EL AMO

DOMITIANVS

Roma, 85 d.C.

Me daba de comer y de beber. El lomo me hervía de dolor y quería lamérmelo, pero él no me dejaba. Me cogía en sus patas delanteras, las más fuertes que he visto nunca, y me acariciaba con suavidad. Al final me tranquilizaba algo. Me daba agua y se pasaba la tarde conmigo. Por las mañanas no; entonces luchaba contra otros de los que caminaban a dos patas en una plaza cerrada. Mi amo, que así empecé a pensar en él, ganaba siempre. Luchaban con los hierros punzantes, pero no se los clavaban. Era como un juego para ellos, pero un juego en el que el amo siempre ganaba.

Con el tiempo las heridas de mi lomo se cerraron y pude empezar a caminar y a correr. Pronto me familiaricé con todos los recovecos de aquella guarida. Era grande y llena de pequeños rincones y había bastante comida, pero a mí sólo me daba comida el amo, que siempre se sentaba solo. Ninguno de los otros se acercaba a él cuando comía. Yo estaba orgulloso porque el amo me dejaba que me tumbara a sus pies. Cuando él terminaba se levantaba y yo le seguía. Iba a donde tenían mucha comida y gruñía de forma incomprensible para mí, pero siempre le daban carne fresca, cruda y sabrosa. Se giraba entonces y me la ponía en el suelo, frente a mí. Yo me relamía, pero había aprendido que tenía que esperar a una señal del amo. Le miraba fijamente, sentado, nervioso, muerto de hambre. Entonces él levantaba su pata delantera derecha y era la señal. Podía coger la carne y comerla toda sin que nadie me molestara. El amo se sentaba entonces en una piedra bajo el sol de la tarde. Yo me acostaba junto a él con mi pedazo de carne. A veces era un conejo entero o un pollo y me lo comía tranquilo a los pies de mi amo. Mis patas crecieron y se hicieron fuertes y mis dientes cayeron para que salieran otros aún más grandes. A veces me tragaba los pequeños que se caían sin darme cuenta, pero nunca me dolió nada por eso.

Había algunos perros más por la guarida, pero crecí tanto y mis gruñidos eran tan potentes que ninguno se atrevía a acercarse. Había también una perra mayor, pero no dejaba que me acercara. Rugía y me enseñaba los dientes. Yo era más fuerte, pero no quería luchar contra ella. Nos manteníamos alejados el uno del otro. Luego aparecieron algunas otras perras. Como era el más fuerte de todos, cuando quería estaba con una o con otra. Mi amo no me decía nada. Yo me concentraba en estar siempre que podía junto a mi amo. Los de dos patas se reunían en grupos y se reían, parecían relajados a veces, cuando no luchaban. Mi amo siempre estaba solo. El único que se le acercaba era el más viejo de los de dos patas, delgado y con el pelo de la cabeza gris. Era como el jefe de todos ellos, como el amo de mi amo. Era al único a quien mi amo escuchaba. Llegó entonces una tarde en la que el amo, después de comer, no se sentó conmigo sino que se vistió de hierro y, acompañado por el resto de luchadores, caminó por un largo túnel. Yo les seguí; iban de regreso al edificio de la muerte y las bestias oscuras. Procuré estar al lado del amo porque sabía que junto a él nada malo podía pasarme. Llegamos a una sala donde mi amo se arrodilló frente a una pequeña figura de piedra que sólo olía a piedra. Salió al fin de esa pequeña sala y llegamos al pasillo en el que el amo me encontró meses atrás. El túnel ascendía y terminaba en aquella infinita explanada desde donde se oían los gritos de una multitud nerviosa de miles de dos patas reunidos para ver luchar al amo y sus compañeros. El amo me miró cuando estábamos al final del pasillo y se detuvo un instante. Yo quería seguirle pero entonces levantó sus dos manos como hacía en la guarida cuando no quería que estuviera cerca de él porque iba a luchar con sus compañeros. Me senté en la boca del túnel y mi amo pareció satisfecho. Se dio la vuelta y salió hacia la explanada. Miles de dos patas gritaron de forma ensordecedora. Todos admiraban al amo, pero sólo yo comía con él. Le esperaría allí sentado hasta que volviera. Porque volvía. Algunos de los que luchaban contra el amo o contra otros en aquella explanada terrible no volvían nunca, pero el amo regresaba siempre. Siempre.

Los asesinos del emperador
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