EL TRIUNFO DE DOMICIANO

Roma, 83 d.C.

El triunfo celebrado por Domiciano fue colosal. Trajano, por fin, consiguió enviar un buen contingente de cautivos germanos. El emperador nunca preguntó el coste que aquello tuvo para el ejército, pero no fue insensible a los esfuerzos de las legiones del norte y subió los salarios de todas las legiones del Imperio. De esa forma se garantizaba su lealtad por mucho tiempo, más allá de algunas decisiones cuestionadas por algunos oficiales en su campaña del norte. Sólo las legiones que habían visto con sus propios ojos todo lo acontecido en Germania sabían exactamente hasta qué punto aquel triunfo era inmerecido o, cuando menos, prematuro, pero de esto en Roma no se hablaba. Sólo algunos senadores, entre las sombras de la gran sala del edificio de la Curia Julia, se atrevían a murmurar algún descontento o alguna duda sobre la oportunidad de aquella exhibición de poder imperial. Pero Domiciano, astuto, para desarbolar toda posible crítica, había tomado la inteligente decisión de que se diera término a las obras del gran arco triunfal que conmemoraba la victoria de su hermano Tito sobre los judíos al tiempo que él mismo celebraba su triunfo sobre los catos. Vespasiano, Tito y Domiciano, así, se convertían en una misma cosa para el pueblo: una dinastía imperial, una larga serie de victorias absolutas sobre los enemigos de Roma.

Fuera como fuese, centenares de catos fueron exhibidos frente al gran carro del emperador, encadenados todos, muchos malheridos y sólo unas cuantas decenas fuertes y recios y desafiantes. Eran los mejores de entre los enviados por Trajano. A ellos se dirigían las miradas de odio y desprecio de la plebe de Roma. Domiciano saludaba a todos feliz, divertido, exultante. El esclavo que sostenía la corona de laureles y que debía pronunciar la frase memento morí [recuerda que vas a morir] tuvo la sagacidad, o la prudencia, de guardar silencio durante todo el desfile y no dijo palabra alguna. Movía los labios para que los senadores pensaran que sí hablaba, pero no emitía sonido. El emperador nunca echó de menos oír las palabras acostumbradas recordándole su condición de mortal. Y es que todos en Roma, desde el más humilde esclavo o liberto a servicio de la casa imperial hasta cualquier poderoso senador, estaban aprendiendo que el silencio era la forma más hábil de evitarse problemas en la Roma imperial que gobernaba Domiciano.

—¡Ave, César! ¡Ave, César! ¡Ave, César! —vitoreaba el pueblo y Domiciano sonreía, sonreía, sonreía. Ya estaba a la altura de su padre Vespasiano o de su hermano Tito.

Flavia Julia esperaba en la cámara del emperador. Había asistido por la mañana al glorioso desfile triunfal de su tío. La joven Flavia, a sus dieciocho años, había presenciado aquella celebración con una amalgama de sensaciones encontradas: por un lado, le recordaba aquel otro desfile triunfal que su propio padre, Tito, celebrara, junto con su abuelo, cuando ella sólo era una niña de siete años; en ese sentido se había sentido feliz rememorando un pasado en el que todo era felicidad, protegida por el amor de su padre y por el poder de su abuelo. Ahora, desaparecidos los dos, dependía de su tío, y las miradas cada vez más penetrantes, más inquietantes del emperador, la incomodaban. La había citado en su cámara particular en la gran Domus Flavia. El palacio aún seguía en obras, pero su tío había insistido en que todos se mudaran ya allí, a la nueva gran residencia imperial. A Flavia le parecía demasiado grande, demasiado fría y, sobre todo, sin recuerdos que rememorar entre aquellas fastuosas paredes pintadas con todo tipo de motivos florales, de caza o divinos que más que una decoración eran para ella como una gran prisión. A su desazón se sumaba el destierro de su tía Domicia, que la había dejado sin una mujer mayor a la que consultar. Flavia andaba perdida, asustada y estaba sola. Sin saberlo, sin quererlo, sin hacer nada más que existir, adornada por la hermosura de su joven cuerpo, se había convertido en el oscuro objeto de deseo del emperador.

Domiciano, siempre seguido por la guardia pretoriana, llegó a la Domus Flavia y cruzó el Aula Regia, ya prácticamente terminada, y el resto de dependencias públicas del palacio sin detenerse. Estaba demasiado contento y demasiado cansado como para ocuparse de cualquier asunto público que no fuera el de oír halagos a su gran campaña del norte y a su bien organizado triunfo. Nada más cruzar la mirada con el omnipresente Partenio, el emperador supo que había algún asunto que el liberto deseaba tratar, seguramente relacionado con la rebelión de los caledonios en Britania, pero para eso ya había enviado al supuestamente bien preparado Agrícola en calidad de legatus para resolver la situación; Domiciano no deseaba en ese momento perder tiempo en debatir sobre un tema que debía resolverse por sí solo. Y si no, ya se ocuparía del mismo, pero no aquella tarde. Aquella tarde no. No, porque había reservado aquella preciosa tarde, justo después de su triunfo, para celebrar una victoria aún más dulce, aún mas cálida, y, como le gustaba a él, mucho más retorcida. A Partenio lo había mantenido como consejero porque el viejo, en un intento desesperado por salvar su vida, se había mostrado realmente eficaz a la hora de proporcionar buena información sobre los diferentes legati y sus diversas capacidades. A Partenio, en gran medida, se debía la ratificación de Agrícola como legatus para Britania. Los acontecimientos dictarían sentencia sobre su auténtica capacidad como consejero. El tiempo decidiría. Pero apartó de sus pensamientos la para él siempre siniestra figura de Partenio y se centró en lo que más anhelaba en aquel instante: había llegado el momento, una vez equiparado con su hermano en victorias militares, sí, había llegado el momento de vengarse de Tito atendiendo de forma especial a la cada vez más hermosa Flavia Julia.

Las puertas de la cámara imperial se abrieron. Los pretorianos se hicieron a un lado. El emperador entró. Las puertas se cerraron a su espalda. La joven Flavia Julia se levantó del solium en el que se había sentado a esperar. Tito Flavio Domiciano avanzó hacia ella con decisión y se detuvo a tan sólo un paso de distancia.

—¿Cómo está mi hermosa sobrina? —preguntó en un tono afable, pero incapaz de evitar llevar su mano a la barbilla de la joven para levantar aquel rostro que se empecinaba en ocultar su belleza mirando al suelo.

—Muy bien, César —musitó la joven—. El desfile ha sido muy hermoso, César.

Domiciano sonrió.

—Tú sí que eres hermosa, Flavia. —Se alejó para servirse una copa de vino. No quería esclavos presentes; se bastaba él solo; aquel momento era para disfrutarlo hasta el final—. ¿Quieres vino?

—No suelo beber.

Domiciano mantenía su sonrisa. Le encantaba la sensación de fragilidad que Flavia despedía por todos sus poros.

—Sea; beberé yo por los dos.

Saboreó el dulzor del vino con aquellas minúsculas raspaduras de plomo en su poso final, atrapadas en parte por la fina capa de plomo que, a su vez, protegía los labios imperiales del cardenillo del bronce de aquella copa. Se sentó en la cama situada en un lado de la habitación.

—Ven aquí, Flavia.

La joven dudó, pero se fue acercando poco a poco; a Domiciano le encantaban aquella timidez, aquel rubor, aquel miedo de su sobrina. Era cierto que podía disfrutar de cualquier mujer de Roma o del Imperio, la que se le antojase, pero disfrutar de Flavia Julia, poseer a la única hija de su hermano, yacer con ella y llegar al éxtasis en su interior, era una venganza tan perfecta, tan total, tan completa…

La muchacha estaba frente a él.

—Desnúdate, Flavia. Desnúdate.

La muchacha, sola, frente al emperador del mundo, en una cámara de puertas cerradas, en un palacio repleto de pretorianos al servicio de aquel hombre, entre lágrimas incontroladas que discurrían por sus mejillas de joven mujer virgen, obedeció y, con manos temblorosas, una a una, se fue quitando cada prenda, desde la suave stola hasta llegar a la túnica intima y quedar así, con sus senos tan sólo protegidos por sus propios brazos cruzados, desnudos y frágiles ante la incontenible ansia de Tito Flavio Domiciano.

Los asesinos del emperador
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