LA IRA DE DOMICIANO

Domus Flavia, Roma, 86 d. C.

El emperador acababa de escuchar el terrible relato de la derrota de Fusco y todo su ejército en el maldito valle de Tapae. El Aula Regia estaba abarrotada de senadores, embajadores, pretorianos, esclavos y libertos que servían al emperador de Roma. Partenio, justo detrás del trono imperial, miraba al suelo y se mordía el labio inferior. Había aconsejado al emperador recibir al mensajero del ejército del Danubio a solas, pero Domiciano, en uno de sus arranques de vanidad, pese a que todos sabían que había malas noticias del norte, se había negado a seguir la prudente sugerencia de Partenio. El consejero imperial, como el resto de los presentes y seguramente el propio emperador, se había estremecido en particular cuando el decurión Lucio Quieto, enviado por el tribuno Tetio Juliano, había descrito la aniquilación de la invencible legión V Alaudae, la caída del propio Fusco y el suicidio épico pero inútil de la guardia pretoriana. Lucio Quieto terminó su relato. Partenio alzó la mirada y estudió con atención a aquel mensajero del norte. Debía de ser un hombre válido si había sido seleccionado por Juliano para referir semejante desastre ante el emperador. Válido y valiente. No habría habido muchos voluntarios para transmitir ese mensaje al emperador de Roma; probablemente ninguno. El decurión exhibía una hermosa torquis sobre su pecho, lo que atestiguaba que había debido de servir a Roma con valor en el campo de batalla en un pasado no muy lejano, pues el era un joven soldado aún. El emperador pareció reparar también en aquel premio.

—Veo, decurión, que luces con orgullo una torquis sobre tu pecho —dijo Domiciano en medio de un silencio generado por el horror a todo lo escuchado y por el temor a la reacción iracunda, sin duda, del emperador del mundo.

Lucio comprendió que acababa de cometer un grave error. Fue rápido. De inmediato se quitó de encima la torquis y la arrojó al suelo.

—Era un premio por mi campaña anterior contra los sármatas y roxolanos en Moesia y Panonia. Un premio que ya no merezco, ni yo ni nadie del ejército del Danubio —replicó Lucio Quieto, que se quedó firme ante el emperador, sin añadir nada más, mirando al suelo.

El no lo sabía aún pero aquel gesto, aquella rápida reacción, le acababa de salvar la vida. Había sido un acto de gallardía, pues un decurión no podía ser el culpable de un desastre de las dimensiones del que se acababa de describir. Un desastre así era culpa del legatus al mando y el legatus al mando, Cornelio Fusco, que había perecido en la batalla, había sido puesto al mando por el propio emperador y eso lo sabían todos. Domiciano habría ordenado con sumo gusto que aquel decurión fuera arrojado a las fieras esa misma mañana en el gran anfiteatro Flavio, pero sabía que eso no le haría popular y que tampoco serviría para calmar su ira. Para ello tendría que esperar al concurso literario de la tarde, en el teatro Marcelo, donde se había convocado a todos los poetas de la ciudad para que exhibieran su destreza con poemas que alabaran la pasada victoria de su emperador sobre los catos en el Rin, pero aquellos malditos dacios, por Júpiter, se inmiscuían en su vida impidiendo que pudiera disfrutar de aquella victoria en paz. Primero las inoportunas victorias de Agrícola en Britania y ahora los dacios.

—Arrojar esa torquis al suelo, decurión —continuó el emperador con severidad—, es lo mínimo que podías hacer, pero no es suficiente para lavar tu honor de soldado derrotado por los bárbaros. Soldados así, como tú… Lucio… —y el emperador se quedó callado, a la espera de que alguien le diera el nombre completo; Partenio se acercó por detrás y murmuró al oído del emperador. Domiciano terminó entonces su frase—; soldados así, Lucio Quieto, no sirven a Roma. Debería hacer que te arrojaran a los leones hoy mismo, pero te salva que eres consciente de tu ineptitud y te humillas por ello. Eso te salva, eso te salva de mi ira, pero sigues sin valerme para luchar en el norte. A ver, a ver, una región pacífica en el Imperio, una región donde un soldado inservible como tú pueda valerme para pasearse y dar sensación de que Roma esta presente allí; una región bien controlada, donde un soldado como tú no tenga que verse en la tesitura de combatir. Por todos los dioses, ¿dónde hay una provincia así? —Partenio volvió a aproximarse por la espalda del emperador y, de nuevo, murmuró al oído imperial; Domiciano asintió—. Hispania, sí, Hispania, la provincia Tarraconensis parece un lugar adecuado. ¿A quién tenemos allí al mando?

Partenio respondió esta vez en voz alta.

—A Marco Ulpio Trajano, César.

—Trajano, sí, bien. Los Trajano son leales. Quizá él sepa encontrarte utilidad a ti y, en cualquier caso, la región está tranquila. Como no tendrás que combatir, Lucio… —no se quedaba con el nombre de aquel maldito decurión y Partenio volvió a musitar al emperador—, Quieto, sí. No merece la pena que recuerde tu nombre. Mejor para ti cuanto antes lo olvide. Irás a Hispania. Saldrás ahora mismo. No mereces ni un día de descanso en Roma. —Miró a Partenio un instante—. Que salga para Hispania en un barco con legionarios o mercancías o lo que sea, pero que no esté en Roma ni un día más. A Ostia con él esta misma tarde, en cualquiera de las barcazas de transporte fluvial, nada de cuadriga.

Partenio asintió. Lucio Quieto se inclinó ante el emperador y, sin mirarle, dio media vuelta y abandonó la sala engullendo con dificultad toda la humillación en forma de insultos que el César había vertido sobre su persona. A sus espaldas, en el suelo del Aula Regia, olvidada, quedó aquella torquis que con tanto valor ganara en el pasado. Su carrera militar y, en consecuencia, política, había llegado a su fin antes incluso de empezar. Ya nunca sería nadie. Bastante tenía con sobrevivir. Eso se decía a sí mismo mientras apretaba los dientes con rabia extrema, pero, para alguien que era el hijo de un príncipe norteafricano, sobrevivir así no merecía la pena. No la merecía. Sólo le alegraba algo: que ni el joven Nigrino ni su veterano tío ni Tetio Juliano ni sus jinetes norteafricanos habían presenciado el despreciable final de su vida militar.

En el Aula Regia todos esperaban la decisión del emperador sobre la respuesta adecuada contra los dacios.

—Hay que recuperar las insignias de la V legión —dijo el emperador, y calló a la espera de alguna sugerencia. Como siempre fue Partenio el único que se atrevió a hablar.

—Tetio Juliano, César, sería un legatus apto. Dispone aún de casi cuatro legiones completas. Hay que ordenarles contraatacar para que el enemigo no se crezca mientras se disponen nuevas legiones, por ejemplo desde el Rin, que puedan acudir en la próxima primavera al Danubio para emprender una auténtica campaña de castigo que culmine con la recuperación de las insiginias, César.

El emperador observó cómo varios senadores se atrevían, al menos, a subrayar con sus asentimientos silenciosos que estaban de acuerdo con la sugerencia de Partenio.

—De acuerdo —concedió Domiciano—. Que Juliano, en calidad de legatus, contraataque y… ¿quién está ahora al mando en el Rin…?

—Saturnino, César —respondió Paternio en voz baja.

El emperador hizo una clara mueca de desprecio. Saturnino era un débil al que le había gastado la broma de acusarle, delante de todos, de que se dejaba penetrar por todos los hombres que quisieran yacer con él. Scortum [prostituta], así le había llamado. El muy idiota en vez de reírse se atrevió a responder con una mirada de odio al César. En Germania estaba bien aquel engreído. Allí estaba bien, por osar mirar al César con esa altanería. Una broma del emperador se ríe o, como mínimo, si no te gusta, se engulle en silencio, pero sin miradas de aquel tipo. Domiciano asentía para sí. Desde aquel día nadie osaba mirarle con nada que pudiera parecer orgullo o rabia o desafío.

—Ese imbécil, sí —dijo Domiciano—. Bueno, da igual. Quiero saber lo antes posible cuántas legiones podemos enviar desde el Rin al Danubio. —De pronto, triunfante, casi jovial, el emperador habló con una carcajada entre dientes—. Ahora nos vendrá mejor que nunca mi épica victoria sobre los catos, especialmente si mandé a ese idiota de Satunino al Rin. Fortalecida por mi gran victoria la línea defensiva del Rin podemos permitirnos ahora que un imbécil esté ahí al mando y coger parte de sus tropas para ocuparnos de derrotar de una vez por todas a los dacios y solucionar el problema de las fronteras del norte para siempre. —Se levantó en su trono imperial y miró a todos desafiante—. Menos mal que tenéis a un auténtico César que vela por todos vosotros o los bárbaros ya camparían a sus anchas por las calles de Roma, se apropiarían de vuestros bienes y yacerían con vuestras esposas e hijas. Menos mal que tenéis a un César en Roma. —Como esperaba Domiciano, todos se inclinaron ante sus palabras—. Ahora dejadme solo, porque tengo que pensar y meditar sobre la forma de seguir salvándoos la vida.

Absolutamente todos fueron abandonando la gran Aula Regia, con la excepción de los guardias pretorianos y de Casperio, el jefe único del pretorio tras la muerte de Fusco, que nunca se daba por aludido ante una orden imperial en el sentido de dejar solo al César, a no ser que éste se dirigiera a él personalmente. Partenio fue el último en abandonar la gran sala de audiencias imperiales. Como siempre, no le gustó la idea de que Casperio se quedara a solas con el emperador, pero nada podía hacerse contra eso. Lo más urgente en cualquier caso era ver cómo desplazar legiones del Rin al Danubio para solucionar el avance de los dacios. La guerra del norte era un asunto temible, mucho más de lo que el propio emperador acertaba a imaginar, pero era imposible hacérselo entender y Partenio había aprendido a economizar esfuerzos. Se hacía mayor y no tenía energías para desperdiciar.

En cuanto el emperador vio que todos habían abandonado la gran Aula Regia, se dirigió a su jefe del pretorio.

—Ahora sólo tú estás al mando del pretorio, Casperio.

El oficial pretoriano asintió con decisión. Domiciano continuó.

—Fusco, con su estupidez, ha destruido media guardia pretoriana en el norte. Eso no puede permanecer así. Necesito que reconstruyas las cinco cohortes pretorianas que se han perdido al norte del Danubio y necesito que lo hagas en el menor tiempo posible, ¿me entiendes? —Casperio asintió de nuevo—. Es importante porque tengo muchos enemigos, muchos enemigos y esta derrota no hará sino que aumenten sobre todo en el maldito Senado. —Prosiguió mirando las paredes de reojo—. Todos me vigilan, Casperio, vigilan cada paso que doy y presiento las traiciones. Ahora saben que mi guardia está sólo con la mitad de sus efectivos. Debemos ser muy cuidadosos en mis desplazamientos por la ciudad, muy cuidadosos.

—¿Quiere el César cancelar el concurso literario de las próximas semanas en el teatro Marcelo? —preguntó el jefe del pretorio con el ceño fruncido.

—No, eso nunca. No podemos cancelar nada de lo previsto; ni eso ni mis apariciones en el gran anfiteatro Flavio o en el circo Máximo. No, eso provocaría que se murmurara y que pensaran que me he vuelto débil. No, Casperio. Debemos ser más astutos que mis enemigos en Roma. Acudiremos allí pero doblarás la guardia alrededor de mi persona. Si algo ha de quedarse sin vigilancia que sean los castra praetoria pero no yo ni la Domus Flavia, ¿comprendes; por todos los dioses, Casperio, lo entiendes?

El emperador lo miraba ahora fijamente y veía que su ahora único jefe del pretorio asentía, pero intuía que había pocas luces en aquel oficial, pocas luces. Quizá fuera mejor así. Casperio era leal y algo simple. Tendría que buscar a otro jefe del pretorio para sustituir a Fusco, pero, entre tanto, tendría que valerse de Casperio.

—Has de formar esas cinco cohortes con hombres de confianza de aquí de Roma o de cualquier parte del Imperio, pero que sean de confianza plena. Este asunto tiene prioridad absoluta.

Domiciano se alzó del trono imperial, descendió y sin mirar atrás abandonó el Aula Regía en busca de su sobrina Flavia Julia. La rabia le había abierto el ansia por poseer a alguien sin límite. Sin límite. Eso siempre le calmaba un poco. Un poco.

Los asesinos del emperador
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