UN PASADIZO SECRETO

Domus Flavia, Roma

18 de julio de 96 d.C., hora tertia

En cuanto Partenio apareció en la puerta de la cámara de la emperatriz, todas las esclavas salieron de la estancia. El consejero del emperador se inclinó ante Domicia Longina al tiempo que la saludaba.

—Te saludo, augusta Domicia Longina. Es éste un día hermoso de verano, sin demasiado calor.

—Entonces será un buen día para tomar decisiones importantes. Ya sabes por qué te he hecho llamar.

Partenio no podía estar más feliz al ver confirmada su intuición.

—Lo imagino, mi señora, pero deberíamos precisar para no caer en malentendidos. Estos asuntos son delicados.

—No hay nada de delicado en lo que tramas, Partenio.

El consejero del emperador se puso serio, en guardia. Quizá se había equivocado o quizá se tratara sólo del último estertor de mala conciencia de la emperatriz por la acción a la que iba a incorporarse. En cualquier caso, había que andarse con tiento.

—Estoy dispuesta a colaborar, pero ha de ser pronto —continuó Domicia—. No resisto más, Partenio. —Y casi entre sollozos mal contenidos—: De pronto, después de tantos años, no lo soporto más, no lo soporto más… No sé ni cómo he aguantado tanto…

Partenio nunca había visto a la emperatriz derrumbarse ante nadie. Aquello también era peligroso. El consejero dio un par de pasos al frente y se arrodilló frente a Domicia, que ocultaba las lágrimas de su rostro con las manos blancas sentada en un extremo de su lecho.

—La emperatriz ha sido muy fuerte todos estos años. Nadie habría resistido como Domicia Longina. Eso lo sabemos pocos, muy pocos, pero los que lo sabemos admiramos la entereza de la emperatriz y la necesitamos unos días más, sólo unos días más. Estoy reclutando hombres, a los mejores.

Las palabras de Partenio surtieron el efecto deseado y la emperatriz se recompuso. Se secó las lágrimas con el dorso de sus aún suaves manos, suaves pese a la edad, y miró fijamente al consejero, que se alzó de nuevo y se retiró hasta quedar en pie frente a ella, a una prudente distancia de respeto. Domicia no se sintió mal por la compasión de Partenio; no era cualquiera. Si alguien sabía de sobrevivir a emperadores, era él. Allí estaba desde el tiempo de Nerón, y allí seguía.

—Han de ser los mejores para poder con los pretorianos, si no todo se habrá perdido —subrayó la emperatriz ya rehecha casi por completo, centrándose de nuevo en el asunto que les ocupaba.

—Lo serán, mi señora, lo serán. Por mi vida, por las vidas de todos que están en juego, lo serán. Serán hombres tan terribles o más aún que los pretorianos.

—Han de serlo para vencerlos.

Partenio se inclinó en señal de confirmación y, a continuación, para evitar que la emperatriz cayera de nuevo en las lágrimas, decidió aprovechar la ocasión para comprobar algún otro punto de su plan que, por fin, podía confirmarse o rechazarse.

—¿Es cierto, mi señora, lo del pasadizo?

Domicia lo miró con algo de sorpresa. Siempre había pensado que el asesinato tendría que ser ejecutado por unos pocos hombres, pero nunca se había detenido a pensar en que deberían burlar los férreos turnos de guardia de los pretorianos que patrullaban a todas horas por todos los recovecos del palacio imperial.

—Es cierto. —Domicia Longina miró hacia su derecha—. Conduce hasta el jardín del hipódromo, en la ladera del palacio.

Partenio no pudo ocultar su satisfacción. ¡Por todos los dioses! Eso solucionaba una infinidad de inconvenientes.

—Es perfecto, mi señora, es perfecto. ¿Me permite la emperatriz?

Se acercó a la pared, al punto justo donde estaba mirando la esposa del emperador. Era una pared lisa, recubierta por un fino fresco que representaba a varias jóvenes desnudas bañándose en una piscina de aguas claras rodeada de columnas corintias. A Domiciano le gustaba tener elementos de motivación sexual adicionales por las noches. Partenio deslizó sus manos por la pintura del fresco, pero no encontró nada. Se volvió entonces hacia la emperatriz, algo confuso.

—Hay que empujar, Partenio, sólo hay que empujar con fuerza y se abre.

Escéptico, pues no había descubierto nada en la pintura que pudiera indicar tal cosa, empujó con fuerza. Para su sorpresa, la pared cedió y se abrió ante él una pesada puerta de piedra. Los laterales de la misma coincidían con las líneas de sendas columnas, de modo que los finos marcos de la puerta quedaban disimulados por el trazo del dibujo de las columnas corintias que rodeaban la piscina de las hermosas mujeres desnudas.

—Muy ingenioso —reconoció Partenio.

La emperatriz sonrió, pero no estaba tranquila.

—El emperador conoce este pasadizo, y desde lo de Paris hay pretorianos en su acceso en el hipódromo.

—Lo sé —dijo Partenio—, pero mis hombres se ocuparán de esos guardias. Lo importante es que así no tendrán que vérselas con toda la guardia pretoriana, sino sólo con los del hipódromo. Y me ocuparé de que haya pocos allí el día señalado. Lo importante será que lo hagan en silencio; los hombres que estoy seleccionando están entrenados y, como todos, se juegan la vida. Acabarán con ellos y subirán por aquí. —De pronto Partenio frunció el ceño—. ¿Se puede abrir desde el interior del pasadizo?

La emperatriz negó con la cabeza.

—Ya —Partenio suspiró—. ¿Y la emperatriz tendrá fuerza suficiente para empujar y abrir? He comprobado que se requiere (pido disculpas a mi augusta señora, pero debemos asegurarlo todo) bastante fuerza y…

La emperatriz sonrió con cinismo, con una mueca de asco y una pincelada de satisfacción.

—Te aseguro, Partenio, que tengo fuerza y rabia y odio suficientes para tirar esa pared entera si hiciera falta.

Partenio asintió un par de veces en silencio. El emperador se equivocaba al menospreciar a su esposa. El consejero se inclinó de nuevo, pidió permiso a Domicia Longina para salir de la cámara y, justo cuando estaba a punto de abandonar el dormitorio imperial, la emperatriz le preguntó algo.

—Pero ¿cómo harán tus hombres para llegar hasta el hipódromo sin ser descubiertos antes?

Partenio se giró despacio.

—Lo tengo todo pensado, mi señora. La emperatriz sólo debe ser fuerte unos días más, sólo unos pocos días más. En unas semanas todo habrá acabado.

Domicia Longina asintió pero añadió un comentario perturbador.

—No te demores, Partenio: el emperador sospecha ya de todos.

El consejero afirmó con la cabeza una vez, levemente, al tiempo que respondía a aquel aviso.

—Lo sé.

Partenio dio media vuelta y Domicia Longina vio cómo el consejero imperial, consejero de hasta tres emperadores y superviviente de muchos más, salía despacio, algo encogido por la edad, dispuesto a acometer la mayor de las locuras: intentar asesinar al emperador más protegido y más desconfiado de la historia de Roma. La emperatriz estaba segura de que Partenio no encontraría hombres capaces de derrotar a los pretorianos. Todos iban a morir, pero era mejor morir intentando alcanzar la libertad que seguir moribundos bajo las sandalias podridas de aquel tirano en el que se había convertido su esposo, el emperador del mundo.

Los asesinos del emperador
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