EL ÚLTIMO POEMA

Febrero de 98 d.C.

Estacio se sentó en el atrio de su nueva casa. Con el dinero de Domiciano, siempre satisfecho con sus poemas, por fin consiguió comprar una gran domus en el centro de Roma. Y, sin embargo, todos aquellos poemas de adulación al tirano, ¿para qué? Su esposa Claudia había muerto hacía tiempo, y su suegro, su maldito suegro, aun antes, justo al poco de que ganara el concurso en el teatro Marcelo. Había conseguido dinero, comodidades, pero para qué.

—Debes descansar, padre —dijo Numerio.

Estacio sonrió lacónicamente. Numerio, aquel esclavo a quien enseñó a leer, al que luego manumitió y a quien al fin adoptó como su propio hijo. Numerio era lo único bueno que había hecho en esta vida. Y cuidar de Claudia. ¿Y algún poema? Estacio no era un idiota: sabía distinguir las obras realmente buenas de las que no lo eran. El había sido el poeta de cámara del emperador Domiciano, pero igual que Domiciano no era ni la sombra del divino Augusto, él tampoco era, ni por asomo, un nuevo Virgilio, ni un contestatario Plauto o un indomeñable Nevio [49]. No. ¿En qué había convertido él sus poemas? No, no era Nevio. Estacio se sabía insignificante y su obra… prescindible.

—Hace meses, hijo, que no puedo descansar —respondió Estacio al fin con la voz algo ronca.

Llevaba años sin dormir bien. El insomnio se había apoderado de su ser de forma crónica e incluso cuando creía que dormía no lograba descansar. A veces se despertaba en medio de la noche, sudoroso, con las manos frías, sorprendido por un sonido extraño que no era otro que su propia respiración entrecortada. Había rogado a todos los dioses por recuperar el placer del sueño, empezando por el propio Morfeo hasta llegar a orar incluso al dios de los cristianos. Siempre le impactó la bravura de aquel anciano cristiano que Domiciano no consiguió hervir en aquella marmita de aceite. Desde aquel día, Estacio había tomado con más seriedad las ideas de los cristianos, pero, como tantos otros, lo guardaba en secreto; ni siquiera se lo había comentado a su hijo. Su hijo. Se volvió hacia el joven.

—Muchacho —dijo Estacio mirando a su hijo adoptivo—. He escrito un nuevo poema. Mi última obra. No es gran cosa, pero tengo la sensación de que es lo mejor que he hecho. Quizá si hubiera presentado este nuevo poema en los juegos capitolinos de aquel año… —pero no acabó la frase.

Estacio había perdido el concurso de poesía durante el penúltimo año del principado de Domiciano y el emperador no había hecho nada por compensarle; sus poemas habían dejado de interesarle, como a todo el mundo. El César Domiciano, desde aquel último concurso, sólo aceptaba poemas de adulación absoluta, como la silva a su gran estatua ecuestre que el propio Estacio declamó en el Aula Regia, justo el mismo día en que fue asesinado.

Se llevó la mano a la frente; su último poema era mejor. Eso creía. Lo había intercalado entre las Silvae con la esperanza de que así se salvara del olvido total. Ahora le habían entrado dudas y miraba a su hijo con lástima de sí mismo.

—Tampoco es que mi mejor poema haya de ser gran cosa, pero quería rogarte…

Se detuvo de nuevo; una vez más le fallaba la respiración y el corazón parecía haberse saltado un latido; cerró los ojos. Si muriera, por fin, de una vez por todas, conseguiría descansar. ¿Le habría escuchado ya el dios de los cristianos? ¿O Morfeo?

—¿Qué quieres que haga, padre?

—En la mesa, muchacho… ahí está… mi último poema. Llévalo a Vetus, al bibliotecario del Porticus Octaviae. Es un viejo cascarrabias, enjuto y rencoroso. Estoy seguro de que se asegurará de que la mayor parte de mis poemas desaparezcan de sus archivos y de todos los archivos que pueda. Domiciano nunca cumplió bien con las bibliotecas y no creo que considere que las estanterías deban contener ya muchos poemas adulando al tirano. —Se detuvo; y se sorprendió de la facilidad con la que ahora todos llamaban a Domiciano tirano, incluso él. Sí, siempre fue voluble, según soplara el viento. Hoy el viento soplaba para borrar el pasado y él, Publio Papinio Estacio, era parte de ese pasado—. Muchacho, llévale ese poema y que lo lea. Luego vuelve y dime qué te dice. Eso te ruego… ¿lo harás, Numerio?

—Sí, padre.

Vetus, el bibliotecario del Porticus Octaviae, era un anciano de incontables años. Numerio siempre lo había visto allí y, antes que él, su padre contaba lo mismo, que siempre había estado allí aquel bibliotecario, custodiando los rollos de aquella magna biblioteca. Quizá tuviera noventa años. Nadie lo sabía. El viejo se movía despacio y le costaba leer, pero se movía y leía.

—Veamos —dijo el biliotecario—; un nuevo poema de Estacio.

El tono era claramente escéptico. El anciano acababa de confirmar a Numerio que había dado orden de dejar fuera de la biblioteca las copias de varias obras de su padre, empezando por el poema épico sobre la victoria de Domiciano sobre los catos con el que Estacio había ganado el concurso del teatro Marcelo. «Era muy malo y no tengo espacio para todo: he de ser selectivo», había repetido en varias ocasiones el anciano. Numerio estaba a punto de rebatir aquella afirmación. Su padre se lo había dado todo: lo compró primero y le trató bien de niño; le enseñó a leer y a escribir, le educó con cariño, le liberó y, por fin, le adoptó; lo mínimo que podía hacer era intentar que las bibliotecas de Roma guardaran algunos de sus poemas. Sabía que para él no había nada más importante, nada. Pero antes de que Numerio pudiera decir algo, el viejo bibliotecario se puso a leer en voz alta. Y lo hizo bien, con una voz agradable pese a tantos años, bien modulada y con emotividad cuando procedía.

Crimine quo merui, iuvenisplaádissime divum, quove errore miser, donis ut solus egerem,Somne, tuis? tacet omnepecus volucresqueferaeque et simulant fessos curvata cacumina somnos, nec trucibus fluviis idem sonus; occidit horror aequoris, et tenis maria adclinata quiescunt. Séptima iam rediens Phoebe mihi respicit aegras stare genas

[¿Por qué delito, joven dios, entre todos el más placentero, o por qué error, triste de mí, he merecido, oh Sueño, ser yo el único ayuno de tus dones? Callan todas las reses, las aves y las fieras, y las curvadas cimas simulan laxos sueños, y no es igual el ruido de los ríos salvajes; cae el fragor del mar y las aguas reposan, tendidas en la tierra. Ya es la séptima noche que Febe, al regresar, ve fijas mis pupilas fatigadas…] [50]

El anciano Vetus dejó de leer, depositó el papiro sobre la mesa que estaba entre él y Numerio e hizo un breve comentario.

—Hace tiempo que Estacio no duerme, ¿verdad?

Numerio asintió.

—Es lo que tienen los remordimientos —dijo Vetus—. Sin duda, tu padre debió de hartarse de halagar a un tirano, a un loco.

Numerio no dijo nada. No sabía bien qué decir para no contrariar a aquel viejo bibliotecario. El anciano continuó.

—El poema es bueno; francamente bueno. Escrito desde el dolor del remordimiento y se nota. —Calló un instante antes de añadir con determinación—: Lo guardaré, Numerio, igual que preservaré la Tebaida, una obra irregular pero de cierto mérito y algunas de sus Silvae; detesto el contenido de la mayoría de ellas, pero algunas son buenas en su forma y, a fin de cuentas, Domiciano es parte de nuestro pasado reciente. Los poemas de Estacio ayudarán a que la gente recuerde cómo le veían muchos antes de su muerte. Ahora todos hablamos, pero antes… nadie se atrevía. Es justo guardar algunos de estos poemas o no quedará palabra alguna de todos aquellos años. Juvenal ya está escribiendo sátiras contra Domiciano. Cuando las termine las pondré junto con las Silvae de tu padre. Luego, que los historiadores decidan quién decía la verdad.

El anciano Vetus lanzó una pequeña carcajada, una risa de un viejo que siente que hace una gran travesura.

Numerio regresó junto a su padre.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Estacio nada más ver que su hijo cruzaba el umbral de la casa.

—Le ha gustado, padre, le ha gustado.

Estacio frunció el ceño.

—Tú no me mentirías, ¿verdad, muchacho?

Numerio negó con la cabeza.

—No, no creo que lo hicieras —confirmó para sí mismo Estacio—. Siempre has sido bueno conmigo. Demasiado bueno.

Numerio quiso decir que sólo se portaba con él de la misma forma en la que había sido tratado y educado desde niño, pero vio que su padre cerraba los ojos y prefirió dejarle descansar. Quizá ahora pudiera conciliar algo de sueño. Numerio miró en la mesa. Había allí otra copia de aquel último poema. Intrigado, cogió el papiro para leer el final que el bibliotecario había dejado sin recitar.

At nunc heu! si aliquis longa sub nocte puellae brachia nexa tenens ultro te, Somne, repellit, inde veni; nec te totas infunderepennas luminibus compello meis hoc turba precatur laetior: extremo me tange cacumine virgae, sufficit, aut leviter suspensopoplite transí.

[Pero ahora, ¡ay de mí!, si alguno, bajo la larga noche, por tener enlazados los brazos de su amada, quiere, “Sueño, alejarte, ven de allá; no te pido que extiendas por entero tus alas sobre mis ojos: tal es el ruego de una más placentera muchedumbre. Tócame, eso me basta, con el borde de la parte final de tu varita, o, al menos, pasa ligeramente de puntillas".] [51]

Numerio dejó de leer.

—Es realmente bueno… —dijo, pero vio que su padre callaba. Dejó el papiro sobre la mesa y salió del atrio.

Publio Papinio Estacio se había ido relajando poco a poco. Aún tenía el miedo de verse despertado en cualquier instante por el emperador Domiciano demandando nuevos versos de adulación. Tenía más preparados, tenía más, por si acaso, por si regresaba de entre los muertos. Estacio no estaba convencído de que Caronte y el Hades fueran a querer quedarse con Domiciano, pero quién sabe. Quizá allí hubiera tiranos aún peores. Se encontró, de pronto, muy tranquilo. Parecía que por fin podía respirar con sosiego y sintió que el sueño le invadía, le llenaba por todas partes, le abrazaba, le envolvía, por fin. No sabía si tenía los ojos cerrados o abiertos, pero estaba seguro de que al fin Morfeo se apidaba de él y le permitía disfrutar de sus encantos.

Numerio regresó al atrio al cabo de una hora. Traía algo de agua fresca y fruta. Tenían esclavos, pero era él el que normalmente le traía algo de comer a su padre por la tarde. Vio a su padre completamente quieto y con los ojos abiertos de par en par y comprendió. Se acercó despacio. Dejó la fruta y el agua en el suelo. Con la mano derecha, suavemente, le cerró los ojos. Luego dio media vuelta y fue en busca de una moneda. Caronte siempre esperaba cobrar.

Los asesinos del emperador
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