EL TRIUNFO DE TITO

Roma, primavera de 71 d.C.

El triunfo de Tito fue colosal. Miles y miles de libras de oro y plata, de joyas y alhajas de todo tipo y de decenas de objetos gigantescos de oro y plata sagrados para los judíos —como la Menorá, el gran candelabro de siete brazos de oro macizo que, desde tiempo inmemorial, había estado preservado de todo y de todos en el Gran Templo de Salomón, de donde lo sacaron los legionarios de Tito antes de que fuera consumido por las llamas— desfilaron ante los asombrados ojos de los romanos. La exhibición resultó apabullante, admirable, casi cegadora para todos los que atestaron las calles de Roma aquella mañana. Y no sólo eso, sino que además se pasearon cubiertos de cadenas a varios centenares de judíos, sicarios y zelotes, apresados en los últimos días del gigantesco asedio de Jerusalén: carne fresca para las fieras o futuros gladiadores forzados a luchar ante los ojos de todos, a vida o muerte, para el simple entretenimiento de ellos, los romanos, los superiores, los que controlaban el mundo. El pueblo estaba exultante, enfervorecido, enardecido por una victoria de la que ahora paladeaban ese regusto feliz que daba ver enormes riquezas y ejércitos rendidos a los pies de su César, primero, y del emperador, después. Y, a los ojos de todos, a las puertas de oro del gran templo de Júpiter que se levantaba hacia el cielo con sus majestuosas columnas de mármol rematadas en gigantescos capiteles corintios, Tito, el joven y victorioso César, del que muchos habían murmurado y sugerido que se levantaría en armas contra su padre, y Vespasiano, emperador, se fundieron en un fuerte abrazo, y eso porque el emperador evitó, asiéndole fuertemente por los brazos, que su hijo Tito se arrodillara ante él.—Tu regreso, estas riquezas, estos prisioneros, tu enorme victoria, hijo, son suficientes pruebas de lealtad —dijo el emperador—. Nunca Tito se arrodillará ante el emperador de Roma.

Y de allí regresaron al foro, donde asistieron juntos a la ejecución por estrangulamiento del líder de los sicarios, Simón, quien, con los ojos salidos de sus órbitas, incapaz de dar crédito al abandono de su Dios, el único y verdadero, se negaba a creer que todo aquello pudiera estar ocurriendo.

—¡La maldición de Dios caerá sobre todos vosotros, sobre toda vuestra familia! —fue lo último que dijo Simón mirando fijamente al César Tito, que lo contemplaba todo desde primera fila.

Por detrás de Tito y de su padre, el emperador Vespasiano, el César Domiciano observó aquella escena con el distanciamiento que genera la envidia, pero se apresuró a aplaudir y a clamar por la grandeza del emperador y de su hijo Tito, aunque no pudo dejar de considerar hasta qué punto una maldición judía sería capaz de herir a su todopoderoso padre y a su asquerosamente victorioso hermano Tito. Pero al poco tiempo, como el resto del pueblo y como los propios maldecidos por Simón, Domiciano desterró de su pensamiento la capacidad de hacer daño de aquellas últimas palabras del malogrado líder de los sicarios de Jerusalén, mientras los pretorianos arrastraban hacia las mazmorras de la cárcel a Gischala, el jefe de la otra facción judía, condenado por el emperador a pudrirse en las entrañas más húmedas, estrechas y malolientes de la ciudad hasta su muerte. Así lo anunció Vespasiano mismo delante de todos, con voz potente y poderosa.

—Uno estrangulado hasta la muerte y el otro condenado a permanecer encerrado en las entrañas de Roma hasta el fin de sus días. Así sabrán todos los que se oponen a nuestro poder que resistir a Roma es sólo caminar hacia su propia destrucción.

Entre el público, en medio del gran foro, el curator de las cloacas de Roma comprendió que el emperador no había descendido nunca a las alcantarillas de la ciudad o habría sido más mesurado en sus calificativos sobre lo malolientes, húmedas y estrechas que eran las cavidades subterráneas de la cárcel de Roma.

Después de las ejecuciones y los sacrificios a los dioses, el emperador puso la mano derecha en el hombro de su hijo Tito y le habló con pasión.

—Ven a palacio, hijo. Hay algo que quiero enseñarte.

Vespasiano miró también a su segundo hijo y Domiciano comprendió que la invitación, o, mejor dicho, la orden de seguir al emperador también le incluía. Domiciano intuía de qué se trataba todo aquello y no tenía ningún interés para él, pero tenía claro que debía satisfacer a su padre, el emperador, en todo aquello que pudiera. Al menos por el momento. Además, su situación, con la triunfal llegada de Tito, se había debilitado notablemente en palacio, a la par que el poder de su padre y la admiración que despertaba Tito se agigantaban ensombreciéndole hasta hacer de él una figura tan pequeña como insignificante. No pasaba nada. Domiciano sonreía sin que fuera perceptible a los ojos de los pretorianos que les rodeaban mientras caminaban de regreso a la Domus Aurea. Sí, estaba a la sombra de dos gigantes, pero a la sombra se trabaja mejor: a la sombra nadie se fija en ti y se puede hacer de todo sin que nadie se percate de nada, no, al menos, hasta que sea ya demasiado tarde. Tuvo que esforzarse porque su sonrisa no aflorara con evidente desafío por sus labios. Sabía que su padre le miraba constantemente. Constantemente.

Como imaginaba Domiciano, Vespasiano les condujo a la gran sala donde los arquitectos habían preparado las maquetas que él ya había visto. Estaban tapadas con sendas telas. Era evidente que su padre quería deslumbrar a Tito. Lo conseguiría; en el fondo su hermano, su gran hermano, el gran conquistador de Jerusalén, era un ingenuo.

—Aquí está, hijo —dijo Vespasiano mirando a Tito—. Tu hermano ya lo ha visto pero ahora quiero tener tu opinión.

Se volvió hacia Rabirius, el arquitecto imperial, que, al instante, destapó las maquetas ocultas por las sábanas blancas. Ante los perplejos ojos de Tito, la silueta tridimensional del mayor de los anfiteatros se dibujó impactante y majestuosa. Era enorme, emergía por encima de todos los edificios de la ciudad de Roma, que, de una forma más o menos precisa, se habían reproducido por los mismos carpinteros que habían trabajado en aquel modelo a escala de la ciudad, con el fin de mostrar el descomunal tamaño de la obra que se deseaba acometer.

—¿Qué piensas, hijo? —preguntó el emperador, impaciente ante el silencio de Tito. Este miró a su padre y se inclinó ante él.

—Es la obra propia de un dios.

—¿De un dios? —Vespasiano se quedó pensativo—. Quizá termine siéndolo, hijo, quizá termine siéndolo, pero de momento es la obra de los arquitectos del Imperio y, por encima de todo, hijo, es la obra de una nueva dinastía. —Y volvió a posar el brazo derecho sobre el hombro de Tito—. La obra de una nueva dinastía —repitió, y se giró hacia la maqueta caminando alrededor de la gran mesa sobre la que se había situado para ser observada mejor por la familia imperial—. Hasta hace poco era sólo un sueño, muchacho, sólo un sueño. —Se volvió de nuevo hacia su hijo mayor—. ¿Puedes acaso concebir la cantidad de dinero que hace falta para levantar algo así, hijo, y más después del desastre económico de la guerra civil y de los derroches de Nerón, Otón y Vitelio? No, ya imagino que no tienes idea. Yo tampoco hasta que me puse a calcularlo con Partenio y otros consejeros. Era un sueño imposible, pero ya no, muchacho, ya no. Has conquistado Jerusalén y has traído a Roma el mayor de los tesoros imaginables. Tenemos ahora suficiente oro para construir este anfiteatro, el anfiteatro Flavio; será nuestro regalo a Roma, al mundo. —Volvió a caminar alrededor de la maqueta—. Ya están trabajando, llevando las primeras piedras de mármol, extrayendo tierra para levantar los cimientos; trabajan sin descanso y será levantado ahí mismo, hijo, en el centro de Roma, en ese centro que Nerón le arrebató al pueblo para los jardines privados de su palacio. Vamos a devolverle al pueblo esa parte de la ciudad adornada con la mayor de las obras públicas emprendida jamás por un emperador. Eso, hijo, además de preservar las fronteras del Imperio —miró de nuevo a Tito—, eso, hijo, nos hará dioses ante los ojos del pueblo: será el mayor anfiteatro del mundo. Nos adorarán, hijo, nos adorarán.

Tito parecía contagiarse de la euforia del padre y se acercó también a observar con más detalle el enorme modelo: decenas de arcos que trazaban círculos perfectos superpuestos decorados con semicolumnas de orden toscano, una evolución del dórico griego en la planta baja, semicolumnas jónicas con sus inconfundibles volutas en la segunda planta y una tercera planta final con semicolumnas entre los arcos de orden corintio con hermosas hojas de acanto en los capiteles. Había decenas de estatuas repartidas en los espacios que dejaban los arcos y, en el interior, unas gradas inmensas donde podrían caber treinta o quizá cuarenta mil personas. [15]

Mientras Tito se empapaba de las enormes dimensiones del proyecto, Vespasiano se acercó a su segundo hijo.

—Domiciano, tengo que hablar con tu hermano a solas. Nos veremos esta tarde en la cena —dijo y se quedó satisfecho con el saludo acompañado de una leve inclinación de Domiciano al retirarse.

Este se giró un instante antes de dejar solos a su padre y a su hermano y vio cómo el emperador, una vez más, ponía la mano derecha sobre el hombro de Tito. Domiciano no dejó escapar ninguna mueca de desengaño o desasosiego. Se mantuvo sereno, dejó de mirarles y encaró la salida de la sala con el silencio propio de quien vive rodeado por sus pensamientos.

En el interior, Vespasiano volvió a hablar.

—Hay algo más de lo que debemos hablar, hijo.

Miró a los arquitectos y a los pretorianos. Todos comprendieron el sentido de aquel gesto y abandonaron la sala con rapidez. El emperador se quedó a solas con el conquistador de Jerusalén. Tito miró a su padre con interés.

—Sabes que todos han llegado a dudar de tu lealtad, hijo —empezó el emperador. Tito fue a hablar en un intento por defender su total sumisión a su padre, pero éste levantó la mano y guardó silencio. Vespasiano apoyó las manos en la gran mesa y continuó hablando mientras seguía admirando su gran anfiteatro, su gran sueño—. Todos han dudado menos yo, menos yo y… Antonia Cenis. Antonia siempre creyó en ti, te lo digo para que la juzgues adecuadamente. Ya sé que tu hermano desaprueba esa relación —ladeó un poco la cabeza, con aire distraído—, aunque es cierto que últimamente está menos hostil con ella. —Calló, volvió a poner recta la cabeza y retomó su discurso—: Me gustaría que tú tuvieras mejor relación con Antonia. En cualquier caso, hijo, lo esencial es que yo nunca he dudado de ti y te voy a demostrar hasta qué punto confío en ti. —Levantó la mirada—. Te voy a nombrar jefe del pretorio.

Tito enmudeció primero y luego fue a hablar, pero una vez más su padre levantó la mano derecha y volvió a guardar silencio.

—No aceptaré ninguna negativa. Escúchame bien, hijo: el jefe del pretorio ha sido un puesto siempre codiciado, desde que el divino Augusto creara la guardia pretoriana, pero, lamentablemente, ha sido utilizado en demasiadas ocasiones para maquinar conjuras contra el emperador. El jefe del pretorio tiene a sus órdenes a más de cinco mil hombres, los mejores hombres de toda la ciudad, con la misión de proteger al César, pero cuántas veces los jefes del pretorio han terminado queriendo gobernar por encima del emperador o vendiendo sus servicios a aquellos senadores insidiosos que buscan su caída. No, no tengo a nadie a quien confiar ese puesto mejor que a ti. Has tenido bajo tu mando todas las legiones de Oriente, has vencido a los judíos, has conquistado Jerusalén, controlabas Egipto, Siria y, sin embargo, aquí estás, atento a mis órdenes, a mis proyectos y mis ideas. Tú y sólo tú puedes ocupar ese puesto. Si Sabino, si tu tío Sabino hubiera sobrevivido a los malditos hombres de Vitelio, habría confiado en él, pero eso ya no puede ser, no puede ser. Debes ser tú y no otro. Y no sólo eso, muchacho, has de ser tú y sólo tu. No nombraré dos jefes del pretorio para que compitan entre ellos; eso nunca. Contigo al mando de la guardia pretoriana sé que estaré seguro, que estaremos seguros todos y podré llevar a cabo mis planes, este anfiteatro, el saneamiento de las arcas del Estado, el fortalecimiento de las fronteras, la reconstrucción del Imperio, de un Imperio que tú herederas pronto. No, no me mires así. Soy mayor, hijo. Aún me siento fuerte, pero no tengo la capacidad de resistencia del pasado. Hoy mismo, todo el triunfo, los sacrificios, las ejecuciones, estas conversaciones, todo esto, un gran día de celebración y estoy cansado. No, no soy el de antes. Pero, con tu ayuda, sé que podremos conseguir grandes cosas y, sobre todo, conseguiremos instaurar una nueva dinastía. ¿Qué me dices, muchacho? ¿Qué tiene que decir el conquistador de Jerusalén a las palabras del emperador de Roma?

Tito tragó saliva. Se sentía algo abrumado y también había cierta preocupación en su rostro. Buscó las palabras precisas.

—Por supuesto, augusto padre, que si ésos son tus deseos aceptaré con orgullo la posición de jefe del pretorio y desde ese puesto protegeré al emperador y a toda la familia, pero me preocupa una cosa.

—Habla, un César debe decir siempre lo que piensa.

—Domiciano. —No dijo más. El emperador miró a Tito y asintió.

—Domiciano es demasiado joven. Sólo tiene diecinueve años. Tendrá cargos de relevancia en el Imperio, es sangre de nuestra sangre; es mi hijo y tu hermano y es César, pero es demasiado joven para confiarle una tarea propia de hombres.

Tito comprendió en el tono solemne de su padre que el emperador tenía ese asunto completamente decidido y que nada que dijera podría hacerle cambiar con relación a lo que acababa de proponer. Quizá tuviera razón. Domiciano, indiscutiblemente, era demasiado joven. Demasiado joven incluso para iniciar una conjura. Tito volvió a asentir. Se preocupaba por peligros imaginados, fantasmas inexistentes.

Los asesinos del emperador
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