LA ADOPCIÓN

Roma

26 de octubre de 97 d. C.

Aulo nunca había entrado en el edificio del Senado. Para él era un lugar extraño. Acostumbrado a ver cómo todo lo relacionado con el Imperio se resolvía entre los muros del Aula Regia, no entendía bien el sentido de todos aquellos hombres allí reunidos. Y, sin embargo, eran los que habían nombrado al sucesor de Domiciano, un sucesor débil. ¿Eran igual de débiles todos los allí reunidos? Aulo había decidido mantenerse de parte del orden. El Senado aún nombraba o ratificaba a los emperadores de Roma, y Nerva, el último elegido para el puesto, le había dado dos mensajes. En el ejército no se cuestionan las instituciones sino que se obedecen las órdenes. Sólo así se podía mantener el control de las cosas. Un senador mayor, veterano, se le acercó. Se situó justo delante de él.

—Traigo un mensaje del emperador para el Senado, para el senador Lucio Licinio Sura —dijo Aulo.

Sura le miró con atención. Aquel pretoriano era un hombre de unos treinta años, serio, firme, decidido, pero un pretoriano. ¿Quedaban pretorianos leales a Nerva? Sura extendió la mano. Aulo extrajo de debajo de su uniforme una hoja de papiro doblada. Sura la tomó, miró de nuevo al pretoriano, luego se apartó unos pasos y se situó a un lado para que la luz del sol le ayudara a ver. Lucio Licinio Sura, en silencio absoluto, leyó con atención aquel mensaje. No era extenso. Unas pocas líneas, sólo unas pocas líneas. Inspiró aire profundamente. Volvió a mirar al pretoriano. Aulo permanecía firme en la puerta, sin moverse. Sura leyó el mensaje una vez más: hay cosas en la vida que conviene releer varias veces. Pero el mensaje era tan sucinto, tan claro, tan preciso que no había margen para la interpretación: era lo que era y ya está.

—¿Esto te lo ha dado el emperador en persona? —preguntó Sura pese a que el documento venía convenientemente firmado. Aulo asintió a la vez que respondía.

—El emperador en persona.

Sura asintió. Parecía que el viejo Nerva tenía aún sangre en el cuerpo. Aquello era una locura, una locura absoluta. Sonrió. Le encantaba. Nerva iba a morir luchando hasta el final. Quizá todos iban a morir luchando.

—Según este mensaje alguien tendrá que notificar al implicado en todo esto este asunto —añadió Sura con seriedad.

—Tengo un segundo mensaje que entregar —anunció Aulo—, en el norte, pero antes el emperador desea ser informado de si cuenta con el respaldo del Senado en esta decisión.

Sura, con los brazos en jarras, mirando al suelo, volvió a asentir antes de respoder al pretoriano.

—Es justo lo que pide el emperador… y oportuno. —Miró a Aulo y le habló con autoridad—: Dile al emperador que cuenta con mi apoyo y el de todos los senadores afectos a mi familia, pero no puedo garantizarle que el Senado apruebe esto. Es más, estoy seguro que habrá una oposición frontal por parte de una mayoría. Dile al emperador que lo mejor sería que él mismo viniera al Senado mañana para defender esta… —volvió a mirar aquel papiro un instante y de nuevo a Aulo— … esta constitutio principis—, sí, eso es lo que es. Dile que venga mañana y que la defenderemos entre los dos. Eso es lo que puedo prometerle al emperador. ¿Has entendido bien mis palabras, pretoriano?

—Las he entendido bien y así se lo comunicaré al emperador.

—¿Dónde está ahora Nerva? —preguntó Lucio Licinio Sura.

—En el templo de Júpiter.

Lucio Licinio Sura no pudo evitar lanzar una carcajada.

—Lo está haciendo —comentó el senador hispano mientras apagaba su risa—. Nerva lo está haciendo.

Aulo no dijo nada más, dio media vuelta y partió en busca del emperador para comunicarle lo que había hablado con aquel senador. De inmediato, un buen grupo de senadores provinciales rodearon a Sura.

—¿Qué ocurre?

—¿Qué esta pasando?

—¿Qué quería ese pretoriano?

Sura no respondió de inmediato. Su mirada se mantenía fija en la silueta de aquel soldado imperial que se alejaba a toda prisa cruzando el foro.

—Si queréis saberlo —respondió al fin Sura y se volvió lentamente hacia sus colegas para mirarles a la cara mientras terminaba sus palabras—, si queréis saberlo sólo tenéis que ir al templo de Júpiter.

Muchos senadores hicieron caso a Lucio Licinio Sura y le acompañaron al gran templo de Roma, al majestuoso templo de Júpiter. Las varias decenas de columnas de mármol blanco, el imponente techo con remaches de oro y las puertas doradas de uno de los edificios más sagrados de Roma recibieron a aquel grupo de senadores inquietos.

Lo que los patres conscripti encontraron en su interior fue inesperado. El emperador estaba en el centro, frente a las grandes estatuas de oro y marfil de Júpiter, Juno y Minerva, rodeado por los treinta lictores que representaban al pueblo de Roma y hablando, pronunciando las palabras solemnes de una rogatio, de una adopción, pero de una adopción del todo imposible:

Velitis, iubeatis, utiM. Ulpius Traianus Nerva tam iure legequefilius siet, et Quam si ex eopaire matreque familias eius natus esset, utique ei vitae neásque in eum potestas siet, uti patri endo filio est [Mandad, integrantes de la milicia, que Marco Ulpio Trajano sea hijo de Nerva de acuerdo con el derecho y las leyes, como si hubiera nacido del padre y la madre de esa familia en cuya potestad desea entrar, y que el padre tenga sobre él derecho de vida y muerte] [46].

Y los lictores aceptaron la propuesta del César, quién sabe si por miedo al horror que los pretorianos estaban extendiendo por toda Roma o porque, a fin de cuentas, aquella adopción no suponía nada efectivo hasta que el Senado aceptara confirmarla. Que fueran los patres conscripti los que resolvieran el problema de la legalidad o no de aquella propuesta de un César acorralado y sin poder.

Sura se quedó tan asombrado como el resto. A él le parecía una buena idea, pero también una locura. Para el resto de senadores aquello sólo era una locura total. En ese momento, la mano del emperador se posó sobre su hombro. Lucio Licinio Sura se dio la vuelta despacio.

—Ave, César —dijo.

—Ave, Lucio —respondió Nerva—. Aulo me ha dicho que me apoyarás mañana ante el Senado.

—Lo haré, César, y varios senadores provinciales, de Hispania y de la Galia sobre todo, lo harán también, pero tendremos enfrente a Verginio Rufo y la mayoría del Senado. Trajano no es… —Pero no acabó la frase.

—No nació en Roma, ni siquiera en Italia —completó Nerva—. Lo sé. Pero tengo la potestad de adoptar a quien quiera.

Sura se aclaró la garganta.

—Sí, César, el príncipe, el emperador puede adoptar a quien quiera, pero conferirle al adoptado lapotestas tribunicia y el imperium proconsularis, para elevarlo por encima de cualquier otro gobernador y, por fin, a la dignidad de César, para eso necesitas la aprobación del Senado. No creo que Verginio Rufo y otros muchos den su brazo a torcer.

—¿Incluso con los pretorianos en rebelión? —replicó Nerva en voz baja.

Lucio Licinio Sura guardó silencio un momento.

—Incluso con los pretorianos en rebelión —dijo al fin el senador hispano— se negarán.

—Pues tendremos que insistir. Tendrás que insistir, Sura: tú eres el mejor orador —dijo el emperador, y se alejó seguido de Aulo y cinco pretorianos más, la pobre escolta que le quedaba, para desaparecer por el estrecho pasillo que abrían ante él un mar de senadores indignados con la locura que estaba realizando Nerva.

Los asesinos del emperador
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