UN POCO DE AGUA HERVIDA
Moguntiacum, Germania Superior
18 de septiembre de 96 d. C., hora quinta
Plotina entró en el praetorium con el sigilo de quien sabe que su esposo, Marco Ulpio Trajano, estaba gravemente preocupado por un doble motivo: la lenta enfermedad que estaba matando a su padre y la incómoda visita de hacía unas semanas de aquellos senadores enviados por Roma. Encontró a su esposo, cabizbajo, sentado en un solitario solium en el centro de aquella austera sala, con los ojos cerrados. Tras él un esclavo silencioso, en pie, aguardaba para atender con rapidez cualquier necesidad que el legatus del emperador para Germania Superior pudiera tener en aquellos momentos de tensión.
—Siento que tu padre no mejore —dijo Plotina con sinceridad, desde la prudente distancia de la puerta. Trajano abrió los ojos y levantó la cabeza despacio, como si le pesara. El gran gobernador del norte asintió sin decir nada. Plotina pensó en añadir algo más, pero le pareció innecesario. Siempre habían sido un matrimonio en el que sólo se intercambiaban las palabras justas. Se giró para marcharse cuando la voz de su esposo la detuvo.
—No te marches, Plotina… —empezó a decir Trajano desde su butaca—; quédate esta noche conmigo.
Plotina se frenó en seco y se volvió de nuevo hacia el interior del praetorium. No recordaba la última vez que su marido le había pedido que se quedara con él. No recordaba la última vez en que su marido había pedido algo a alguien. Trajano daba órdenes y sólo las recibía del emperador. La esposa del legatus dio unos pasos hacia el interior del praetorium y se sentó frente a su esposo en una pequeña sella.Compartieron un largo silencio. Cuando la falta de conversación parecía resultar demasiado incómoda, Plotina volvió a hablar.
—Longino me ha dicho que los médicos no han sido optimistas. —Trajano asintió—. Tu padre ha sido un gran hombre. Siempre ha demostrado fortaleza más allá de lo imaginable. —Y como aquello podrían parecer palabras huecas, Plotina añadió una reflexión personal, íntima—: Siempre fue muy amable conmigo. Siento que esté sufriendo.
Trajano inspiró algo de aire y se reclinó hacia atrás en su solium, dejando caer todo el peso de su cuerpo sobre el respaldo de la butaca.
—Y un gran padre —dijo al fin Trajano—; un gran padre. ¡Por todos los dioses, aún me cuesta creer que algún día no estará aquí para consultarle, para preguntarle, para beber juntos! —Dio un puñetazo en el reposabrazos derecho del solium. Bajó entonces los dos brazos y volvió a hablar con más sosiego—. Y ese día se acerca, Plotina, se acerca.
Su esposa no sabía bien cómo tratarle en aquel momento. Nunca había visto a su marido tan abatido. Nunca, ni en los peores momentos de las campañas contra los catos, ni en medio de las atrocidades del emperador en Roma, ni tan siquiera cuando Manió… bueno quizá cuando Manió sí estuvo en un estado de ánimo similar.
—¿Quieres estar con alguien… con alguno de los esclavos? —Plotina lo ofreció con honestidad. Cualquier cosa era mejor que ver a su esposo tan abrumado. Trajano comprendió enseguida lo que su esposa insinuaba, pero esa noche no tenía ganas de sexo, ni tan siquiera de beber. Al legatus del Rin le sorprendió aquella sugerencia en labios de su esposa. Quizá, después de todo, ella le quisiera bien, pese a todas sus imperfecciones. El siempre había sido generoso con ella en el trato en público y correcto en el trato en privado, pero nunca la había amado. El suyo, como tantos otros, fue un matrimonio pactado, aunque siempre se habían respetado. Y ella había demostrado ser especialmente paciente con sus inclinaciones íntimas. Él, por su parte, nunca le había echado en cara la ausencia de hijos.
—No, no llames a nadie —respondió Trajano—. No tengo ganas ni de beber vino. Sabía que la enfermedad de mi padre me afectaría al final, pero nunca sabes cuánto duele perder algo que quieres hasta que llega el momento. Es como con Manió…
—¿Quieres tomar agua hervida con manzanilla? —le interrumpió su esposa, temerosa de que su marido dijera algo inapropiado contra el emperador delante de un esclavo.
Trajano parpadeó un par de veces.
—Sí. Supongo que algo de agua hervida me hará bien. Al menos me mantendrá ocupadas las manos mientras bebo.
Plotina miró entonces al esclavo y éste desapareció con velocidad. La esposa del legatus aprovechó que se habían quedado solos para cambiar de tema.
—Longino me ha dicho que vinieron unos senadores hace unos días.
—Sí —respondió Trajano mirando una vez más hacia el suelo.
—¿Qué querían?
Plotina siempre había hablado sin rodeos cuando algo le interesaba. La preocupación de ésta por cualquier asunto que pudiera afectar a la familia era pertinente.
—Van a intentar asesinar al emperador. Querían que colaborara.
Plotina había imaginado algo así. Más tarde o más temprano alguna de las conjuras recurriría a su marido, pero ahora, al escucharlo, resultaba aún mucho más temible de lo que había supuesto nunca.
—¿Qué les dijiste?
Trajano levantó entonces la mirada y encaró a su mujer, sin recelo, sin retarla. Sólo compartía aquella información con ella.
—Les dije que no.
Plotina suspiró algo más tranquila. Por un momento había temido lo peor.
—¿Crees que tendrán éxito?
Trajano frunció el ceño un instante antes de responder con un monosílabo seco y contundente.
—No.
Plotina apretó entonces los labios y arrugó la frente.
—Si el emperador sobrevive rodarán muchas cabezas. ¿Crees que sospechará de ti?
Trajano se encogió ligeramente de hombros.
—El emperador sospecha de todo y de todos hace tiempo, pero si tu preocupación es si se volverá contra nuestra familia, mi respuesta es que es una posibilidad, sí. Nos necesita aquí, en la frontera, eso es cierto, y mientras no me rebele con las legiones de Germania, el emperador se lo pensará dos veces antes de ir a por nosotros; ya lo intentó en el pasado y al final desistió. Quizá tenga otras prioridades.
Plotina no estaba segura. Ella, como tantos otros, empezaba a pensar que las cosas quizá fueran a mejor si el emperador era asesinado, pero se guardaba mucho de exteriorizar aquellos pensamientos incluso ante su propio marido. Lo ideal sería que alguien, sin la intervención de su esposo, pudiera hacer aquel trabajo sucio.
—¿Estás seguro de que fracasarán? —insistió Plotina.
Trajano la miró fijamente.
—Muy seguro. No podrán superar a la guardia pretoriana.
Plotina seguía apretando los labios. Su marido solía evaluar bien las situaciones. Si él pensaba así era que la conjura estaba condenada al fracaso absoluto. Plotina era especialmente inquisitiva y se descolgó con una pregunta más que cogió desprevenido a su esposo.
—¿Y eso es bueno… que fracasen?
El legatus del emperador miró entonces a su esposa ladeando ligeramente la cabeza y cerrando levemente los ojos. Luego esbozó una tímida sonrisa y no pudo evitar pensar en Manió.
—Hace tiempo que nadie en el Imperio sabe con certeza lo que es bueno o lo que es malo.
Plotina no lo dudó y, por primera vez, puso palabras a su ambición secreta.
—Yo creo que sería una lástima que fracasaran.
Marco Ulpio Trajano miraba a su esposa con mucha atención. Sabía de la desmedida ambición de poder que fluía por la sangre de Plotina, pero escuchar de sus labios que ella deseaba la muerte del emperador, incluso aunque él, en lo más hondo de su ser, compartiera aquel mismo sentimiento, le causó un gran impacto. ¿Pensaba ella, como Longino, que con Domiciano muerto se abría algún camino más allá del consulado o del gobierno de una provincia? Trajano pensó en explicitarle a su esposa, como ya había hecho con Longino, que Roma nunca admitiría un emperador no nacido en Roma o en las proximidades de Roma, pero sabía de la tozudez de su esposa. El esclavo estaba a punto de regresar y no era momento de alargar aquel debate absurdo sobre algo que, para empezar, no iba a ocurrir. Los pretorianos protegerían al emperador con su vida si era necesario, no por la lealtad del respeto ganado a pulso durante largas campañas, sino porque Domiciano los había mimado desde hacía años con oro y con todo tipo de privilegios que sólo perderían si eran aniquilados o si el emperador era asesinado. No, no podrían contra todos ellos. Fuera quien fuese en quien hubieran pensado Sura y los suyos para enfrentarse a los pretorianos, caminaban directos a la muerte.
En ese momento el esclavo entró con una bandeja que situó en una pequeña mesa situada entre él y su esposa. Trajano vio que ésta hacía una leve señal con el dorso de su mano derecha y el esclavo salió de nuevo del praetorium, dejándolos a solas. Ella tomó entonces la jarra humeante y empezó a verter la manzanilla en dos cuencos de terracota. A Plotina, en ocasiones, le irritaba la extrema austeridad de su esposo, pero también era cierto que aquella forma de conducirse le había hecho extremadamente popular entre los legionarios porque ellos sentían, y estaban en lo correcto, que aquella actitud de su marido no era una pose, sino la forma auténtica de ser del legatus, y hacía que lo sintieran como uno de ellos. Plotina sabía que aquella unión entre su esposo y las legiones bajo su mando, más tarde o más temprano, cristalizaría en algo grande, algo muy grande, algo de lo que su propio marido aún no era consciente o no quería serlo. De hecho era siempre difícil saber exactamente lo que pensaba su esposo. Era difícil. Tenían que hablar más y más a menudo.
—¿Sabes en quién han pensado para suceder al emperador? Si tuvieran éxito, quiero decir.
Trajano tomó el cuenco que su esposa le había servido con cuidado de no quemarse.
—No quise saber más. No pregunté.
Plotina asintió mientras tomaba con sus finas manos su propio cuenco de agua hervida.
—Has hecho bien. No saber más nos protege a todos.
Empezó a sorber despacio un poco de manzanilla. Trajano no tenía tan claro que su no intervención en aquella conjura los protegiera para siempre, pero imitó a su esposa, se llevó su propio cuenco a los labios y sorbió un poco de agua hervida. Nunca endulzaba su bebida, ni siquiera el vino, y así, el ligero amargor de la manzanilla le pareció muy adecuado para intentar ahogar en él el inmenso dolor que le abrumaba por dentro al recordar a su padre enfermo.