UNA PETICIÓN, UNA MENTIRA Y UNA PROMESA

Roma, septiembre de 91 d.C.

De vuelta en el Ludus Magnus, Alana se tumbaba en su pequeño habitáculo para descansar por las tardes, mientras el resto de gladiadores proseguía con los entrenamientos. La joven sármata siempre se recuperaba bien de sus heridas, desde niña, por eso no estaba asustada. El corte había inflamado un poco el hombro, pero las cataplasmas del medicus de los gladiadores parecían ayudar a rebajar aquella hinchazón y el dolor no era excesivo. Nadie la visitaba. A ella le venía bien así. Se entretenía escuchando las órdenes de los preparadores a los luchadores y de esa forma conseguía aprender más palabras de aquella burda lengua latina. Ya podía decir frases completas, pero había muchas cosas que seguía sin entender. Las tardes las pasaba así siempre, en soledad, pero en paz consigo misma. Sólo entraba en su pequeño cubiculum el perro de Marcio, en busca de algún pedazo de pan que Alana le hubiera guardado o, en su defecto, de una caricia. Aquel animal parecía tan misterioso como su amo. Le había parecido entender que un gladiador le decía a otro que aquel perro negro había sobrevivido a un encuentro con un león cuando tan sólo era un cachorro. Alana no estaba segura de haber entendido bien.

Una noche la joven gladiadora oyó un ruido extraño justo fuera de su pequeña celda. Dejaban las celdas abiertas de los gladiadores que se habían probado valerosos como una muestra de confianza por parte del lanista. La suya estaba abierta desde su victorioso combate en Alba Longa, en una muestra de que había sido aceptada, pero para Alana aquel gesto de generosidad por parte del preparador de gladiadores se había convertido en una constante preocupación. Fingió seguir dormida, pero asió con fuerza una pequeña daga que tenía en la mano derecha sobre la que apoyaba la larga melena de su pelo. Había alguien, y se aproximaba. Era sigiloso, pero los oídos sensibles de Alana detectaban aquellas pisadas ahogadas. Sintió la respiración de un hombre, el olor de un hombre y se revolvió como una leona, acurrucándose contra la pared a la vez que esgrimía el puñal con violencia y rabia. No pensaba dejar que ninguno de aquellos animales la poseyera. No sin luchar.

—Soy yo —dijo una voz grave en voz baja—. No voy a hacerte nada.

Alana no había entendido bien, agobiada y nerviosa, pero la voz era serena y segura de sí misma. La luz de la luna se filtraba tenue en el cubiculum. El hombre se había detenido en el umbral, hacia el que había retrocedido tras el violento despertar de Alana. Al contraluz la muchacha no podía distinguir el rostro, pero aquélla era la silueta inconfudible del musculado cuerpo de Marcio. Ella no era consciente de hasta qué punto tenía memorizado en su cabeza el contorno completo del cuerpo de aquel hombre. Alana se relajó un poco. No quería yacer con nadie, pero, si la iban a violar, en el fondo se alegró de que fuera a ser aquel gladiador y no otro; al mismo tiempo, sin saber bien por qué, sintió pena. No había esperado eso de Marcio. El gladiador dio un paso y volvió a entrar en la pequeña celda. Alana seguía blandiendo el puñal. Marcio se sentó en el extremo opuesto del lecho. Ella observó que estaba desarmado. Eso la tranquilizó un poco, pero sólo un poco. Marcio era diez veces más fuerte que ella y mil veces mejor luchador. Aquella daga se le antojaba una torpe protección.

—Quiero estar contigo —dijo Marcio, que no era hombre de andarse con rodeos. El gladiador observó que la muchacha no parecía entenderle. Se acercó despacio hacia ella, y le acarició un pie desnudo. La piel de Alana, pese a estar curtida por el viento y el sol, seguía siendo suave por su juventud y su fuerza. La muchacha retiró el pie acurrucándose aún más contra la pared y cortó el aire con el puñal.

Marcio volvió a retirarse. Sabía que podía con ella, pero no era así como quería que fuera. Así no. Había visto la F grabada a fuego en la frente de la muchacha; no era con dolor como quería imponerse. Marcio estaba seguro de que para marcarla con aquella letra la habrían tenido que sujetar entre varios hombres. El era muy fuerte. Podría forzarla, sin embargo, Marcio, sin saberlo bien, buscaba otras sensaciones, pero aún era inexperto para desenvolverse bien en ese mundo extraño de sentimientos que Alana abría ante sus ojos. No, no quería usar la fuerza, pero era obstinado y no iba a dejarla sin insistir.

—Quiero estar contigo —repitió.

Alana negó con la cabeza.

—No puedo —dijo la muchacha.

Esa respuesta confundió a Marcio y la muchacha lo percibió, pero se sentía muy incómoda en latín. Le faltaban las palabras. Aun así lo intentó.

—Sármatas. Sus mujeres guerreras. Una mujer guerrera. Matar a un guerrero. Un guerrero muerto, mujer sármata puede estar con un hombre. Si no ha matado, no. No puedo. —Hubo un silencio—. No he matado aún a ningún guerrero —mintió Alana ocultando su enfrentamiento a orillas del Danubio con la patrulla romana que la atrapó—. No puedo.

Marcio la miraba fijamente. Aquello era lo último que había esperado, pero de alguna forma tenía sentido. Aquella muchacha era diferente a cualquier mujer que hubiera visto nunca. Era lógico que también fuera extraña en sus costumbres. Pero Marcio era persistente.

—En Alba Longa mataste a la guerrera germana —dijo y se acercó de nuevo hacia Alana, pero la joven volvió a cortar el aire con la daga y el filo de la misma pasó apenas a un dedo de la frente de Marcio. Este volvió a retroceder. La muchacha habló jadeante, a trompicones, muy rápido.

—Germana no guerrero. Germana mujer obligada a luchar. No guerrera. No puedo. No puedo. —Vio que aquel gladiador no se iba a ir con facilidad de su lado; a su modo aquel hombre mucho más fuerte que ella estaba siendo condescendiente; tenía que darle algo—. No puedo. Cuando mate un guerrero, un gladiador, entonces sí. Entonces sí puedo.

Marcio apoyó la espalda en la pared. Había oído al lanista comentar que se suponía que Alana había matado a un legionario en la frontera del Danubio, pero decidió no entrar en una discusión con la muchacha. Ella le había ofrecido un pacto, una promesa. Marcio asintió despacio.

—¿Cuando mates a un gladiador estarás conmigo?

Alana tardó unos instantes, pero al fin afirmó con la cabeza, una sola vez, pero de forma clara.

—Un gladiador, entonces —dijo Marcio y se levantó despacio—. ¿Eres buena con esa daga? —preguntó con la curiosidad con la que un guerrero pregunta a otro. El tono gustó a Alana; se sentía tratada de igual a igual.

—Muy buena —respondió la joven sármata. Marcio asintió y registró bien aquella información; siempre era interesante conocer las habilidades guerreras de todos y cada uno de los gladiadores de la escuela de lucha; luego, por fin, enfiló hacia el umbral, salió y su sombra proyectada por la luna se arrastró veloz por el suelo de arena que Alana alcanzaba a vislumbrar desde su rincón. La joven sármata bajó la daga, que no había dejado de esgrimir con tensión en todo momento, y se relajó un poco. No tenía claro que quisiera estar con Marcio, pero estaba segura de que aquel hombre la protegería del resto una vez que ella le había prometido estar con él. Otro problema distinto sería cuando, en efecto, matara a un gladiador. Ninguna mentira le serviría cuando ese momento llegara. Marcio no parecía hombre con el que se pudiera discutir sobre una promesa dada.

Los asesinos del emperador
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