LA FUERZA DE UNA EMPERATRIZ

Domus Flavia, Roma

18 de septiembre de 96 d. C., hora sexta

Domicia Longina, esposa de un César, amante de otro César, superviviente a siete emperadores y emperatriz de Roma ella misma, se levantó del lecho. Una esclava le había confirmado que el emperador había sido informado de que ya estaban en la hora séptima. Domicia Longina sabía que en realidad aún estarían en el mediodía, en la hora sexta. Al principio no había compartido la opinión de Partenio de que todo ocurriera precisamente a esa hora que el emperador se esforzaba por evitar, pero luego comprendió que Partenio tenía razón: si Domiciano era asesinado a la hora que había predicho una adivina, gran parte del pueblo aceptaría el suceso como algo inexorable, algo que tenía que ocurrir. Otra cosa era lo que pensarían los pretorianos. Pero ya se ocuparían de eso en su momento. Pronto llegaría el emperador a su cámara personal desde el Aula Regia. Alguien intentaría asesinarle allí mismo, pero ya fuera para asegurarse de que, en efecto, la muerte de Domiciano tenía lugar, o para preparar la huida de los implicados, ella debía facilitar el acceso a los hombres de Partenio a través de su dormitorio. ¿A quién habría recurrido Partenio al final? No podía evitar, en medio de la vorágine de toda aquella jornada, sentir curiosidad por ver el rostro de unos hombres capaces de aceptar la misión de entrar en el palacio más protegido del mundo para asesinar al hombre más poderoso de la Tierra.

Domicia Longina se detuvo frente al fresco de las ninfas desnudas. Había llegado el momento. Posó sus manos sobre la pintura y empujó con lo que ella pensó que era suficiente fuerza, pues lo había ensayado en más de una ocasión. En días anteriores, ante aquella presión, la pared había cedido sin problemas, pero en aquel caluroso mediodía del 18 de septiembre permaneció en su sitio, ajena a los deseos de la emperatriz. Domicia Longina no se puso nerviosa. Inspiró profundamente y volvió a empujar, esta vez con todas sus fuerzas. La pared crujió y cedió, pero apenas un dedo. Estaba atrancada por dentro. Tragó saliva. ¿Era cosa del emperador? Podía ser, pero daba igual; incluso si así fuera, tenía que seguir adelante, debía seguir intentándolo. Introdujo sus finos dedos en la pequeña rendija que había conseguido abrir y volvió a empujar con las palmas de las manos. La pared cedió otro poco, pero luego volvió hacia atrás y le pilló el dedo de una mano, que quedó aprisionado momentáneamente hasta que empujó con la otra mano y pudo liberar su dedo herido y ensangrentado. Domicia Longina no gritó ni soltó una lágrima en toda aquella operación. Era un día de sangre. Volvió a tragar saliva. La pared estaba atrancada, pero tenía la intuición que era sólo una mala pasada de la diosa Fortuna. Se habría atascado con algún trozo de ladrillo o de argamasa que hubiera caído en los días anteriores, cuando ensayaba para abrir y cerrar el pasadizo. Volvió a empujar y consiguió que la pared cediera otro poco más, y tuvo cuidado en retirar los dedos por si volvía a retroceder cuando eliminara la presión, pero esta vez la puerta permaneció donde se había quedado tras el último empujón. No obstante, el espacio era de apenas un palmo. Tenía que seguir empujando.

Domicia Longina cerró los ojos. Ahora sí, estaba a punto de llorar. Oyó la voz del emperador en el cuarto de al lado. Hablaba con alguien. Enseguida identificó la voz de Estéfano. Así que el asistente de Domitila había sido el hombre finalmente seleccionado por Partenio para el momento clave. Todos estaban arriesgando la vida. Domicia Longina apretó los puños de los delgados brazos que pendían a lo largo de su cuerpo. Era rabia, la rabia contenida durante años de vejaciones y miseria la que estaba concentrando en cada uno de sus pequeños músculos: una rabia voraz, desatada e incontenible que se estaba apoderando por momentos de todo su ser. Domicia Longina volvió a posar las palmas de sus manos, una de ellas ensangrentada, en el fresco de las ninfas desnudas y empujó, empujó con el ansia de la venganza aflorando por cada uno de sus poros. Sudaba y cada gota era un arañazo del pasado que retornaba con la fortaleza brutal que da el odio absoluto. Y la pesada pared cedió, cedió por completo, y el pasadizo oscuro y frío que conducía al hipódromo de la Domus Flavia quedó abierto de par en par. Un aire fresco, procedente de aquel estrecho túnel, saludó a la emperatriz de Roma y Domicia Longina lo recibió con alivio y esperanza. Sólo de los lugares más oscuros y horribles podría emerger la fuerza suficiente para terminar con el mayor de los tiranos, con el más cruel de los miserables. En ese momento oyó golpes en la cámara del emperador y un grito ahogado. La lucha había empezado. Siempre supo que Domiciano nunca moriría por un solo golpe; las bestias agonizan mientras siguen hiriendo y matando y asesinando. Domiciano no sería diferente.

Los asesinos del emperador
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