LA ÚLTIMA TESELA DEL MOSAICO
Roma, julio de 96 d. C.
Partenio, tras el mal encuentro nocturno en el Foro Boario, decidió que no haría más paseos nocturnos sin protección, pero tenía, no obstante, que continuar con su plan y éste requería de algunos encuentros más conducidos en la más absoluta discreción. Así, con la excusa de supervisar el pedido de los mil espejos a unos artesanos al norte de la ciudad que trabajaban sin descanso en el proyecto, aprovechó una mañana para encaminarse por la ruta que seguía el gigantesco Aqua Marcia en su majestuoso vuelo por lo alto de Roma, cimentado en sus inmensos arcos, hasta que se despegó de la base de aquel enorme acueducto para ascender las escaleras de la puerta porticada del acceso sur al gran templo del divino Claudio.
Una vez en el interior, mientras se dirigía al templo erigido en un lateral de la gran plaza porticada del descomunal recinto, el mayor espacio dedicado a un emperador en toda la ciudad, observaba con atención que nadie le siguiera. Se detuvo entre los árboles que crecían alrededor del edificio central del mausoleo del divino Claudio. Sólo se veía a ciudadanos que, respetuosos, entraban en el templo del último de los grandes emperadores de la dinastía Julio-Claudia para ofrecer sacrificios que les ayudaran a congraciarse con los dioses. En los últimos meses, en paralelo con la creciente locura del emperador Domiciano, eran cada vez más los romanos —patricios, senadores, comerciantes y ciudadanos de toda condición— quienes, asustados por un gobernante que cada día parecía más obsesionado por sus miedos y menos interesado en ocuparse de los problemas de Roma y de su Imperio, acudían en tropel a arrodillarse frente al altar del templo del divino Claudio. En el nervioso pasear de su mirada por el interior del recinto, Partenio no pudo evitar volver a admirar la inmensidad de una obra que iniciara Agripina, la esposa del emperador Claudio, que Nerón detuvo para usar parte del espacio dedicado al complejo del mausuleo de su tío como cisterna del Aqua Claudia. Tuvieron que ser Vespasiano y Tito los que la terminaran, en un último gesto por ligar su nueva dinastía, la Flavia, con el poder del último gran emperador de la dinastía Julio-Claudia, el divino Claudio, pues Nerón, tras su damnatio memoriae decretada por el Senado, era de ingrato recuerdo y, en consecuencia, no contaba. Partenio confirmaba con sus ojos que Tito había ejecutado el final de las obras con auténtica generosidad: los mármoles de las paredes y el suelo, la piedra de las columnas, el delicado diseño de las metopas, frisos y capiteles eran de primera calidad. Una obra digna de albergar el recuerdo de un dios. Fue en ese momento cuando su pensamiento le hizo ver cuán extraño era que Domiciano no hubiera ordenado aún la construcción de un mausoleo de similares dimensiones destinado a su persona. Partenio sacudió la cabeza: Tito Flavio Domiciano no contemplaba la posibilidad de su muerte como algo próximo. Sí estaba completamente obsesionado por su seguridad y temía una conjura pero, en el fondo, estaba completamente seguro de salir con vida de cualquier intento por asesinarle. Estos pensamientos hicieron que Partenio recordara la razón que le había conducido al templo del divino Claudio aquella mañana: reemprendió la marcha y, en lugar de salir por donde había entrado, convencido ya de que no le seguían, descendió por la larguísima escalinata de la salida norte, la que que conducía a las arcadas del anfiteatro Flavio que, ajeno al devenir del mundo entero, se levantaba inmóvil y eterno ante él.
Al llegar al pie de la escalinata giró a la derecha y tras un centenar de pasos se detuvo frente a la puerta del Ludus Magnus, la gran escuela de gladiadores de la ciudad. Se identificó entonces como consejero imperial y, con la excusa de estar preparando un combate especial para disfrute del emperador, se le permitió el acceso al interior de las instalaciones. Si el viejo Cayo aún hubiera sido el lanista no habría precisado de ninguna excusa. Partenio echaba enormemente de menos a aquel veterano preparador de gladiadores. Habría supuesto una ayuda inestimable en aquellos momentos. En cualquier caso, quedaban sus palabras y por ellas se guiaba el viejo consejero, hasta el punto de que pensando en ellas llegó hasta la celda del mejor gladiador de Roma. Partenio, absorto en su plan, pareció no percatarse de que la mirada atenta de una joven gladiatrix le vigilaba mientras entraba en aquel cubiculum, pero sólo lo pareció.
Partenio se sentó frente a Marcio en una modesta sella sucia y destartalada que el consejero no se molestó en limpiar.
—Mi nombre es Partenio, soy consejero del emperador.
Marcio no dijo nada y se limitó a continuar cortando el queso que tenía sobre una pequeña mesa. Partenio interpretó aquel silencio como un signo positivo, pero continuó con tiento. No podía permitirse el lujo de malograr el objetivo de aquella entrevista. Sabía que iba a adentrarse en un terreno escabroso, pero era el único camino.
—Sé que no hablas con nadie pero también sé que eres uno de los mejores gladiadores de Roma. Quizá el mejor.
Marcio se limitaba a llevarse un trozo grande de queso a la boca y morderlo con ansia; parecía hambriento. Partenio continuó.
—Sé que no hablas con nadie desde que te viste forzado a matar a un provocator amigo tuyo en la arena. —Marcio dejó de masticar—. Sé que la lucha fue impresionante, merecedora del perdón de ambos. —El gladiador escupió la pasta de queso de su boca y apretó el cuchillo con fuerza; Partenio prosiguió sin dejar de observar aquel filo. Aceleró sus palabras para mantener a Marcio atento a lo que decía—. Lo sé porque yo estaba allí junto al emperador. Vi esa lucha y yo mismo le aconsejé que os concediera a ambos la rudis y la libertad; se lo dije varias veces, y le recordé que eso había hecho su hermano con Prisco y Vero y le había hecho popular entre el pueblo, pero ahí me equivoqué: Domiciano odiaba, sigue odiando, a su hermano y, por extensión, a cualquier cosa que hubiera hecho y hubiera sido apreciada por el pueblo. Por eso, por eso mismo, estoy seguro de que se obcecó en que matases a aquel provocator amigo tuyo; esa maldita locura y paranoia del emperador que condujo a la muerte de tu amigo. Sé que tu odio a Domiciano debe de ser infinito, incontenible… y vengo a ofrecerte una ocasión para vengarle.
Partenio calló, entre otras cosas para respirar. No era cierto que él hubiera dicho nada al emperador el día en que Marcio se vio obligado a matar a su amigo Atilio. En aquel momento, como el resto de los presentes en el palco imperial, no se atrevió a decir palabra. Pero eso no lo sabía su interlocutor en aquella entrevista que debía cambiar la Historia del mundo.
Marcio blandía el cuchillo asiéndolo con fuerza. Lo levantó despacio pero lo condujo al queso y volvió a cortarse otro buen pedazo. Para alivio de Partenio, Marcio habló antes de llevarse el nuevo pedazo de queso a la boca.
—Lo único que me satisfaría un poco sería matar al emperador; ésa sería la única venganza que merecería la pena. Pero no creo que sea eso lo que tenga en mente un consejero suyo.
No dejaba de sorprender a Partenio cuánta gente se confesaba dispuesta a matar al emperador o, cuando menos, a complacerse de que alguien lo matara, cuando el sólo hecho de admitir un sentimiento como ése podía ser objeto de una condena a muerte. Estaba claro que Domiciano había sembrado un odio desbordante durante sus años de reinado. Partenio albergaba la esperanza de poder encauzar todo aquel odio en la dirección correcta.
—Si te ofrezco venganza —replicó Partenio— es porque considero que la que tú anhelas es la que debe hacerse.
Marcio masticaba despacio. El queso estaba bueno; era de cabra. Se lo había llevado aquella misma mañana un admirador que había ganado mucho dinero apostando por él. Marcio deja de masticar y se rasca la cabeza. Engulle el queso y coge un cazo con vino. Echa un trago largo. Traga saliva. Mira fijamente a Partenio y le responde en voz baja.
—Matar a un emperador es fácil: es de carne y hueso y su piel se puede rasgar con cualquier espada como la de cualquier hombre, pero es imposible llegar hasta él armado y huir sin ser abatido por los centenares de pretorianos que le custodian en todo momento. Superar la guardia pretoriana: eso es lo difícil.
Partenio mantiene la mirada mientras escucha las palabras de Marcio pero a la hora de responder se ve obligado a bajar los ojos. No era una mirada fácil de sostener la de aquel gladiador. Partenio rebusca las frases más precisas para exponer la clave de su plan.
—Si te aseguro que puedes llegar junto al emperador sorteando la vigilancia que le protege en todo momento, si te aseguro que puedo reducir su guardia personal y que puedo garantizarte una huida… Entonces, gladiador Marcio, entonces…
—No creo que puedas conseguir lo que dices —responde Marcio, y vuelve a coger el cuchillo para cortarse un nuevo pedazo de queso.
—No podrás sobrevivir siempre como gladiador —replicó Partenio en un intento de encontrar una forma de tentar a aquel luchador a llevar a cabo la venganza que tanto ansiaba.
Eran lógicas sus dudas. Tenía que convencerle, tenía que convencerle, pero el gladiador volvía a comer su queso como si nada, como si aquella conversación ya no fuera con él. Partenio miró a su alrededor, como quien busca algo o a alguien que le ayude, y vio, de nuevo, a la gladiatrix. Situó una pieza más en el denso mosaico que construía su mente, en el complicado mosaico de un plan cada vez más complejo, la última tesela, una pieza inesperada, pero ahora completamente clave. Marcio miró a la gladiatrix un instante, una fracción casi imperceptible de tiempo, pero fue suficiente para un fino observador de la naturaleza humana como Partenio. Y ella le había vigilado cuando entraba en la celda de Marcio. Sí, Partenio había visto la forma de mirarse entre el gladiador y aquella luchadora. Era una mirada inconfundible que ningún silencio ni ninguna distancia podía ocultar.
—Corrijo mis palabras, gladiador —dijo entonces Partenio—: es posible que puedas sobrevivir aún muchos años más como luchador en la arena, incluso puede que no te importe morir, pero ¿cuánto tiempo crees que podrá sobrevivir ella?
Marcio se levantó, volcó la mesa y cogió a Partenio por el cuello; no le importaba que se estuvieran acercando varios adiestradores a detenerle: no podían dejarle asesinar a un consejero imperial ante ellos sin hacer nada por evitarlo. Partenio, alzado del suelo, con las manos en el cuello, se esforzaba por seguir hablando; las palabras eran lo único que tenía.
—Contra el tracio de Pérgamo estuvo a punto de morir… la muchacha no sobrevivirá siempre… Te ofrezco libertad para ti y para ella…
De pronto Marcio abrió la mano y, como un despojo, Partenio dio con sus huesos en el suelo. Los adiestradores rodearon al gladiador, que se llevó la mano a la espada que pendía de su pierna, pero Partenio se reincorporó como pudo y se interpuso entre los adiestradores y el gladiador.
—Todo está… bien… todo está… bien… Un malentendido, eso es todo… Estamos hablando… —Se giró hacia Marcio—. Estamos hablando, ¿no es así?
Marcio asintió y, más tranquilo, volvió a sentarse frente a la mesa volcada. Partenio comprobó que la gladiatrix se había acercado también pero, al ver que Marcio se tranquilizaba, la muchacha había optado por sentarse también en la esquina, a treinta pasos, junto a un enorme perro negro. Los adiestradores se alejaron. Tampoco les sorprendía todo aquello. Alrededor de Marcio todo era extraño. Si a aquel consejero le daba igual haber estado a punto de morir estrangulado, eso era asunto suyo. Una vez se quedaron a solas, Marcio tomó la palabra.
—¿La libertad para los dos?
—Para los dos y oro suficiente para que podáis emprender una nueva vida aquí en Roma o donde queráis. Una nueva vida sin tener que luchar para nadie. Además, habrás vengado a tu amigo. Todo eso es posible, Marcio. Todo eso. Lo prometo.
El gladiador volvió a mirar a la joven que acariciaba al perro negro. Marcio recordó que Alana había quedado embarazada el año anterior y había perdido al niño en los entrenamientos. El viejo lanista habría permitido que Alana hubiera descansado hasta que hubiera dado a luz, pero aquellos miserables que se habían hecho cargo del Ludus Magnus tras la ejecución de Cayo estaban locos y la obligaron a seguir entrenando y luchando. Un golpe en un combate acabó con el embarazo. Alana era joven y fuerte y se había recuperado; pese al dolor de la pérdida del niño, seguía allí, con él, a su lado, resistiendo, aguantando… pero desde el aborto no era la misma. A veces lloraba por las noches, cuando pensaba que él dormía y no podía oírla. Marcio se giró de nuevo hacia aquel consejero.
—¿Estás seguro de que puedes disminuir la guardia pretoriana, hacer que llegue junto al emperador y asegurarnos una huida?
—Puedo, pero ¿por qué has dicho «asegurarnos» en plural?
Partenio se volvió para mirar también hacia la gladiatrix.
—No, ella no —corrigió Marcio con rapidez—. Esto es una locura demasiado arriesgada que estoy dispuesto a intentar, aunque para tener éxito necesitaré ir acompañado de un puñado de hombres y quiero dinero y libertad para ellos también. Para los que sobrevivan.
Partenio no había pensado en eso, pero no iba a dar marcha atrás ante nada y, bien pensado, era razonable lo que estaba pidiendo el gladiador: un grupo de hombres armados tendría muchas más posibilidades que uno solo.
—Sea —concedió el consejero imperial—, pero toda recompensa pasa por ejecutar el plan hasta el final.
Marcio fue contundente en su respuesta.
—Si me conduces junto al emperador… le mataré. Pero no sé cómo vas a poder hacer eso —apostilló con solemnidad.
—Eso es asunto mío. —Y lo repitió mientras se levantaba de la destartalada sella en la que había vuelto a sentarse—: Eso es asunto mío. Un asunto que resolveré. Tendrás noticias mías. Pronto.
Partenio dio media vuelta y se alejó en dirección a la puerta del Ludus Magnus.
Mientras aquel consejero imperial caminaba hacia la salida de la escuela de lucha, Alana se acercó a Marcio, se sentó cerca de él y le preguntó con curiosidad:
—¿De qué habéis hablado?
Marcio cogió el queso del suelo y el cuchillo y empezó a cortar un nuevo trozo.
—De nada.
—Ya —dijo ella—, por eso has intentado matarle.
Marcio se llevó el trozo de queso a la boca. Ella supo que no iba a obtener respuesta alguna y retornó junto al perro. Si no iban a hablar, Alana prefería estar con quien, al menos, no podía hablar en modo alguno.