UNA NOCHE CON EL EMPERADOR DE ROMA
Domus Aurea, Roma
Final del verano de 81 d. C.
Se veían con frecuencia. Domicia y el emperador Tito paseaban al atardecer por los jardines de la Domus Aurea, donde Tito había terminado de restaurar algunas secciones. El nuevo palacio imperial proyectado por su padre aún estaba en sus cimientos en lo alto del Palatino. No había prisa. Era más popular así, inaugurando grandes edificios públicos como el anfiteatro Flavio que construyéndose grandes complejos de uso privado. Ese fue el principio del fin de Nerón, y Tito no quería caminar en esa dirección, así que no había apresurado las obras de aquel nuevo palacio. Tenía tiempo para hacer las cosas despacio. En lo íntimo, por el momento, sólo se permitía, como un pequeño gran lujo personal, su relación con Domicia. El pueblo había rechazado a su concubina, la reina Berenice, por extranjera, por oriental, pero que el emperador yaciera o no con su cuñada, una matrona romana aún muy hermosa, era visto con condescendencia y considerado por el pueblo como, después de todo, un asunto familiar. Domiciano, por su parte, parecía haber aceptado el statu quo y se ausentaba varias veces a la semana para perderse en los lupanares más lujosos de la ciudad entre las prostitutas griegas, las más caras. Eso les daba libertad de acción al emperador y a Domicia, y Tito estaba feliz así.
Llegaron hasta la cámara personal de Tito. Allí, el emperador del mundo fue desnudado despacio por la hermosa Domicia, quien, a cada pliegue que deshacía de la túnica imperial, dejaba caer un suave beso con sus carnosos labios sobre la piel del dueño del Imperio hasta que quedó completamente desnudo, con su miembro en inconfundible excitación y Domicia se alejó fingiendo cierto rubor ante el tamaño de aquella parte de la anatomía imperial.
El emperador se acercó a la cama donde la bella Domicia se había acurrucado. Alargó un brazo y pareció que iba a rodearla con él, pero la mano del emperador se sumergió bajo la almohada y extrajo de debajo de la misma una preciosa daga rematada con un rubí en su empuñadura. Paseó entonces la punta de la daga por el cuello de Domicia.
—Quítate la ropa —dijo y ella negó con la cabeza.
A ambos les excitaba aquel juego sobremanera. Ella fingía siempre no querer ceder a sus pretensiones y él, insistente, usando la amenaza constante de aquella arma, conseguía que ella siempre cediera al final a todas sus lujuriosas pretensiones. Domicia se quitó la túnica y se quedó sólo con la ropa íntima, pero ésta parecía haberse enganchado y no podía deshacerse el nudo de una cinta que sujetaba la parte que sostenía sus senos. El emperador condujo entonces la punta de su daga hasta ese lugar y, con un movimiento violento, pero controlado y preciso, cortó aquel pequeño pedazo de tela que osaba interponerse entre el emperador de Roma y el objeto de su deseo. Los senos de Domicia quedaron desnudos, hermosos, mirando al gran Tito. El emperador paseó entonces la punta de la daga por la superficie dorada de los pezones de Domicia Longina, pues ella había adquirido la costumbre de esparcirse polvo de oro por aquella tierna parte de su cuerpo. Pocos en Roma podían permitirse semejante lujo.
Domicia nunca se había sentido tan querida, tan deseada ni tan de alguien como en aquel momento. Y sabía que el emperador disfrutaba al máximo de todo aquello, que quizá incluso compartiera las mismas sensaciones que ella. Era el momento perfecto para pedir algo. Domicia, con los ojos cerrados, sintiendo la punta de la daga de Tito rascando suavemente su piel más delicada, habló con la voz dulce del ruego.
—El emperador ha de hacer algo con Domiciano —dijo.
Para su alivio, el control que ejercía Tito sobre la daga se mantuvo constante, como si no se hubiera pronunciado palabra alguna en la habitación, pero la respuesta del emperador mostró que Tito había escuchado, y bien, cada una de las palabras de su sometida amante.
—Domiciano está bien como está. No me molesta y yo no le molesto a él.
Se sentó en la cama para jugar desde una postura más cómoda con la daga entre la superficie blanca de aquellos senos. Le encantaba que Domicia estuviera allí, tan desnuda, tan quieta, tan vulnerable. Hasta le gustaba que se empeñara en hablar y en pedir.
—Domiciano no fue castigado tras su conjura, César, y Domiciano sólo entiende el castigo. Ahora busca otras formas de hacer daño. Nuestros encuentros sólo acrecientan su odio.
—Puede ser, pero a ti te gusta que nos odie, ¿me equivoco?
Tito estaba convencido de que Domicia estaba con él más por violentar el ánimo de su esposo que por auténtica pasión. Pero le gustaba tanto que no quería entrar demasiado en ese tema. Hundió un poco la punta de la daga, sin hacer sangre, en el pecho derecho de Domicia. Ella lanzó un breve gemido. No hubo sangre. Sólo una indicación de quién controlaba la situación. Domicia, con los ojos cerrados, sin ofrecer resistencia a Tito, siguió hablando.
—Al principio, sí. Al principio buscaba hacerle daño, hacer tanto daño como pudiera a Domiciano, pero ahora es diferente. —Abrió los ojos; aquello rompió un poco el mágico encanto de la escena para Tito pero sirvió para captar toda su atención—. Ahora me preocupo sinceramente por el emperador y por toda su familia: Domiciano maquina algo de nuevo. Lo sé porque está feliz. Una felicidad cuyo origen no está en las prostitutas griegas. Estas, a lo sumo, le calman un poco. Está feliz y creo que sé por qué.
Tito apartó la daga de los senos de Domicia. Se puso serio. Dejó el arma sobre la cama. Domicia vio cómo el miembro del emperador indicaba que la excitación disminuía. No le preocupaba; eso era un asunto del que ella sabría ocuparse en un instante. Era más importante lo que tenía que decir, incluso si Tito no quería oírlo.
—Temo por Flavia Julia.
Las palabras se movieron en la habitación como una brisa helada.
—Flavia nunca hará nada que yo, su padre, el emperador, desapruebe —dijo Tito con firmeza.
—Por supuesto, por supuesto, César, pero Flavia Julia es joven e impresionable y Domiciano es astuto y retorcido. Lo sé por experiencia…
—El hecho de que tú fueras débil y fácil de engañar por Domiciano en el pasado no quiere decir que Flavia Julia sea igual que tú —respondió Tito de forma arisca, distante.
Domicia ignoró todas las insinuaciones y acusaciones humillantes de aquella respuesta. Una mujer valiente siempre lo condiciona todo a una cuestión de prioridades y lo importante ahora eran Flavia Julia, la hija del emperador y el propio emperador, aunque él mismo no lo supiera.
—Con mi propia rabia —continuó Domicia, y posó sus manos suaves sobre el pecho desnudo de Tito— he puesto en marcha la cabeza más retorcida y cruel del Imperio, César, la de Domiciano, y sólo sé que o bien el emperador actúa pronto o Domiciano desencadenará un gran desastre sobre esta familia. Podrías desterrarle, alejarlo de Roma, o darle el mando de alguna provincia que no tenga apenas poder militar. Quizá en Hispania. Podrías… —Domicia retuvo un instante sus palabras, pero al fin las pronunció: llevaba años deseando poder decirlas, aunque sólo fuera decirlas, sólo eso ya le supuso una gran satisfacción—… podrías ejecutarlo… por su pasada rebelión.
El emperador Tito cerró un momento los ojos. Calló unos instantes y esta vez sí hizo, por fin, como si no hubiera oído las últimas palabras de Domicia. En el fondo no eran ninguna locura, pero Tito aún dudaba en tomar una medida tan drástica, aún dudaba.
—Galba se rebeló contra Nerón con una sola legión en Hispania —respondió Tito, dando muestras al menos de que no era extraño para él revisar aquellas posibilidades, de que seguramente en secreto, en la soledad de su habitación y de su poder, ya había ponderado posibles opciones para alejar a su hermano de Roma.
Quizá por eso mismo se mostraba tan frío, pensó Domicia, porque ella se había puesto a hablar de un problema que él ya tenía identificado y que le atormentaba. Si era así, el César pronto haría algo. Tito, a fin de cuentas, siempre había sido un hombre de acción. Domicia lo tuvo claro: la semilla ya estaba plantada. Ahora había que regarla y esperar. Tendría que insistir aún unas pocas veces más, pero con un poco de tiempo, sólo necesitaba un poco de tiempo, persuadiría al emperador de que lo conveniente era resolver el tema de Domiciano más pronto que tarde.
Domicia Longina, esposa del hermano del emperador, se arrodilló ante el gran Tito, desnuda, cogió el miembro del César con sus manos y empezó a acariciarlo. Estaba a punto de hacer lo que sólo hacían las esclavas y las prostitutas, pero era necesario y… le gustaba hacerlo. Hacerlo con otro no, pero con Tito sí, porque Tito era la fuerza, la hombría en persona, y el propio Tito, pese a someterla con la daga, nunca se lo pedía, lo anhelaba, pero nunca osaba pedírselo; nunca le pedía nada que pudiera humillarla de verdad; de hecho, Tito no humillaba a nadie, cuando en su condición de emperador podría hacerlo con facilidad. Podía castigar con dureza la incompetencia, pero no humillar por el placer de hacerlo. En eso, como en tantas otras cosas, Tito y Domiciano eran mundos opuestos. Tito estaba en ese mismo instante disfrutando, con los ojos cerrados. Domicia estaba convencida de que Tito actuaría. Quizá no con una ejecución, pero algo haría y pronto.
Lo último que vio Domicia antes de cerrar sus propios ojos por un buen rato fue la hermosa daga del emperador sobre el lecho, resplandeciente, con su brillante rubí rojo en la empuñadura brillando a la luz de las antorchas. Fue una imagen que retuvo en su mente durante años. La imagen casi mágica de aquella daga en las sombras de aquella habitación le recordaría, durante años, una sensación que pudo sentir pocas veces en su vida: esa extraña intuición de que las cosas aún se podían cambiar. Cambiar para mejor. Pese a todo lo sufrido anteriormente, aún había espacio para la esperanza. Sólo necesitaba un poco de tiempo, que los dioses le dieran un poco de tiempo.