es una oportunidad tan buena como cualquier otra para comprobar el alcance de los escorpiones. ¡Largad!
Los legionarios caminaban respirando deprisa; más deprisa al tiempo que andaban más despacio. Querían mirar hacia atrás, por si les hacían señales. Quizá el legatus había dado la orden y no le habían oído. Uno de los dos miró por encima del hombro, pero sólo vio, empequeñecido por la enorme distancia que habían recorrido, al nuevo legatus mirando en su dirección pero sin hacer gesto alguno.
—¿Qué hacen? —preguntó el segundo legionario, que quería aprovechar que su compañero se había atrevido a mirar hacia atrás para saber qué pasaba.
—Nos miran. Eso es todo. Nos miran.
Y siguieron caminando unos pasos más. Veinte más. Treinta. Cincuenta. Las murallas comenzaban a aumentar de tamaño de forma especialmente amenazadora, pero aún no debían de estar al alcance de las flechas, de manera que siguieron avanzando cuando, súbitamente, cayó algo del cielo, una roca, que aterrizó entre los dos cubriéndolos con el polvo que levantó el tremendo impacto. Se quedaron inmóviles.
—¡No he dicho que os detengáis, por Júpiter! —Escucharon a sus espaldas la voz del legatus bramando como si de un huracán se tratara. Dieron otro paso más al frente, y otro y otro. Sudaban. Varias gotas frías discurrían por sus frentes arrugadas, en tensión. Miraban hacia el cielo. Oyeron el silbido que anunciaba la muerte, pero no alcanzaron a ver nada y, de pronto, la nueva roca cayó sobre el tronco del primero de los legionarios, arrancando la cabeza del soldado de cuajo con tal fuerza que rodó como un segundo proyectil por espacio de un cuarto de milla, hasta detenerse cerca de donde se encontraba la cohorte de legionarios del XII Fulminata, su legatus y los dos tribunos.
—¡Alto! —exclamó Marco Ulpio Trajano al legionario que aún seguía vivo—. ¡Puedes dar la vuelta! —Añadió en voz baja—: Imbécil.
Miró a los tribunos y al resto de legionarios de aquella cohorte y de otras cohortes que se habían aproximado para ver lo que ocurría abandonando el trabajo asignado. Aquello era un desastre. No había ni disciplina ni orden. No podía esperar nada de aquellos hombres. Le entraron ganas de ajusticiarlos a todos, pero no había mejor condena para todos ellos que cumplir las órdenes de Tito, así que decidió explicarles lo que les esperaba, ¿por qué no? Les habló alto y claro, con precisión, sin rodeos.
—¿Creíais acaso que limpiar el terreno sería un trabajo fácil? ¡Sois aún más ignorantes de lo que pensaba! ¡El hijo del emperador ha asignado este trabajo a la XII Fulminata porque para lo único que valéis es para morir bajo las murallas de Jerusalén limpiando el terreno para los soldados que realmente valen la pena: los de la V y la XV, los que construyen los arietes que luego empujarán contra las murallas por encima de vuestros cadáveres! ¡Sí, de vuestros cadáveres! ¿O seguís creyendo que limpiar el terreno va a ser cosa fácil? No sólo os arrojarán flechas y lanzas, sino que os van a lanzar todo tipo de proyectiles con las innumerables máquinas de guerra que se perdieron, que vosotros mismos perdisteis al dejarlas abandonadas hace unos años en esta misma ciudad! ¡Sí, las mismas ballistae y escorpiones que trajisteis a Jerusalén serán las que os masacren estos días! ¡Pero una cosa os aseguro: una cosa os aseguro y lo juro por todos los dioses, por el mismísimo Júpiter Óptimo Máximo! ¡Vamos a limpiar este maldito terreno, lo vamos a dejar llano y construiremos rampas si hacen falta para que los arietes de la V y la XV pasen por encima de nuestra sangre y puedan derribar esos malditos muros! ¡Ahora ya sabéis en qué estáis enfrascados! ¡Ahora ya sabéis de qué va esta limpieza de terreno! —En eso, casi corriendo llegó el legionario que acababa de salvarse de los proyectiles de las ballistae y jadeante, agotado, se detuvo a unos pasos del legatus. Marco Ulpio Trajano se giró al sentir su respiración de perro acobardado—. ¡A continuar con el trabajo! —le dijo y reemprendió la marcha.
Los tribunos lo seguían de cerca; Trajano aprovechó el momento en el que parecía haber captado también la atención de los oficiales de la XII para darles órdenes.
—Necesitamos las ballistae y los escorpiones de la V y la XV y de la X también, o no duraremos ni tres días. Hay que estorbarles mientras nos lanzan rocas con otras rocas, o no podremos ejecutar el trabajo. Uno de vosotros debe ir a los legati de la V y la XV y otro al legatus de la X. Necesito en especial a los legionarios de artillería de la X; los que tienen mejor puntería en todo Oriente. Yo hablaré con el César.
Los dos tribunos saludaron militarmente a Trajano y partieron raudos en busca de las máquinas de guerra. El legatus de la XII Fulminata se detuvo de nuevo: a sus pies, la cabeza del legionario abatido por el pesado proyectil del enemigo le miraba con una absurda mueca de asombro y dolor. Trajano sabía que era sólo el principio. Sólo el principio.
La casa de Juan estaba repleta de amigos y conocidos y desconocidos; llena, a fin de cuentas, de decenas de cristianos que buscaban refugio de la guerra no ya entre los muros de su pequeña morada, sino bajo el manto tranquilizador de su serenidad y su fe. Jesús le dejó su propia madre a su cargo y todos los allí congregados compartían el sentimiento de que si el mismísimo Jesús había confiado el bienestar de María a aquel discípulo era, sin duda, porque Juan era merecedor de la más absoluta de las confianzas.
Este, por su parte, se había ocupado en atender personalmente a todos los que podía, preguntando por el estado de cada uno de ellos, prestando atención sincera a los relatos más terribles de quienes llevaban huyendo de la guerra años y que pensaban que en Jerusalén encontrarían, al fin, un lugar de paz; sin embargo, ahora la guerra les envolvía si cabe con aún más fuerza, más rabia, de forma más implacable y fría. Juan no tenía sirvientes, pero sí amigos cercanos y éstos le ayudaban a distribuir agua, un poco de pan y algo de queso entre los reunidos. Había más comida pero el discípulo de Cristo no podía evitar tener ese presentimiento vago, indefinido pero permanente de que estaban sólo en el principio de algo aún más aterrador; como persona siempre prudente, consideraba que era mejor guardar alimentos para el futuro próximo. Ni los zelotes de Gischala, que dominaban la Ciudad Vieja en la que Juan habitaba, ni los sicarios de Simón que controlaban la Ciudad Nueva y la Alta, parecían preocupados por el estado en que pudiera encontrarse la población. Para ambos sólo la guerra entre ellos mismos y contra los romanos era lo único importante. Gischala había ordenado desalojar casas enteras en los barrios limítrofes con la muralla oriental para almacenar armas y proyectiles de todo tipo que usar en la defensa de la ciudad; y lo mismo con las casas que se levantaban en los aledaños a la parte occidental de Jerusalén, controlada por los sicarios de Simón. Simón. Juan se sentó un instante para descansar después de servir agua en cuencos de arcilla a una familia procedente de una de esas casas desalojadas a la fuerza. Simón parecía igual de terrible que Gischala en su locura. Decían que había ordenado destruir incluso gran número de viviendas para utilizar los escombros como proyectiles para sus catapultas, pero Juan no sabía si dar crédito o no a aquellos rumores. Los rumores eran lo peor, porque se trataba de una marea intangible de miedo contra la que sólo podía contraponer la oración y la fe y ésta se debilitaría en muchos cuando la desesperación se hiciera con el ánimo de los corazones de toda aquella pobre gente. ¿Y él? A sus más de cincuenta años había dejado de preocuparse de sí mismo. Cualquier día de más que viviera le parecía un regalo del Señor y estaba seguro de que pronto llegaría su hora. No tenía miedo. Sólo le extrañaba que Dios le prorrogara la existencia entre los vivos, toda vez que la madre de Jesús ya les observaba desde los cielos hacía un tiempo largo ya. Quizá Dios quería que él estuviera allí para que los hombres y las mujeres de Jerusalén que creían en El encontraran algo de consuelo en sus débiles palabras de ánimo. Juan se levantó y se dirigió a todos con voz tranquila.
—Hermanos de Jerusalén: comed y bebed en mi casa todo el tiempo que necesitéis y rogad a Dios porque nos guíe y nos dé fuerzas para sobrellevar la ira de romanos y zelotes y sicarios. No perdáis la esperanza: mientras no oigamos el bramido de un ariete romano al impactar contra los muros de la ciudad, aún es posible que romanos y sicarios y zelotes lleguen a un acuerdo y la ciudad se rinda de forma pacífica sin que los males de todos sean aún mayores. Os ruego a todos que ahora recemos juntos para que ese acuerdo sea aún posible. Arrodillaos conmigo y rezad a Jesús para que interceda ante Dios por nosotros.
Y Juan se arrodilló y con él todos, y Juan cerró los ojos y empezó a orar y todos le imitaron. Juan repetía palabra a palabra la oración que el propio Jesús les había enseñado hacía años.
—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal; porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén. [13]
Pero sus pensamientos de remordimiento le consumían por dentro: los romanos y sicarios y zelotes nunca llegarían a un acuerdo y se sentía horrible por haber dicho lo contrario de lo que pensaba, pero ¿de qué otra forma podía mantener el ánimo de todos aquellos hermanos perdidos y aterrados en medio de la locura de aquella guerra? ¿Era la mentira un camino recto en medio de aquella tortuosa guerra? No sabía qué hacer. No lo sabía. Estaba perdido y todos creían que él les guiaría durante aquel asedio.
Tito había ratificado la petición de Trajano y decenas de escorpiones y ballistae de la V, la X y la XV se concentraron justo por detrás de las posiciones de la XII Fulminata para dar cobertura a los legionarios que se afanaban, nerviosos, en la limpieza del terreno por el que luego se conducirían los arietes y las torres de asedio.
Trajano estaba convencido de que con el apoyo de la artillería del resto de legiones podría realizar la tarea de limpieza del terreno encomendada por el joven César, pero no fue así: los judíos parecían mejorar su puntería con cada proyectil y causaban múltiples bajas entre los legionarios de la XII legión, mientras que los artilleros romanos, aunque conseguían que sus proyectiles cayeran entre las almenas de la muralla, no parecían dar nunca en ningún sitio donde hubiera defensores. De ese modo, los guerreros judíos no sólo sobrevivían, sino que además lanzaban flechas y lanzas a cualquier legionario que se aproximara a las murallas. Así nunca se podría terminar el trabajo encomendado de forma efectiva. Trajano oteaba el escenario, incómodo. Había algo que no entendía. Los artilleros de la X eran de los mejores del Imperio y no conseguían abatir a prácticamente ningún enemigo. Quizá debía advertir al César, pero reconocer su incapacidad para ejecutar las órdenes recibidas era algo a lo que Trajano se resistía, no ya por orgullo, sino porque presentía que si él no era capaz de llevar a cabo aquella tarea no era probable que ningún otro legatus fuera a tener éxito, y si no se conseguía preparar aquel terreno, el trabajo de aproximación de los arietes sería aún más costoso, cuando no imposible. Y sin arietes nunca se conquistaría aquella ciudad. ¿Por qué no acertaban sus artilleros a abatir a casi ningún judío? ¿Era cosa de los dioses? ¿Del dios judío acaso?
Trajano se acercó a un equipo de artilleros de uno de los escorpiones de la X. Observó las piedras que habían acumulado junto a la máquina: oscilaban en dimensiones, pero aproximadamente eran del tamaño de una cabeza humana y del color gris blanquecino que parecía rodear a toda aquella ciudad. Entre gris y blanco.
—¡Largad! —dijo el oficial al mando de aquella unidad sintiendo la atenta mirada de quien había sido legatus de la X no hacía mucho tiempo. El equipo, a sabiendas que estaban siendo observados por Trajano, se esforzó en apuntar bien. La roca salió disparada a toda velocidad y surcó el aire como un halcón. Llegó a su máxima altura y empezó a descender aumentando si cabe aún más la velocidad hasta pasar entre dos almenas de la muralla occidental de Jerusalén y herir a… nadie.
Trajano inspiró aire con fuerza. Tenía una triste intuición.
—Dad la vuelta a esta máquina —dijo y ante la mirada confusa de los legionarios repitió sus instrucciones con voz firme; no eran legionarios de la XII, pero ahora las unidades de artillería estaban bajo su mando; en general, para todos los de la X, su antiguo legatus era su jefe natural—. Dad la vuelta al escorpión, he dicho. —Mientras empezaban a obedecer se acercó al oficial artillero al mando—. Me voy a alejar media milla, me situaré en aquella zona, a mitad de camino en dirección hacia donde están construyendo las torres de asedio y los arietes. —Le miró fijamente a los ojos—. Cuando levante el brazo me arrojarás una roca —le puso la mano derecha en el hombro— y apunta a dar, a dar, ¿está claro?
El oficial, con la boca abierta, asintió. Iba a decir algo, a manifestar sus dudas sobre la orden recibida, pero, para cuando consiguió empezar a articular una palabra, el legatus se alejaba ya a buen paso dándole la espalda.
—¿Qué hacemos? —preguntó uno de los legionarios.
—No lo sé —dijo el oficial y miró a su alrededor. Los oficiales de otras unidades de artillería habían empezado a mirar hacia su escorpión en cuanto éstos lo giraron. Nadie entendía nada. Los legionarios de la máquina de guerra que ya no apuntaba hacia los muros de Jerusalén explicaban con rapidez las instrucciones que Trajano había dado. El bombardeo de los muros de la ciudad se ralentizó. Todos querían saber en qué iban a quedar las extrañas órdenes del entonces ya legatus de la XII Fulminata. El oficial miraba en dirección a Trajano y vio cómo éste se detenía, daba la vuelta, encarando la máquina de guerra desde la distancia y, al instante, alzaba el brazo.
—¿Qué hacemos? —repitió el legionario encargado de liberar la cuerda que mantenía en tensión el escorpión cargado con un pesado proyectil. El oficial sudaba. Trajano los miraba fijamente con un brazo en alto. Apenas había pasado un brevísimo instante pero al artillero al mando de aquella máquina le parecía que el tiempo se hubiera detenido. Nunca había disparado contra un romano y ni imaginaba que fuera a hacerlo jamás, mucho menos contra un legatus, pero había estado bajo el mando de Trajano en el pasado reciente y sabía que no era hombre con quien discutir una orden.
—Suelta el proyectil —masculló el oficial, y como fuera que el legionario dudaba repitió su orden en voz muy alta—: ¡Suelta el maldito proyectil, por Júpiter!
El legionario liberó la cuerda y la roca salió escupida del escorpión a una velocidad brutal. El zumbido del proyectil surcaba el aire en su irrefrenable ascenso mientras centenares de legionarios y artilleros de la V, la X, la XII y la XV mantenían sus miradas clavadas en el legatus que había ordenado semejante absurdo. Muchos se preguntaban qué pasaría si la piedra impactaba en el legatus de la XII. Ninguno quería estar en la piel del oficial al mando de aquel escorpión.
Marco Ulpio Trajano observó cómo el escorpión soltaba su mortal proyectil. Si el artillero había calculado bien, y eso era muy probable, pues había seleccionado a uno de los mejores según recordaba en su paso al mando de la X, la roca caería sobre él o muy, muy cerca. Trajano intentó seguir la trayectoria de la piedra desde su lanzamiento, pero ante la velocidad con la que salió despedida del arma, la había perdido de vista, la había perdido. Y eso no le gustó.
Marco Ulpio Trajano mira al cielo y no ve nada. Tiene que estar a punto de caer, a punto de caer. De pronto, en lo alto, se dibuja una silueta, un punto blanco que se observa con claridad y que se acerca, que se acerca a una velocidad de vértigo, pero hay tiempo y el legatus se desplaza dos, tres, cuatro, cinco pasos rápidos hacia su izquierda. La roca cae reventando el suelo justo en el punto donde se encontraba hacía un instante. El artillero era bueno. Muy bueno. Y sin embargo apenas derribaban enemigos en las murallas. Trajano, clavado en su nueva posición, vuelve a levantar el brazo encarando, una vez más, al escorpión de la X.
El oficial de la máquina de guerra maldice su suerte mientras da las órdenes precisas.
—¡Cargad el escorpión, cargad el escorpión! ¡Corregid el ángulo de tiro hacia nuestra derecha, un ápice.
Los legionarios empujan el pesado escorpión hacia la derecha hasta que éste queda a satisfacción del oficial. El legionario encargado de liberar el proyectil se le acerca.
—Quizá debieras apuntar a dar; quizá así nos dejará en paz el legatus.
El oficial le miró perplejo.
—Estamos apuntando a dar. —El legionario, retomando su posición, le miraba con los ojos abiertos de par en par. No podía creer que el oficial estuviera tan loco como el legatus.
Trajano mantenía su brazo en alto. De nuevo dispararon otro proyectil. Esta segunda vez, con más atención, pudo seguir la trayectoria desde el principio, y, sin perderlo de vista ni un momento, vislumbró con nitidez la mole blanca y gris de piedra que se le acercaba desde el cielo. Repitió la operación, esta vez en sentido contrario, dando varios pasos hacia su derecha, situándose justo al lado del primer proyectil. La segunda roca impactó junto a él, pero, una vez más, sin herirle. Trajano estaba ya persuadido de que podrían pasarse así el resto del día y que nunca le darían. Puso sus brazos enjarra. Miraba hacia la muralla, luego hacia los proyectiles que acababan de caer a su lado. Se puso en marcha y caminó hacia el escorpión que, siguiendo sus instrucciones, había arrojado dos rocas contra él. El oficial estaba tenso. Trajano imaginaba que no habría tenido que ser fácil apuntar contra un legatus. Se detuvo frente a él. No era necesario confirmar si había apuntado bien: si no se hubiera apartado en ambos casos, el proyectil le habría dado de pleno. Era un buen artillero el de aquel escorpión de la X. Trajano pasó a su lado y luego, sin decir nada, siguió caminando por entre el pasillo de la multitud de legionarios que se había arremolinado en el lugar para observar aquel particular episodio. Siguió andando en dirección a las murallas de la ciudad hasta que llegó al punto donde los trabajos de los soldados de la XII Fulminata se habían detenido por obra de los proyectiles enemigos que caían sin parar. El legatus se agachó junto a una de las rocas que lanzaban desde el interior de la ciudad, desde detrás de las murallas y, nada más ver el proyectil, vio confirmadas todas sus intuiciones. Sacudió la cabeza. En ese momento alguien gritó.
—¡Por Hércules! ¡Rocas! ¡Arrojan más rocas! ¡Despejad el terreno!
Era un centurión al mando de esa zona. Trajano se levantó, dio la espalda a las murallas y empezó a caminar de regreso a donde se encontraban los escorpiones. A sus espaldas una decena de proyectiles enemigos caían impactando en el suelo, sin causar bajas, pero impidiendo que los legionarios de la XII pudieran proseguir con la tarea de allanar el terreno para los arietes y las torres de asedio. Trajano se detuvo junto al oficial de artillería, que empezaba a dirigir las maniobras para cargar rocas en los escorpiones y responder así a los defensores de la muralla.
—¡No! —dijo Trajano con vehemencia—. No lancéis ni una roca más de éstas. —Señaló a una gran pila de rocas blancas y grises que los legionarios de la X habían acumulado durante la noche anterior—. No tiene sentido seguir desperdiciando proyectiles. Haced pintura negra o usad pez oscura y pintadlas de negro antes de lanzarlas. Sólo así conseguiremos algo. Las ven: son tan blancas que los judíos las ven con tiempo suficiente de evitarlas. Hay que pintarlas de negro.—Comenzó a alejarse mientras repetía la orden una y otra vez—: Hay que pintar las malditas rocas de negro y… —detuvo su marcha, se giró hacia los oficiales allí congregados y añadió una última orden—… las tareas de limpieza del terreno se reiniciarán al atardecer. Al atardecer —sonrió—, así aún las verán menos. Esta tarde las cosas serán diferentes.
Simón y Eleazar estaban satisfechos. Los romanos habían dejado de intentar acercarse a las murallas desde aquella mañana; eso les había dado tiempo a acumular más proyectiles y estaban preparados para abortar cualquier nuevo intento de aproximación por su parte. El sol caía en el horizonte, alargando las sombras inmensas de la fortaleza Antonia y los altos muros del Templo, pero aún había luz y los romanos parecían dispuestos a volver a intentarlo.
—Están acumulando tropas otra vez —dijo Eleazar.
—Responderemos como siempre —afirmó Simón con seguridad. Se encontraban entre las almenas de la torre de Heredes, a resguardo, cuando una roca cruzó a toda velocidad junto a ellos sin que hubieran visto que se acercaba. El proyectil impactó en uno de los sicarios próximo a ellos y le destrozó el pecho. La sangre se desparramó por todo lo alto de la torre y hasta les entró en los ojos. Ni Simón ni Eleazar tuvieron mucho tiempo para comentar lo ocurrido, porque caían nuevas rocas sin que en ningún momento pudieran vislumbrar de dónde venían. Simón se arrastró hasta llegar a la parte de la torre que le permitía ver qué ocurría en el interior de la Ciudad Nueva, por detrás de las murallas, donde tenían acumuladas la mayor parte de las máquinas de guerra; el desconcierto era total. Varios proyectiles habían impactado en algunos de los renegados romanos que las manipulaban y la lluvia de rocas no cesaba. Nadie parecía ver los malditos proyectiles antes de su caída. Las cosas se estaban complicando.
—Se han dado cuenta de lo de las rocas blancas —dijo Eleazar, que se arrastraba a su lado.
—Resistiremos. Da igual lo que hagan: resistiremos—insistió Simón, como si al repetirlo las palabras cobraran más fuerza—. Es hora de preparar los sacos.
Con un eficaz apoyo de los escorpiones, los legionarios de la XII Fulminata consiguieron, por fin, preparar el terreno y construir tres largas rampas que culminaban en las murallas. Muchos legionarios cayeron bajo las lanzas y las flechas enemigas. Los escudos evitaron una masacre total, pero otros cayeron por las rocas que arrojaban las máquinas que controlaban los judíos, aunque ya no caían tantas piedras como al principio porque la artillería romana eliminaba a muchos defensores de las almenas de las murallas o dificultaba a los artilleros enemigos que cargaran sus máquinas con la misma velocidad del principio. En poco tiempo corrió por todas las legiones la anécdota del color de los proyectiles, hasta llegar a oídos del propio Tito. El hijo del emperador, que había estado patrullando con la caballería alrededor de la ciudad para asegurarse de que no llegaran ni alimentos ni nuevos pertrechos militares a los sitiados, llegó al punto donde se levantaban, orgullosas, las tres torres de asedio junto a los tres inmensos arietes que debían servir para quebrar las murallas de Jerusalén. Estaba a punto de dar comienzo la parte más audaz de toda la estrategia de ataque y Tito había convocado un consilium con todos sus legati, allí mismo, al pie de las torres de asedio. Hasta allí habían traído una mesa con un mapa de la ciudad y una sella castrensis para el hijo del emperador, pero éste la despreció y se situó en pie, junto a la mesa y el mapa, rodeado por todos sus legati.
—Ha llegado el momento: los judíos no se avienen a negociar de ningún modo. He enviado varios mensajeros y todos han sido recibidos con proyectiles. —Miró entonces el mapa—. Si abrimos una brecha en este punto —señaló con su dedo al espacio de la muralla exterior que recorría el sector noroccidental de la ciudad, desde la torre Psephinus hasta la torre de Herodes— gran parte de la ciudad caerá bajo nuestro control. Quizá entonces se avengan a rendir el resto. Para aproximar los arietes nos apoyarán los escorpiones y las ballistae concentrando sus proyectiles en los puntos donde culminan cada una de las rampas; a los arietes les seguirán las torres repletas de arqueros; incluso podemos cargar algunos escorpiones en la parte superior de las torres y yo mismo comandaré la caballería para defender los arietes, en caso de que los judíos se atrevan a hacer salir a sus guerreros para dificultar la aproximación de aquéllos. ¿Está todo claro? —Miró a su alrededor: todos afirmaban en silencio. Tito detuvo sus ojos sobre Trajano que, absorto, miraba el plano— ¿Algún comentario? —Trajano no dijo nada; Tito cambió su pregunta—: ¿Qué hacen los judíos ahora?
Trajano sintió que la pregunta iba dirigida a él, pues tanto él como sus hombres eran los que más se habían aproximado a las murallas para preparar el camino de los arietes y las torres de asedio.
—Sacos, César —respondió Trajano levantando la mirada y encarando con respeto los ojos oscuros del hijo del emperador—. Arrojan los sacos desde lo alto de la muralla.
A Tito no se le escapó el hecho de que Trajano hablara de «los sacos», como si los conociera de antes. Sin duda, Trajano era el hombre de más experiencia en combate en Oriente.
—¿Sacos? —indagó el hijo del emperador.
—Sacos, sí —se explicó Trajano—: sacos rellenos de paja.
Los arrojan allí donde terminan las rampas, donde saben que vamos a conducir los arietes. La paja defiende la muralla de los golpes de los arietes, los amortigua, dificulta mucho su labor. Podemos incendiarlos, pero entonces no podremos acercar los arietes o tanto éstos como las torres se incendiarían. Es mejor arremeter contra los sacos, contra todo. Los arietes son fuertes. He visto que se han reforzado con remaches de hierro en sus puntas. Podrán con todo aunque con los sacos costará un poco más.
Todos miraban a Trajano con atención y con respeto ganado allí mismo, pues aun dirigiendo la peor de las legiones, y pese a todas las dificultades, se las había ingeniado para cumplir con las órdenes del hijo de Vespasiano. Tito decidió confirmar la valoración del legatus de la XII.
—Los arietes arremeterán contra los sacos —de pronto le asaltó una duda a Tito Flavio Sabino—, ¿y no los incendiarán los judíos cuando tengamos los arietes junto a las murallas?
—Es posible —respondió Trajano—, pero el incendio también debilitará las murallas. En todo caso sería buena idea llevar agua junto a los arietes.
—De acuerdo —dijo Tito—. Todos en marcha —levantó la voz—. ¡Por Roma, por el emperador Vespasiano, por Júpiter! ¡Fuerza y honor!
Los cuatro legati repitieron sus palabras.
Al poco tiempo, los tres pesados arietes, empujados por decenas de soldados y tirados por caballos de carga, empezaron su lento ascenso por las tres largas rampas. El poder de Roma caminaba firme contra las infranqueables murallas de Jerusalén. Nada ni nadie parecía que pudiera detenerles.