EL ANFITEATRO FLAVIO
Roma, primavera de 71 d. C.
El curator de las cloacas era un hombre maduro, con la piel excesivamente ajada para su edad, pero Partenio ya imaginaba que los efluvios del submundo de fango y heces de Roma no debían de ser el mejor lugar para mantenerse joven y con una piel lustrosa. Por otro lado, el curator era un hombre escrupuloso con su aspecto: había acudido al encuentro con una toga blanca sin mácula alguna y hacía gala de modales exquisitos. Partenio respetaba a aquellos pequeños hombres, funcionarios de un Estado dirigido por emperadores y patricios que ignoraban a estos eficaces servidores de Roma. El consejero imperial sabía que la ciudad, el Imperio, se sostenía en gran medida por dos grandes fuerzas: el ejército, sin duda, y un complejo y casi siempre olvidado entramado de pertinaces administradores públicos que, por alguna extraña razón que aún no había conseguido comprender, encontraban en el trabajo bien hecho una satisfacción que era la fuerza motora de sus ignoradas existencias. Sí, Partenio repetaba a ese ejército silencioso y ahora, ante él, tenía a uno de esos callados servidores que, contrario a su naturaleza, había decidido hacerse visible, en este caso emergiendo de las entrañas de la ciudad, para presentar algo insólito: una reclamación.
Cuando una de estas personas se dirigía al emperador para elevar una queja eso sólo podía significar que algo grave pasaba. Aquellos funcionarios nunca se equivocaban en sus apreciaciones porque estaban basadas en el conocimiento exacto, preciso, del entorno sobre el que trabajaban. Si quien regentaba las cloacas de la ciudad había solicitado entrevistarse con el emperador, es que algo serio ocurría. Pese a todo, Partenio, cauto, superviviente nato entre los humores variables de diferentes emperadores, decidió recibir él primero a este extraño servidor y escucharle con atención.
—Gracias, muchas gracias por recibirme —empezó el curator en lo que podría haber sido una pose fingida, pero, era tal la efusividad en aquellas palabras, que Partenio estaba convencido de que aquel hombrecillo pequeño estaba realmente agradecido de forma desmesurada por el simple hecho de que se le hubiera recibido en el palacio imperial en un relativamente corto espacio de tiempo: siete días desde su petición. Partenio, debía admitirlo, sentía curiosidad—. Gracias, consejero imperial, gracias.
—Ve al asunto, curator, mi tiempo es limitado y más aún el del emperador.
—Por supuesto, por supuesto. Al asunto, entonces. Veamos, resumiré; sí, al asunto: las alcantarillas, los túneles subterráneos de las cloacas, concretamente de la red central, la de la Cloaca Máxima, se hunden. Se hunden. Ha habido ya varios desprendimientos. Dos techos y una pared en una de las grandes cisternas.
—¿Desprendimientos? —repitió inquisitivamente Partenio; aquello tampoco era nuevo. Pasaba desde hacía años. Desde hacía siglos. Era absurdo elevar una queja por eso. El curator supo interpretar el entrecejo del consejero imperial.
—Sí, por supuesto esto ocurre siempre, siempre, pero no con la intensidad, con la frecuencia actual. Han sido dos galerías enteras y una cisterna de derivación de aguas fecales. Esto nos ha creado muchos problemas allí abajo.
—¿Por eso los malos olores de estos días en palacio y en el foro?
—Por eso, por eso. —El curator estaba encantado de hablar con alguien que era capaz de hacer las conexiones adecuadas.
—Bien, pues arregla el asunto. Repara las galerías hundidas. Tienes hombres a tu cargo para esas tareas. El emperador ha dedicado la partida usual de dinero para los materiales de reparación. El hecho del olor, lo único que demuestra es que no estás últimamente a la altura de tu responsabilidad.
Partenio no pensaba para nada algo así, pero estaba seguro de que al atacar la capacidad de aquel fiel funcionario público, éste se rebelaría y soltaría lo que fuera que le había traído allí, pero que le daba miedo plasmar en palabras, de forma inmediata. Y no tenía tiempo que perder en largos circunloquios.
—No, consejero imperial, eso no es cierto, debo contradecir al gran consejero del emperador. Durante diez años he afrontado derrumbamientos, grietas, desmoronamientos de galerías enteras, cloaculae embozadas, pero siempre una aquí, otra allá, y llevaba a mis hombres y lo arreglaba. Pero ahora es un desmoronamiento general el que se aproxima si no se toman las medidas adecuadas. —Inspiró con profundidad un instante antes de decir lo que había que decir—. Las obras del nuevo anfiteatro… del anfiteatro Flavio, acabarán con la red de la Cloaca Máxima. —Toda vez que vio que el consejero no le interrumpía, se atrevió a ser más específico—. Los carros que extraen arena del centro de la ciudad, de los jardines de la Domus Aurea, y que luego vuelven cargados con esas inmensas moles de piedra y mármol, se pasean por las calles bajo las que discurren las principales cloaculae de la ciudad. La red de la Cloaca Máxima es, de las tres de la ciudad, la más antigua y, pese a las reformas de Agripa, las galerías no soportarán ese tráfico de grandes piedras y materiales por sus techos resquebrajados.
—El emperador quiere un nuevo anfiteatro, ¿o es que estás sugiriendo que le diga al emperador que el curator de las alcantarillas de Roma le pide que construya su anfiteatro en otro sitio?
El funcionario miró al suelo. Eso exactamente es lo que habría que decirle al emperador, pero él ya sabía que eso sería imposible. Por eso había elaborado un plan alternativo. De debajo de su toga extrajo un plano del centro de la ciudad, se agachó y lo desplegó en el suelo. No le importaba arrodillarse. Se pasaba gran parte del día encogido bajo tierra y, cuando se trataba de defender su pequeño reino en las entrañas de la ciudad, no tenía orgullo si humillándose podía conseguir sus objetivos.
—No, por supuesto que no —dijo el curator sin mirar al consejero, con sus ojos fijos en las líneas que había trazado sobre el plano de la ciudad—. He marcado aquí la ruta que estos carros siguen actualmente en su trayecto hacia el centro y en su regreso a las puertas de la ciudad; han escogido el camino más corto, es lógico, lo entiendo, lo entiendo, pero si se desviaran en este punto y en este punto —señaló la Via Sacra al norte, la intersección del Virus Tuscus y el Clivus Victoriae en el centro y las calles aledañas al circo Máximo algo más al sur—, sólo se alargaría un poco el trayecto, pero evitarían las galerías más débiles, las más antiguas y, con unos pocos hombres más de refuerzo, podríamos mantener el conjunto del sistema de cloaculae operativo en su mayor parte mientras se llevan a cabo los trabajos. —El curator se levantó entonces y, con sus brazos estirados, le acercó el plano al consejero mientras seguía hablando—. Se puede ver con claridad en las anotaciones que he hecho. Un anfiteatro como el que el emperador ha proyectado, todo el mundo habla de ello en Roma, llevará años de construcción y hay que reducir el impacto de estas obras en la red de alcantarillas. Es por el bien de Roma.
Partenio tomó en sus manos el plano y lo estudió con atención. Todo lo que había dicho aquel hombre tenía perfecto sentido. Era lógica pura, sólo que nadie, ni siquiera los arquitectos del emperador, había reparado en ello, y si el curator decía que el sistema de alcantarillado no aguantaría aquellas obras, sin duda, eso era lo que pasaría. Sólo había un pequeño problema.
—Las rutas alternativas que propones para el transporte de las piedras, los ladrillos, el mármol, bueno, todos los materiales de la obra —dijo Partenio mirando el plano con atención— implican casi el doble de tramo a recorrer por cada cargamento. Eso ralentizará el trabajo y no le gustará al emperador.
—Entiendo, entiendo lo que dice el consejero, pero quizá —y aquí se inclinó levemente al hablar como quien hace una reverencia— el consejero sepa exponer mucho mejor que yo la situación al emperador y acierte con el modo de persuadir al Imperator Caesar Augustus sobre la mejor forma de ejecutar estas magníficas obras sin destruir la red de alcantarillado del centro de la ciudad.
Partenio sonrió por dentro ante la habilidad con la que el curator le adulaba, pero mantuvo una faz seria en el exterior. No estaba para nada convencido de que el emperador fuera a aceptar todos aquellos desvíos. Quizá algunos sí, evitando las galerías más viejas.
—No creo que el emperador acepte tu plan —respondió al fin el consejero imperial—. Pero dime, ¿cuáles son las cloaculae más afectadas?
El curator apretó los labios. Se resistía a que no se accediera a su plan tal cual lo presentaba, pero sabía que poco se podía negociar. Fue preciso en su respuesta.
—En el sector de la basílica Julia y la basílica Emilia, junto al templo de Cástor, ésas son las calles bajo las que las alcantarillas están más dañadas. Hay que evitar esas dos avenidas, por lo menos eso. Y aun así no sé si podré mantener el sistema operativo.
—Hay decenas de personas dispuestas a ocupar tu puesto, curator—le advirtió Partenio, pero decidió dejarle una salida honorable—; aunque yo sé que tú eres el más indicado para esta tarea.
El curator asintió y suspiró al tiempo que respondía.
—Si se evitan esas calles, las alcantarillas funcionarán. —Dejó un segundo de silencio antes de volver a repetir su compromiso—. Funcionarán.
—Por supuesto —concluyó Partenio e hizo una señal con el dorso de su mano derecha indicando que la entrevista había terminado.
El curator miró el plano, pero como el consejero no hizo ademán alguno de devolvérselo, el funcionario se limitó a inclinarse de nuevo y, caminando hacia atrás, abandonó la sala.
Semanas después de la entrevista, el curator miraba los techos de piedra de las galerías subterráneas de las cloaculae de Roma. Apretaba los labios y, cuando las grietas se trazaban en su particular cielo pétreo, la barbilla le temblaba por la ira, pero no podía hacer nada, no podía hacer nada más que luchar aquella guerra sucia y desigual a la que se veía abocado para supervivir en el submundo de la ciudad. El consejero imperial con quien se había entrevistado había conseguido que algunos cargamentos de piedra para el gran anfiteatro se desviaran de las avenidas más débiles, allí donde los derrumbamientos en su subsuelo habían sido más importantes, pero era sólo una victoria parcial. Los arquitectos imperiales, acuciados por un emperador que a sus sesenta y dos años se sentía viejo y anhelaba ver su gran obra terminada lo antes posible, se saltaban las directrices marcadas por el consejero imperial y, especialmente por la noche, ordenaban que los gigantescos carruajes de transporte volvieran a las antiguas rutas, las más cortas, pero también las que más estragos causaban en las ignoradas entrañas de Roma.
Nadie en el exterior oía el aullido de los derrumbamientos, y si el mal olor, fruto de alguna o de varias galerías bloqueadas por piedra, tierra y heces, emergía entre las piedras de las calles, pronto se confundía con el hedor que desprendían mercados sucios, orines de borrachos y perros, ollas calientes, fábricas, y hasta sangre de los mataderos o de los circos donde no dejaban de sacrificarse cabras, terneros, cerdos, jabalíes, leones, tigres, hipopótamos, osos, linces y hasta seres humanos cuyos cadáveres eran arrastrados a las salas de despiece para, en el caso de los animales, ser ingeridos por seres humanos y, en el caso de los hombres y mujeres y niños muertos por ser cristianos o judíos o esclavos rebeldes o asesinos, tanto daba, ser entregados en pequeños trozos a las propias fieras que luego se comerían los mismísimos romanos en diversos fastuosos banquetes. El curator de las alcantarillas mantenía sus ojos fijos en los techos destrozados de su reino de tinieblas y sentía asco: Roma se había convertido en un círculo de carne infinito donde los ciudadanos de la capital del Imperio terminaban convirtiéndose en caníbales indirectos sin casi saberlo, o sin querer saberlo.
Miró al suelo con rabia. A su alrededor una veintena de trabajadores esperaban sus órdenes. Había también otra veintena de esclavos que Partenio, el consejero imperial, había enviado a modo de refuerzo; como si con veinte hombres más se pudiera detener aquella debacle. El curator se dirigió a todos como un legatus que arenga a sus legionarios antes de entrar en combate.
—Nos dividiremos en tres grupos. Yo dirigiré los trabajos en la Cloaca Máxima y sus cloaculae, mientras que otro grupo se dirigirá al norte para revisar la red del Campo de Marte y un tercero, con la mayor parte de los esclavos, irá hacia la red del Aventino. De esta forma controlaremos todos los frentes. Te quiero a ti y a ti y a ti, a todos vosotros —continuó el curator señalando a los trabajadores más veteranos—, conmigo. Aquí —miró una vez más hacia un techo que acababa de crujir—, aquí, en la Cloaca Máxima libraremos la peor de las batallas. —Volvió a mirarlos a todos—. Esta va a ser una guerra larga y no tendremos ayuda del exterior. Una guerra larga, sí —empezó a andar sobre el fango y el agua podridos que fluían por el suelo de la galería—; larga, sí, pero resistiremos, resistiremos como hemos hecho siempre, incluso si allá arriba todos han perdido ya la razón.
Era una guerra oculta, extraña, maloliente que se luchaba en el submundo de Roma de espaldas a todos. Nadie en el palacio imperial pensó que de aquella guerra desconocida se pudiera derivar ninguna consecuencia de importancia. Ni el propio Partenio supo intuirlo entonces. Pero el rencor del curator, alimentado con cada derrumbe, fue creciendo impulsado por su perplejidad ante la estupidez de los que gobernaban en la superficie del mundo.