LAS PALABRAS DE HOMERO
Moguntiacum, Germania Superior
Noviembre de 97 d. C.
Llovía en Moguntiacum. Aulo llegó agotado y empapado, y su uniforme pretoriano resultaba apenas visible bajo el polvo y el barro de las calzadas de medio Imperio por las que había tenido que cabalgar sin casi detenerse para llegar hasta el praetorium del gobernador de Germania Superior. Pese a todo, el sello del emperador le abrió el camino en la ciudad, y en poco tiempo se encontró haciendo un charco con su ropa mojada en una gran sala desde donde se regían los designios de Germania. La estancia era grande pero la decoración austera. Había una estatua del emperador Marco Coceyo Nerva en la pared a su derecha y, enfrente, otra del dios Júpiter. Se veía una mesa repleta de mapas en el centro y varios solii para sentarse alrededor de la misma. No había guardias. Estaba solo y cansado y anhelaba sentarse, pero no se atrevía a moverse del punto donde le habían dejado los legionarios que le habían escoltado hasta allí. Entró entonces un hombre maduro, un tribuno, alguien con poder pese a que el brazo derecho parecía medio impedido. Algo extraño en un hombre del éjercito y más aún con ese rango. Quizá una herida de guerra.
—Ave, pretoriano. Mi nombre es Longino, tribuno bajo el mando del gobernador de Germania Superior. Me dicen que traes un mensaje del emperador para el gobernador.
Aulo asintió. Longino se situó frente a él y alargó la mano. Aulo negó con la cabeza.
—Mis órdenes son entregar este mensaje al gobernador de Germania Superior en persona.
Longino le miró fijamente y mantuvo el brazo izquierdo estirado y la mano abierta.
—El gobernador no vendrá hasta la noche y yo estoy al mando de la ciudad hasta entonces. Dame ese mensaje —dijo con tono amenazador.
En ese momento entraron media docena de legionarios armados. Aulo se puso muy firme pero permaneció inmóvil, salvo por sus labios que volvieron a moverse al hablar.
—Podéis arrancarme el mensaje, por supuesto, pero para eso tendréis que matarme antes.
Longino levantó el brazo que tenía extendido y los legionarios, que habían empezado a rodear a Aulo, se detuvieron. Longino sonrió. Se alegraba de que el emperador hubiera enviado a un valiente y disciplinado pretoriano en lugar de a alguno de esos cobardes que tanto abundaban en los castra praetoria. Desde el desastre del jefe del pretorio Fusco al frente del ejército del Danubio, la opinión de los mandos de las legiones del norte sobre los pretorianos era francamente pésima.
—Aquí tenemos a muchos bárbaros que matar —respondió Longino en tono más conciliador—, como para tener necesidad de matarnos también entre nosotros. —Lanzó una carcajada a la que se unieron el resto de legionarios—. Tendrás hambre y sed y deberías secarte.
Aulo, algo más relajado, replicó que no quería nada de momento.
—Prefiero esperar al gobernador así. Ya tendré tiempo de comer una vez haya entregado mi mensaje.
Longino asintió. Aquél era un hombre interesante.
—Como quieras. Puedes quedarte aquí. Aún pasarán unas horas hasta que regrese el gobernador. Yo de ti me sentaría y descansaría. Ordenaré que te traigan agua.
Aulo asintió. Le dejaron solo de nuevo. Le trajeron una jarra con agua y un cuenco. Todo sencillo, nada de térra sigillata o bronce en aquel praetorium. Se sentó frente a la mesa. Se sirvió un vaso y lo bebió entero. Se entretuvo mirando los mapas. El gobernador y sus hombres parecían haber estado fortificando todo el limes a lo largo del Rin. Se veían numerosos puntos que parecían ser campamentos y puestos de guardia por toda la frontera norte del Imperio. Estaba agotado. Cerró los ojos.
Aulo oyó voces a su alrededor y se levantó al tiempo que se llevaba la mano a la empuñadura de su espada, pero le habían desarmado al entrar en la ciudad. Lo había olvidado: nadie se fiaba de un pretoriano en la frontera del Imperio. El tribuno estaba allí de nuevo con varios oficiales más, otro tribuno, un grupo armado de legionarios y un hombre alto al que todos miraban con respeto.
—Así que traes un mensaje del emperador —dijo aquel hombre alto.
—Un mensaje para el gobernador de Germania Superior, para Marco Ulpio Trajano, sí —respondió Aulo, parpadeando aún. No sabía cuánto tiempo había permanecido dormido.
—Yo soy Marco Ulpio Trajano.
Aulo asintió y extrajo de debajo de su uniforme el mensaje del emperador. Trajano cogió el papiro, se sentó en un solium y leyó el documento con atención. No parpadeó ni una sola vez mientras lo leía. Luego lo depositó despacio sobre la mesa, pero cambió de opinión y lo volvió a coger y se lo dio a Longino, que se encontraba a su lado. Este lo leyó y, con los ojos muy abiertos, miró a Trajano. El hispano asintió y Longino leyó el documento en voz alta. Lucio Quieto y el resto de los presentes escucharon con atención.
—«Yo, Imperator Caesar Nerva Augustus Germanicus Pontifex Maximus, he decidido que Marco Ulpio Trajano, gobernador de Germania Superior, sea mi hijo de acuerdo con el derecho y las leyes, investido con la potestas tribunicia, imperium proconsularis y… —Longino dudó un instante antes de seguir— …y la dignidad de César.» —Volvió a detenerse para añadir, algo avergonzado por no saber bien cómo seguir—: Luego hay una frase en griego…
Trajano asintió. Quieto se había acercado a Longino para ver el mensaje con sus propios ojos, mientras el gobernador de Germania completó lo que faltaba por leer con su propia voz.
—«τίσειαν Δαναοὶ ὲμἁ δάϰϱυα σοῐσι βέλεσσιν».
A aquellas palabras en griego siguió un silencio. Fue Longino el primero que se atrevió a preguntar a Trajano por el significado de aquella parte final del mensaje.
—¿Qué quiere decir el emperador con esas palabras en griego, Marco?
A Aulo no se le escapó que aquel tribuno se dirigía al gobernador, es decir, a un recién nombrado César, por su praenomen.
—Se trata de una frase del canto I de la Ilíada de Homero: «τίσειαν Δαναοὶ ὲμἁ δάϰϱυα σοῐσι βέλεσσιν», es decir: «¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!» [48]
Pero como tanto Longino como Quieto le miraban con expresión confusa, Trajano dio una explicación.
—Recuerdo que una vez Nerva, cuando yo sólo era un muchacho, nos saludó a mi padre y a mí en el foro y preguntó por lo que estaba leyendo. Entre otros códices tenía un volumen de la Ilíada que mi padre acababa de regalarme. Me dijo que era una gran obra. Y era cierto. Nunca pensé que luego lo usaría para hablarme y menos en unas circunstancias como éstas. —Interrumpió sus explicaciones para, de forma abrupta, mirar al pretoriano y hacerle una pregunta—: ¿Cómo están las cosas en Roma?
Aulo habló con la concisión y la precisión de un militar eficaz.
—Los jefes del pretorio se han rebelado contra el emperador y andan interrogando, deteniendo y ejecutando a aquellos que consideran que intervinieron en la conjura contra Domiciano. La ciudad está en sus manos.
—¿Y el Senado? —volvió a preguntar Trajano—. ¿El Senado ha apoyado mi nombramiento en estos términos, con potestas tribunicia, con imperium consularis, con dignidad de César?
—Hubo un gran debate, pero, al fin, en la votación final, se impuso la constitutio principis del emperador.
—Pero hubo quien votó en contra.
—Sí —respondió Aulo escuetamente.
Trajano asintió. Miró al suelo y volvió a hablar, pero sin mirar a nadie. Era como si pensara en voz alta. Volvía al asunto de la cita en griego del mensaje del emperador.
—Los dánaos es el nombre que Homero usa para referirse a los griegos que luchaban contra los troyanos. Roma es la descendiente de Troya; Nerva quiere que vengue la humillación que está sufriendo él y toda Roma a manos de los jefes del pretorio; quiere que mis flechas castiguen esta rebelión.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Longino, que aún estaba digiriendo que su amigo acababa de ser adoptado por el emperador y que le había otorgado la dignidad de César.
Trajano se levantó y paseó por el praetorium con las manos cruzadas en la espalda. Se detuvo.
—No lo sé, Longino, no lo sé. El apoyo del Senado legitima el nombramiento, pero antes de hacer nada con respecto a los pretorianos hemos de esperar y ver cómo se recibe esta adopción de Nerva en otras provincias.
Trajano estaba asumiendo su nueva condición de César al tiempo que hablaba y lo hacía entre la sorpresa y una cada vez más poderosa sensación de enorme responsabilidad: cualquier cosa que decidiera a partir de ese momento podía ser fundamental para el conjunto de los inmensos dominios de Roma.
—Las otras provincias son clave. Sólo entonces sabremos cuál es nuestra fuerza en el Imperio. Sólo entonces.
—¿Estás pensando especialmente en Oriente, en Nigrino? —preguntó Longino.
—Sí —confirmó Trajano—. Hasta que no sepamos qué piensa Nigrino de todo esto, no haremos nada. Las fronteras están especialmente convulsas, los bárbaros huelen nuestra debilidad y lo último que podemos permitirnos es una guerra civil. Hemos obtenido una victoria en Panonia hace poco, pero eso puede ser sólo algo pasajero. Hemos de ser cautos. De momento, no haremos nada. Sólo esperar.
—¿Y la ciudad de Roma? —preguntó Lucio Quieto.
Trajano hizo una mueca de preocupación, pero se mantuvo firme en su opinión sobre cómo actuar.
—Roma tendrá que valerse por sí misma por el momento. Los jefes del pretorio, cuando sacien sus ansias de venganza con unas cuantas ejecuciones, se contendrán igual que nosotros, hasta ver qué ocurre en el Imperio con mi adopción como hijo del emperador.
—Pero entre tanto pueden matar a cualquier implicado en el asesinato de Domiciano —replicó Longino.
Trajano volvió a asentir.
—A cualquiera, en efecto. Excepto con Nerva se atreverán con cualquiera. —Sacudió la cabeza—. Asesinar a un emperador de Roma es un suceso que siempre tiene graves consecuencias. Los implicados sabían de éstas. De momento sólo soy el hijo adoptivo de un emperador débil. No puedo hacer nada por nadie en Roma. En esta vida, cada uno tiene que afrontar las consecuencias de sus actos. —Miró a Aulo mientras cambiaba de tema—. Cenarás con nosotros.
Aulo no tuvo tiempo de responder. Tampoco había sido una pregunta. Trajano salió del praetorium escoltado por los legionarios y seguido de cerca por sus dos tribunos de confianza. El pretoriano se sentó y se sirvió un segundo vaso de agua. Nunca había cenado con un César. Y estaba cubierto de barro hasta los hombros.
Plotina tenía que hacer grandes esfuerzos para contener su satisfacción. Siempre había sido muy ambiciosa, pero aquello superaba el más grande, de sus sueños. A falta de un matrimonio basado en el amor y a falta de hijos, Plotina basaba su felicidad en el constante ascenso de su esposo en el cursus honorum. Un ascenso que implicaba, a su vez, su propio ascenso en poder e influencia sobre todo y sobre todos. Y aquel nombramiento desbordaba la capacidad de Plotina de imaginar, pero, pese a su tormenta de sentimientos y esperanzas, se controlaba mientras conversaba con Ulpia, la hermana de Trajano que, al igual que ella, se mostraba exultante, pero con dominio sobre la expresión de aquella alegría. Matidia, la hija de Ulpia y sobrina de Trajano, imitaba a su madre y a su tía, pero sus pequeñas hijas, que iban de los once años de Vibia Sabina a los diez de Matidia menor y los nueve de Rupilia, reían y no podían evitar hacer bromas sin parar.
—Ahora ya no podré llamarte tío —dijo la pequeña Vibia Sabina—, pues eres un César, ¿verdad?
Trajano la miró con una sonrisa, con ternura. Vibia era su sobrina nieta mayor, la más guapa y la más inteligente: su preferida.
—Tú siempre serás mi sobrina nieta, Vibia, y yo seré tu tío, tu tío abuelo, siempre. No importa cuál sea mi dignidad.
—¿Incluso si al final eres el emperador de Roma, el imperator? —insistió Vibia.
Se hizo entonces un breve pero intenso silencio. Trajano observó a todos: la satisfacción de su esposa Plotina y la de su hermana Ulpia o la de su madre Marcia, las sonrisas de sus sobrinas nietas y los rostros todavía entre admirados y sorprendidos de Longino y Quieto. Sólo había una nota discordante: su padre, que permanecía ensimismado, sin apenas comer. Su padre se había recuperado, al fin, de la enfermedad que le había tenido en cama durante meses después del largo viaje a Germania desde Hispania, pero no mostraba una gran alegría por aquella adopción. ¿Quizá se sentía herido en su amor propio? A fin de cuentas, la adopción implicaba que iba a perder la potestas sobre su único hijo. Quizá fuera eso, una herida en su orgullo. Pero Trajano hijo conocía demasiado a su padre para quedarse satisfecho con una explicación tan sencilla. Vibia seguía esperando respuesta. Trajano hijo la miró y volvió a sonreír.
—Incluso si alguna vez soy emperador, yo seguiré siendo tu tío.
La faz de Vibia Sabina se iluminó con felicidad pura.
El resto de la cena transcurrió en ese mismo ambiente festivo y relajado de celebración. Al final, cuando la commissatio se alargaba, Aulo primero, y luego Longino y Lucio Quieto pidieron permiso para abandonar la residencia del gobernador de Germania Superior y nuevo César. Al poco tiempo se acostaron las niñas, su madre Matidia, Ulpia y Marcia. Plotina observaba cómo su marido no dejaba de mirar a su taciturno padre y comprendió que debían hablar a solas. Se levantó, posó la mano sobre el hombro de su esposo un instante, Trajano hijo asintió y Plotina se retiró.
—¿Qué te perturba, padre? —inquirió Trajano hijo de inmediato. Marco Ulpio Trajano padre levantó ligeramente las cejas, suspiró y fue directo al grano. Nunca se había andado con rodeos con su hijo.
—Has de tener cuidado, muchacho, mucho cuidado.
Trajano hijo asintió.
—Sin duda —confirmó en voz alta para que su padre se quedara tranquilo, pero no pareció ser suficiente.
—No, hijo, no me entiendes. No se trata de que tengas cuidado de que no te envenenen o de que te traicionen o de las envidias o de cualquier otra cosa inherente al nombramiento del que has sido objeto. Eso ya imagino que lo tendrás presente. No, Marco, no se trata de eso.
—Entonces, padre, ¿qué te preocupa? El Senado ha aceptado el nombramiento. Quizá no todos los senadores estuvieran de acuerdo, pero Nerva ganó la votación. Eso nos da un margen…
—Eso nos da muy poco, Marco —le interrumpió su padre y se corrigió en seguida—, te da un margen muy pequeño. Escúchame: nunca nadie pensó en que esto pudiera ocurrir: un hispano adoptado por un emperador y nombrado César junto con el propio Nerva. No, nunca nadie pensó eso, pero, hijo, ahora que es posible, ahora que el mismísimo Senado apoya una decisión semejante, ¿no lo ves, hijo? ¿No ves lo que eso implica? —Como Trajano padre vio que su hijo fruncía el ceño confuso, prosiguió explicándose con pasión—: Hijo, ahora cualquier otro hispano, senador como tú, poderoso como tú, con numerosas legiones bajo su mando, como tú, puede preguntarse, y con razón, que por qué el elegido has de ser tú y no él. ¿Por qué ese hispano sí y yo no?
Trajano hijo comprendió a dónde quería llegar su padre.
—Estás pensando en Nigrino entonces —dijo Trajano hijo—. Sí, he pensado en ello. De hecho, lo he hablado con Longino.
—En Nigrino y en sus legiones de Oriente, Marco. Sí, en él estoy pensando.
Hubo un nuevo silencio, ahora en medio de aquella gran sala de triclinia vacíos, sin risas ahogadas de niñas divertidas, sin miradas de admiración de los tribunos de las legiones del Rin.
—¿Crees que Nigrino no aceptará este nombramiento, padre?
—No lo sé, Marco, pero tendrás que averiguarlo. Más tarde o más temprano tendrás que averiguarlo.
Trajano hijo asintió entonces una vez más. En el exterior el manto de la noche germana lo envolvía todo, arropando las ambiciones de los hombres con la fría niebla del Rin.
—Hay una cosa más —añadió Trajano padre. Su hijo le miró atento y le preguntó con rapidez.
—¿Qué más?
—Estoy viejo, Marco. Me he recuperado, pero no tengo fuerzas para resisitir un nuevo ataque. Si la fiebre me vuelve a atrapar sé que no saldré vivo de esa lucha. —Su hijo le iba a interrumpir, pero Trajano padre levantó la mano y le conminó a que le dejara hablar—. Quizá ya no tengamos muchas más charlas como ésta, por eso quiero comentarte algo importante: en el pasado, cuando Corbulón murió en Corinto, cuando se suicidó por orden de Nerón…
—¿El padre de Domicia Longina, la esposa de Domiciano? —quiso precisar Trajano hijo.
—Exacto, Marco —los ojos de Trajano padre empezaron a brillar de una forma especial—, le prometí a su padre, cuando se desangraba entre mis brazos, que protegería a su familia. Su esposa y su otra hija murieron, pero queda Domicia. No sé qué estará pasando en Roma, pero las cosas no deben de estar muy tranquilas cuando Roma recurre a nombrar a un hispano como emperador, y ahora temo por ella, temo por esa mujer, por Domicia. Prometí protegerla. Es una promesa a un padre moribundo y ya no voy a tener ni la fuerza ni la oportunidad para cumplir mi palabra. Prométeme hijo que honrarás la palabra de tu padre. Hace unos días sólo podría habértelo exigido, pero ya no eres mi hijo, sino el hijo de Nerva y no tengo potestas sobre ti. Eres César. Tú sólo te debes ahora al emperador, pero te agradecería mucho si sólo en esto me honraras. Corbulón fue el que nos dio nuestra primera gran oportunidad, sin él, ahora no estaríamos, no estarías donde estás…
Trajano hijo le interrumpió.
—Padre, honraré tu palabra y protegeré a esa mujer si en algún momento está en mi mano hacerlo.
—Bien —dijo Trajano padre, y las facciones de su rostro, por primera vez en muchas horas, se relajaron. Su hijo se levantó y se sentó junto a él. Lo miró muy de cerca mientras le hablaba.
—Tú siempre serás mi padre. Siempre.