LAS LÁGRIMAS DEL BOSQUE
Valle de Tapae, 86 d.C.
Vanguardia dacia. Centro del valle
Decébalo estaba en el centro del valle de Tapae. Quería confirmar por sí mismo, con sus propios ojos, que todo se había preparado según sus planes. Con él iban los dos príncipes germanos, altos y fuertes, que observaban las maniobras de aquel ejército con atención y, para satisfacción de Decébalo, asentían con firmeza ante el despliegue de las tropas dacias.
—Todo está dispuesto —se dijo Decébalo a sí mismo, en voz baja. De pronto se giró y se dirigió a un hombre maduro vestido con una larga túnica que caminaba despacio, escoltado por un grupo de recios guerreros dacios—: todo está dispuesto, sumo sacerdote —repitió, esta vez en voz alta y clara.
Aquel hombre era Bacilis, el gran sacerdote de la Dacia, leal a Douras y al que el propio rey había añadido a la gran expedición de Decébalo para vigilarle con la excusa, por supuesto, de que Bacilis podría rezar mejor que nadie a Zalmoxis y rogar que el gran dios dacio defendiera a su pueblo en su lucha contra los romanos.
Bacilis se detuvo junto a Decébalo y le miró con frialdad.
—Sí, veo que has pensado mucho en esta batalla, Decébalo. Esperemos que hayas pensado bien.
Decébalo sabía que sus mejores hombres, Diegis y Vezinas, escuchaban aquella conversación, así que no se arredró en su respuesta.
—Y esperemos que Zalmoxis escuche tus plegarias.
Diegis y Vezinas rieron por el comentario de su líder. Bacilis, por su parte, sonrió de forma cínica. Admiraba la impertinencia de Decébalo, aunque la temía por igual. El sumo sacerdote compartía la visión del rey Douras: había sido un error acosar a los romanos hasta forzarlos a cruzar el río en un contraataque de castigo contra la Dacia, pero, de la misma forma, había visto a Decébalo ganar combates en posiciones de desventaja clara al sur del río y pudiera ser que, una vez más, se saliera con la suya en Tapae. Si eso ocurría, Decébalo sería el nuevo rey y su posición como sumo sacerdote peligraría si ahora no sabía aplicar una fuerte dosis de autocontrol ante los despechados desplantes de aquel impetuoso caballero dacio. Por eso Bacilis se limitó a mantener su sonrisa mientras respondía con aparente serenidad.
—Zalmoxis siempre me escucha cuando rezo por la Dacia. —De pronto, dio un paso adelante y habló al oído de Decébalo—: Lo que no sé es si tú eres la Dacia. Dime Decébalo, piensa y dime: ¿eres la Dacia?
Se separó y se quedó inmóvil frente al joven noble en espera de una respuesta. En ese momento llegaron unos jinetes sármatas que descendían desde la ladera cabalgando de forma sorprendente: evitando las ramas bajas de los árboles. Para admiración de todos, aunque los germanos eran los más sorprendidos porque desconocían aquella costumbre sármata, junto con los hombres a caballo iban un pequeño número de guerreras sármatas, amazonas y luchadoras al igual que ellos.
—Están entrando en el valle sin detenerse, como dijiste que harían —dijo el más veterano de los jinetes sármatas a Decébalo, que asintió sin mirarlos pues sus ojos se mantenían fijos en la faz gélida del sumo sacerdote. Se acercó entonces a Bacilis y le respondió también al oído.
—Soy la Dacia, sacerdote, soy la Dacia que emergerá de las cenizas de Roma. Mide bien para quién rezas. Mide tus plegarias, Bacilis.
Se alejó para acercarse a los jinetes sármatas que acababan de llegar con noticias del frente. Pero Bacilis fue rápido y lanzó una respuesta hábil:
—Rezaré por la Dacia del presente y por la Dacia del futuro.
Decébalo no pudo evitar sonreír, pero no se giró. Sabía que a Bacilis le habría gustado eso, un gesto de reconocimiento a su muy medida respuesta, pero que sufriera un poco. Además, ahora lo único que importaba eran las legiones de Roma.
Vanguardia romana, entrando en el bosque de Tapae
Fusco vio cómo Nigrino llegaba al galope desde la retaguardia. Ya imaginaba que venía a criticar su idea de entrar en aquel bosque. Su propuesta sería rodearlo, evitar todo aquel valle, pero eso retrasaría el avance sobre Sarmizegetusa varias semanas y Fusco estaba persuadido de que lo esencial era llegar a la capital dacia en el mínimo tiempo posible. Ese rápido avance impresionaría a los dacios por la determinación de Roma de devolver los golpes recibidos en Moesia y Panonia directamente en el corazón del reino enemigo. Además, el hecho de que los dacios no les hubieran atacado cuando cruzaron el Danubio había persuadido a Fusco de que éstos no intentarían nada hasta que las legiones llegaran a las murallas mismas de Sarmizegetusa.
—Vir eminentissimus—empezó Nigrino situando su caballo junto al de Fusco—, hay que detener esta incursión en el bosque. Es una temeridad. Los bárbaros siempre han aprovechado los bosques para atacarnos. Los galos lo hicieron en el pasado y más recientemente los germanos. Rodeemos el bosque o que los zapadores abran una brecha en el mismo antes de introducir todas las legiones en esta espesura.
Fusco estaba contrariado a más no poder. Era cierto que Nigrino se había dirigido a él con respeto, usando la fórmula preceptiva para todos, excepto para el César, de dirigirse a un jefe del pretorio, pero, por otro lado Nigrino, también en voz alta y clara de forma que todos los oficiales pudieron oírle, había planteado su desacuerdo con el plan trazado. A Fusco no le importaba que oyeran aquella conversación los tribunos de las cohortes pretorianas, pero sí lamentaba que lo hicieran los oficiales de las legiones. Sabía que los legionarios no estaban cómodos bajo el mando de un pretoriano y que Nigrino cuestionara su estrategia en voz alta no ayudaba a mejorar su imagen.
—Lo esencial es cruzar este bosque lo antes posible —respondió Fusco con frialdad, sin mirar a Nigrino, con sus ojos en el horizonte verde de unos árboles que ya rodeaban su ejército.
Nigrino se acercó más al jefe del pretorio y bajó la voz, pero mantuvo su desafío si cabe aún con más vehemencia.
—Ya fue una temeridad cruzar el río en dos días, dividiendo al ejército en dos, si bien hubo suerte y los bárbaros no atacaron, pero éstos son sus bosques. Adentrarnos en ellos puede ser una trampa mortal.
—La única trampa mortal para Roma es la que tejen los cobardes con sus miedos —sentenció Fusco y azuzó su caballo para seguir avanzando rodeado por los jinetes pretorianos.
Nigrino comprendió que no había nada que hacer. Absolutamente nada que hacer. No había marcha atrás. Detuvo su caballo y se hizo a un lado para que los carros de víveres y suministros pasaran en su lento avance hacia el corazón del valle. El tribuno miró a los árboles espesos que lo cubrían todo. Apenas se veía la luz del sol. Era como estar en una gran cueva donde la luz entrara tamizada por las grietas. No había ruido alguno distinto al de las sandalias de los legionarios o las pezuñas de los caballos de los jinetes romanos quebrando la hojarasaca seca de principios de otoño. Nigrino miraba nervioso a un lado y a otro. No se oía ningún pájaro; ni un solo pájaro en todo aquel bosque. El tribuno intuía lo peor, pero era impotente para impedir aquella locura. De pronto, sin que se levantara una sola brizna de viento, los árboles empezaron a moverse por sí solos, como si todo el bosque estuviera encantado. Agitaban las ramas de sus gigantescas copas de un lado a otro y los romanos detuvieron su marcha admirados, temerosos, confundidos. ¿Cómo era posible que aquellos árboles se movieran así si no había viento?
Alto mando dacio en lo alto del Monte Semenic en la ladera occidental del valle
Ocultos entre los árboles de lo alto de las montañas, pero con un hueco abierto entre la espesura para poder otear bien la entrada al valle, Decébalo; su mano derecha Diegis, un joven noble dacio que seguía la estela de su señor desde los ataques a Moesia; Bacilis, el sumo sacerdote; los príncipes germanos; Vezinas, el último pileati que se había unido a la causa de Decébalo frente a Douras y los jefes de los sármatas, roxolanos y bastarnas observaban atentos cómo los romanos se iban adentrando en el gran bosque de Tapae. Los oficiales dacios y de las tribus aliadas miraban nerviosos a Decébalo a la espera de que éste diera la orden de ataque. Por su parte, los dos príncipes germanos se mantenían más distantes. Aquélla no era su guerra, aunque tenían curiosidad por ver si la estrategia de Teutoburgo, la que Armiño usara contra las tres legiones de Varo, volvería a funcionar ahora contra las legiones que comandaba el pretoriano enviado por el emperador de Roma. Sí, los germanos tenían curiosidad por ver si Decébalo era un nuevo Burebista con el que mereciera la pena firmar un pacto para atacar a Roma de forma conjunta o si sólo se trataba de un fantoche incapaz de ganar batalla alguna.
Decébalo había esperado a que entraran en el bosque los arqueros y auxiliares de la vanguardia romana y la legión V, y hasta ahí todo bien para todos, pero el líder dacio siguió sin dar orden alguna de ataque aun cuando ya habían entrado los zapadores romanos, los primeros bagajes del ejército enemigo y hasta el propio jefe del pretorio romano con todos sus pretorianos. Los oficiales dacios miraban a un lado y a otro inquietos, pues la segunda parte del tren de suministros romanos ya había entrado en el bosque y Decébalo seguía sin mostrarles que fuera a dar la orden de ataque. Fue entonces cuando se vio a uno de los oficiales de las legiones entrando al galope en el bosque. Decébalo intuyó que algún romano no compartía la tranquilidad con la que el jefe pretoriano se adentraba en la espesura verde del valle, pero poco podía hacer ya para impedir lo inevitable. Decébalo, no obstante, tragó saliva. Los romanos aún podían detenerse y el plan se vendría abajo; pero pasaron unos instantes y las tropas enemigas seguían entrando en el bosque. Ahora era el turno para el grueso de las legiones y su caballería. El momento se acercaba. Podía sentir las miradas de todos sus hombres, en particular la leal mirada de Diegis y la más tensa, con más dudas, de Vezinas, y las de los jefes sármatas, roxolanos y bastarnas, todos pendientes de él. Sabía que todos ellos habrían dado la orden de ataque hacía ya rato, pero él no quería simplemente derrotar a los romanos y hacerles retroceder. Eso no sería suficiente para impresionar a los dos príncipes germanos que tan orgullosos y distantes se mostraban hacia él, pero que al mismo tiempo no podían evitar sentir una curiosidad infinita por lo que allí pudiera pasar aquella tarde. No. Había que esperar un poco más, un poco más. La segunda y la tercera legiones ya estaban dentro. Diegis se acercó por detrás.
—Ya hay tres legiones en el bosque y los pretorianos —dijo el joven noble dacio al oído de su líder—; es más de la mitad de su ejército. Es suficiente, mi señor, es suficiente.
Decébalo no le respondió con palabras y se limitó a negar con la cabeza. Diegis se mordió el labio inferior. Aquella espera era demasiado peligrosa. Todo el bosque estaría infestado de romanos. Serían demasiados. Demasiados. La cuarta legión entró en el bosque. Diegis volvió a acercarse.
—Los sármatas están a punto de ordenar el ataque por su cuenta, mi señor.
Decébalo, que no había hecho otra cosa que mantener sus ojos fijos en el avance romano, se giró resuelto hacia los jefes sármatas que hablaban entre ellos.
—¡Silencio! —dijo y todos callaron.
Sabía que le tomaban por loco, pero había que aguantar, había que aguantar. La cuarta legión estaba a medio entrar. Decébalo habría esperado aún más, pero era cierto lo que apuntaba Diegis: en cualquier momento, alguno de los sármatas o los roxolanos podía decidir emprender una acción por su cuenta y eso sería peor. Decébalo escupió en el suelo. Despreciaba a los romanos y su orgullo pero admiraba su disciplina, una disciplina que los conducía a hacer algo tan absurdo como adentrarse en ese bosque sin rechistar, sin discutir. Eso solo era algo poderoso en sí mismo. Le irritaba que los sármatas, los roxolanos y los bastarnas no pudieran ser iguales en ese aspecto a los romanos. Pero era así. Decébalo alzó su brazo y, al instante, lo bajó de golpe.
—¡Sea, por Zalmoxis, sea! ¡Al ataque! ¡Los árboles! ¡Que muevan los árboles!
Vanguardia romana. Centro del valle
Lucio Quieto y el joven Nigrino cabalgaban en el centro de la legión V, en la vanguardia del ejército romano. A Quieto no le gustaba aquella densa espesura. Tenían que romper la formación para poder pasar por entre los miles de árboles que crecían por todas partes y las ramas casi les cegaban y apenas podían ver el camino. Lucio Quieto miraba al cielo cuando podía y sólo veía más y más ramas; miraba entonces a los árboles y los veía allí, firmes, rectos, plantados en aquel valle, amenazadores, inmóviles en una tarde sin viento. Pero había algo raro, algo peculiar en la base de muchos troncos. Regueros de resina fresca emergían de sus cortezas y caían en cascada silenciosa hasta alcanzar las raíces y la hojarasca seca que lo llenaba todo. Era como si todos los árboles estuvieran heridos. Todos heridos, todos llorando, agonizando en un mar de sombras quietas, sin pájaros ni voces, sumidos en el rumor informe de las sandalias de los legionarios pisando las ramas secas. ¿Por qué estaban todos los árboles heridos? ¿Por qué parecían llorar desde dentro? Lucio Quieto presintió que algo terrible estaba a punto de ocurrir.
—¿Has visto los árboles? —dijo Quieto, al fin, al joven Nigrino.
—Sí, ¿qué pasa?
Quieto sacudió la cabeza. Nadie parecía tener ojos en aquel ejército.
—Lloran, Nigrino. Todos los árboles de este bosque lloran; están heridos de muerte. Mira la resina.
Nigrino, sin dejar de cabalgar, observó el detalle que apuntaba Lucio. Llevaba razón. Aquello era muy extraño.
—Y mira en lo alto, cerca de las copas —señaló Quieto, que compartía su nuevo hallazgo al instante. Y es que en lo alto de algunas copas se veían cuerdas que colgaban cayendo en paralelo a los troncos hasta perderse por debajo de la hojarasca seca. Cuerdas y resina.
Quieto intentaba entender lo que pasaba y el joven Nigrino también cuando los árboles empezaron a agitarse en medio de aquella jornada silenciosa y sin aire alguno. Los árboles se movían solos. Hasta que, de pronto, ante ellos, una cuerda emergió de golpe de las entrañas de la tierra y casi los derriba. Los caballos relincharon y los jinetes tenían que tirar con fuerza de las riendas para dominarlos. Quieto siguió con la mirada la cuerda y la vio perderse en una de las copas de los árboles más altos. Luego se giró sobre su montura y buscó el otro extremo de la cuerda pero no se veía, se perdía entre la espesura. De pronto todo se llenó de cuerdas que saltaban del suelo y derribaban a algunos legionarios en su extraño vuelo hacia el cielo, y que hacían saltar a los caballos cada vez más nerviosos, pero lo que más llamaba al atención era que los árboles se agitaban de forma alocada y se inclinaban agresivamente sobre unos legionarios confundidos que no entendían cómo todo un bosque podía moverse de esa manera sin que Eolo interviniera con la fuerza de su viento.
Vanguardia dacia. Centro del valle de Tapae
Diegis avanzaba entre el bosque agitado. Levantaba los brazos en alto y gritaba en su lengua con todas sus fuerzas.
—Curma, curma! [tensad las cuerdas] —Miraba a los árboles—. ¡Con más fuerza, con más fuerza, ya todos, curma, curma!.
Y los árboles, sobre todo los más grandes, empezaron a desplomarse sobre los romanos. Estaban aserrados en gran parte en su base, y al ser agitados por las largas cuerdas atadas a sus ramas más altas, se doblaban hasta ceder y partirse por sus heridas abiertas. Las copas de sus ramas caían a plomo sobre unos legionarios que corrían despavoridos en un vano intento por salvarse de una lluvia de troncos y espesura que lo arrasaba todo en su brutal caída. Diegis observaba la emboscada con orgullo. El plan de Decébalo de imitar la estrategia que los germanos le habían descrito sobre la batalla de Teutoburgo estaba saliendo a la perfección. Sólo los jinetes de la legión V, dirigidos con habilidad por uno de sus oficiales, parecían ser lo suficientemente diestros y rápidos, ayudados por sus caballos, para zafarse de la zona donde más árboles caían. Era como si alguno de esos oficiales hubiera presentido con apenas unos instantes de anticipación todo lo que iba a ocurrir. Pero a Diegis no le preocupaba que escaparan una treintena de jinetes; la caballería sármata se ocuparía de ellos en cuanto intentaran salir del bosque.
—¡Saltad por encima de los butuc [troncos]! ¡Al ataque, al ataque, por Zalmoxis, por Decébalo, por el rey Douras!
Y centenares, miles, de dacios emergían de detrás de los árboles que permanecían en pie y se lanzaban contra los auxiliares y los legionarios de la V en la vanguardia romana. Aullaban como lobos en plena cacería, y las cabezas de dragón que usaban como estandartes emitían, al pasar el aire por sus fauces abiertas, un sonido similar al de los aullidos más temibles de los lobos; esgrimían sus afiladas falces con maestría y ardor guerrero brutal y sólo buscaban la sangre, la sangre de sus enemigos.
Los legionarios de la V, pese a no tener un mando claro —muchos oficiales habían perecido bajo los árboles caídos—, se defendían con auténtica bravura, pero no podían organizar formaciones cerradas con las que protegerse con sus amplios escudos, sino que se veían obligados a combatir en un cuerpo a cuerpo desordenado del que se beneficiaban claramente los dacios. Estos últimos, además, usaban sus largas falces empuñándolas a dos manos, sin escudos, pero con tal habilidad que con sus largas puntas curvas arrancaban primero el escudo de los legionarios para luego herirles en brazos y piernas dejándolos mutilados. No se preocupaban en rematarlos, para eso venían detrás de ellos otros dacios con sicae, espadas curvas pero más cortas, con las que degollaban a los heridos romanos mientras los dacios con las falces seguían su sangriento avance. Era una maquinaria perfecta de despedazar primero y ejecutar después. Los legionarios de la V no habían combatido nunca en una batalla tan desordenada y contra unos guerreros que metódicamente se concentraban en intentar enganchar con las puntas de sus espadas sus escudos hasta arrebatárselos para, luego, aprovechando la mayor longitud de sus falces, terminar hiriéndoles de gravedad. Era una batalla extraña la que se combatía en la vanguardia del ejército romano. Era la batalla que los dacios querían luchar. Era la batalla que Decébalo había planeado.
Centro de la formación romana
Cornelio Fusco daba órdenes apresuradas a sus pretorianos.
—¡Avanzad, por Júpiter, avanzad! ¡Hay que apoyar a la infantería de la V legión! ¡Avanzad, malditos! —vociferaba con fuerza desde lo alto de su caballo.
Sus pretorianos se apresuraban a sortear los troncos derribados y a los legionarios heridos y muertos para dar su apoyo a las desorganizadas filas de la V legión, pero en ese momento, desde ambas laderas de los montes Banatului y Semenic, empezaron a descender las hordas de la caballería sármata y roxolana, con sus jinetes fuertemente protegidos con gruesas armaduras de escamas de metal. Fusco hizo entonces lo peor que puede hacerse en medio de una batalla: contradecirse.
—¡Deteneos, deteneos! ¡Todos aquí! ¡Hay que proteger los flancos, los flancos! ¡Avanzad hacia los flancos!
Los pretorianos no sabían si debían seguir hacia delante y apoyar a la V legión que estaba siendo diezmada por los dacios, o detenerse y dirigirse a los flancos. ¿A qué flanco? Y, en medio de la confusión, el choque entre la caballería pretoriana, su infantería y los jinetes sármatas y roxolanos fue bestial. Los pretorianos, sin órdenes claras, se limitaban a intentar defenderse de una embestida descomunal ante unos jinetes que, al ir protegidos como si fueran catafractos partos, recibían sus golpes sin apenas sufrir daño alguno. Por el contrario, respondieron de forma inmediata con lanzas y espadas que sí herían con saña a una guardia pretoriana confusa, desarbolada y sin mando. Los pretorianos luchaban como fieras. La guardia de un emperador de Roma nunca había sido derrotada en combate contra los bárbaros de ninguna región y ellos no estaban dispuestos a ser los primeros en caer ante el enemigo extranjero, por eso los sármatas y los roxolanos tuvieron que emplearse a fondo. Pero lo hicieron. Lo hicieron. Combatían por su tierra y lo hicieron a conciencia.
Monte Semenic
Los príncipes germanos y catos contemplaban el desarrollo del combate desde lo alto de los montes próximos. Gran parte del bosque había sido derribado con la estrategia de Decébalo y eso permitía ver mejor la evolución del combate en la llanura central del valle. La legión que encabezaba el ejército romano estaba siendo destrozada por la infantería dacia; los jinetes de apoyo que aquélla tenía huían por entre los carros de suministros romanos y, justo detrás, el prefecto pretoriano luchaba con su caballería contra sármatas y roxolanos de forma brava, pero los catafractos aliados de Decébalo, convocados por el rey Douras, estaban ganando terreno. Al fondo del valle las cosas no estaban claras, pero todo parecía indicar que la densa lluvia de flechas de los arqueros sármatas junto con la embestida de la infantería de los bastarnas estaba haciendo retroceder a unas legiones que, desconectadas de su legatus pretoriano, se batían en una retirada desordenada. Los príncipes de Germania asistían entre sorprendidos y satisfechos a la exhibición militar dacia. Quizá, después de todo, sería interesante sellar un pacto con el que ya pronto, sin duda alguna, sería el nuevo rey de los dacios. Un rey capaz de hacer retroceder a las mismísimas legiones de Roma.
—Van a capturar las insignias de la V legión —dijo uno de los príncipes germanos, el de los catos.
El otro príncipe germano asintió.
—Sí —dijo—; igual que hicieron nuestros antepasados en Teutoburgo, aunque luego los romanos las recuperaron. Nos derrotaron y las recuperaron.
—Es cierto —confirmó el príncipe de los catos—, pero si uniéramos nuestras fuerzas a las de los dacios, tal y como nos ha propuesto Decébalo, si convirtiéramos todo el transcurso del Rin y del Danubio en un inmenso frente de guerra, los romanos no podrían contra todos a la vez y tendrían que retroceder. Podríamos incluso recuperar los territorios próximos al Rin y más allá, al sur, en la Galia. Podríamos hacerlo.
El príncipe germano no estaba aún tan persuadido de que eso fuera a ser posible, pero era difícil oponerse a aquella tentadora idea y más aún asistiendo al baño de sangre romana que se estaba consumando a los pies de aquellos montes.
Centro del ejército romano
El veterano tribuno Nigrino retrocedía a toda velocidad. Su caballo pugnaba por evitar los troncos caídos y los muertos. No era una huida: buscaba recuperar su posición en la retaguardia con Tetio Juliano para establecer con él una línea defensiva razonable, lejos de la locura en la que se desenvolvía Fusco. Locura que el propio prefecto del pretorio había creado con su estupidez. Que Fusco se las compusiera como pudiera en vanguardia. De pronto el tribuno Nigrino detuvo en seco su caballo. Su sobrino. Su sobrino estaba en vanguardia con la caballería de la V. Nigrino hizo girar al animal. En vanguardia sólo se veía una maraña informe de guerreros y legionarios luchando y no alcanzaba a vislumbrar a los jinetes de la V. Sintió terror e impotencia por su sobrino. No tenía hijos, el muchacho era todo para él. Pero no podía hacer nada. Nada. Se decantó por una opción razonable: obrar con cierta disciplina, regresar a su posición y rezar a los dioses porque protegieran a su sobrino. Quizá si ese oficial joven, Quieto, era hábil… Quizá. Pero era tal la magnitud del desastre, era tan absoluto… Nigrino cabalgaba encogido sobre el caballo, agachado para evitar dardos que volaban sobre su cabeza. Los carros de suministros estaban anclados entre los troncos. Si las legiones de retaguardia no conseguían recuperar posiciones en el valle, todo aquel material y aquellos víveres serían para los dacios. La artillería. Había que evitar que los dacios consiguieran las catapultas que Fusco se había empeñado en traer desde el sur del Danubio para su pretendido asedio a Sarmizegetusa. Nigrino azuzó al caballo. Tenía que llegar junto a Tetio Juliano lo antes posible. Una lanza roxolana atravesó entonces el vientre del animal, que cayó y rodó por el suelo. Nigrino, experto en esas lides, tuvo los reflejos de saltar del caballo antes de que éste le destrozase bajo su mole herida. Nigrino gateó entonces como si fuera un perro y se ocultó tras un carro. Desenfundó el gladio. Sintió sangre resbalando por sus dedos. Se había herido al saltar. Eso no era importante. La caballería enemiga le rodeó. Nigrino se levantó y esgrimió su solitario gladio entre las risas de aquellos bárbaros. Vendería cara su vida. Era lo único que podía hacer.
Caballería de la legión V
Lucio Quieto había agrupado a su alrededor a los jinetes de su turma y a los de dos turmae más. En su mayoría eran compatriotas suyos norteafricanos que le habían acompañado desde su país para sumarse a la legión V, más algún otro jinete de origen hispano como el sobrino de Nigrino, que tenía claro que si había alguien que podía sacarlos con vida de allí ése sólo era Lucio Quieto. Tetio Juliano había aceptado incorporar a los norteafricanos en la V legión por la fama de aquellos jinetes en combate. El joven Nigrino pensó que ahora era el momento de que demostraran su valía. Se pegó al caballo con ansia. Intentaría imitarles en todo, incluso en la forma de morir si llegaba el momento.
—¡Seguidme! —gritó Lucio Quieto.
Los noventa jinetes le siguieron sin importarles lo que pudiera decir o pensar aquel maldito jefe del pretorio que los había conducido hasta aquella trampa mortal. Cornelio Fusco era el culpable de haberlos metido a todos en aquella ratonera.
—¡Hacia la montaña! ¡Hacia la montaña! —exclamó con decisión dando una orden que nadie entendía, pero que ninguno dudó en obedecer.
Quieto tenía claro que había que alejarse de aquella locura en la que se había transformado el valle. Todos los enemigos descendían allí mientras que ellos estaban desorganizados y en minoría, al menos en la vanguardia. Lo prioritario era salir de la emboscada. Ascendieron al galope por una ladera por la que seguía bajando la infantería dacia, pero los dacios, pese a sus largas espadas, no estaban preparados para detener una carga de la caballería romana en formación. Los árboles de las laderas, que no habían sido cortados, no obstante, evitaron que los romanos pudieran matar a tantos enemigos como les habría gustado, porque los dacios, inteligentes, se protegían tras los árboles. Pero para Quieto no se trataba ahora de matar enemigos, sino de salir con vida de allí.
—¡Girad, girad ahora, seguidme! —volvió a gritar con fuerza, e hizo que su caballo virara para galopar ahora en paralelo a la batalla que se desarrollaba en el centro del valle, pero en dirección sur, en busca de la retaguardia romana.
Las ramas de los árboles eran ahora el peor enemigo de los jinetes norteafricanos y del joven Nigrino, pero todos se pegaban a la crin de sus monturas de forma que si el caballo agachaba la cabeza ellos sobresalieran lo mínimo posible. Así consiguieron surcar media montaña hasta que, de pronto, un contingente de unos quinientos jinetes sármatas que estaban a la espera de entrar en combate se cruzó en su camino.
Guardia pretoriana tras la vanguardia del ejército romano
Cornelio Fusco sintió un corte rápido en el brazo en el que sostenía el escudo. Desde el suelo, sin saber muy bien cómo, un dacio había conseguido introducir una larga falx y le había herido. El jefe del pretorio, comandante en jefe de aquel gran ejército romano, soltó el escudo pero no gritó su dolor. Casi como un acto reflejo lanzó su espada contra la cabeza del guerrero dacio que intentaba alejarse una vez perpetrado su ataque, pero acertó a rasgarle la cara con el filo de su gladio. El dacio, caído en el suelo, se llevaba las manos a la cara en un intento por detener la hemorragia. Cornelio Fusco usó su mano libre para coger uno de los pila que portaba su caballo y lanzarlo con furia contra el guerrero herido. El dacio dejó de moverse. Fusco miró entonces a su alrededor. El desastre era total. La sangre fluía por todas partes. El cauce seco de un río que surcaba el corazón del valle estaba tintado de rojo y casi toda era sangre romana. La guardia pretoriana se defendía de los ataques de la infantería dacia con cierto éxito, pero desde la ladera de los montes que los envolvían descendían nuevos contingentes de caballería enemiga. Parecían roxolanos. También había visto sármatas y otros guerreros que no había podido identificar. El dolor del brazo herido era punzante.
—¡Mantened las posiciones! —Luego, en voz más baja, repetía la orden sin parar—: Mantened las posiciones, mantened las posiciones…
Tenía una segunda espada en la montura, pero optó por usar la mano un momento para apretar con ella la herida del brazo segado. La sangre brotaba demasiado profusamente. Era una herida grave si no recibía la asistencia de un médico rápidamente. Fusco se desplomó sobre el cuello del caballo sin dejar de apretar su brazo sangrante. En medio de aquella batalla no había tiempo ni ocasión para un médico. Eso le trajo a la memoria, como un destello, aquel momento en que él mismo negó la asistencia de un médico al emperador Tito, convaleciente de unas fiebres. Fue su gran oportunidad. Una oportunidad forjada sobre la traición. Los dioses le estaban pagando ahora con la misma moneda. La misma soledad de Tito, sólo que en medio de un campo de batalla. Fusco sintió ganas de vomitar en una mezcla de miedo ante la muerte próxima, ante la derrota absoluta y humillante y ante su pasado de cobarde ambicioso. La suya era, al fin, una vida triste. Se irguió de nuevo sobre el caballo. Sus pretorianos seguían luchando con bravura pero perdían espacio y roxolanos y sármatas, protegidos por sus cotas de malla, apoyados por centenares, miles de infantes dacios, no cejaban en su empeño por destruirlos a todos. De pronto, desde el fondo de la angustia y la miseria, desde lo más profundo del asco por sí mismo, Cornelio Fusco tuvo la única reacción mínimamente digna que le quedaba. Estaba condenado a ser el primer prefecto del pretorio que sucumbía en campaña ante un pueblo bárbaro; un triste final. Un final que, al menos, no debía ser más vergonzoso que el resto de su vida. Desenvainó el gladio de la montura y lo blandió en alto. Hinchó los pulmones y vociferó por encima del estruendo de la batalla.
—¡La guardia pretoriana muere pero no se rinde! ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria!
Y Cornelio Fusco, jefe del pretorio del emperador Domiciano, se lanzó, solo, herido, cubierto por su propia sangre, contra una decena de jinetes roxolanos que acababan de dar muerte a varios pretorianos. El choque entre el desesperado líder de aquel ejército romano y los roxolanos fue sorprendentemente equilibrado pese a ser uno contra diez. La embestida del jefe del pretorio hizo que, al chocar su montura contra la de dos roxolanos, éstos cayeran al suelo. La espada del líder pretoriano volaba por el aire esgrimida con habilidad y así Fusco cercenó dos gargantas más. Llegó en ese momento una lanza enemiga que le atravesó por la espalda y, casi al mismo tiempo, un nuevo guerrero dacio, desde el suelo, con una nueva falx, rasgó el cuello del prefecto hasta que el filo de aquella larga hoz chocó con la coraza que cubría su pecho.
—¡Aaagh! —aulló.
Pese a todas su heridas, con la lanza asomando por un omoplato, se negaba a caer de su caballo. Dos roxolanos le clavaron las espadas en un hombro y, por fin, en la mismísima cara. Fusco quedó cegado y sintió que sólo era dolor, dolor. No sintió las demás heridas. Sus manos dejaron de asir las riendas. Su cuerpo se desplomó en silencio emborrachado de sangre y desgarros. Chocó contra el suelo y Cornelio Fusco oyó el estallido de su propio cerebro al estrellarse contra una piedra de aquel cauce seco que partía en dos las entrañas del desfiladero de Tapae.
Centro del valle
Lucio Quieto tiró con fuerza de las riendas de su montura.
—¡Al valle, de regreso al valle! —dijo y todos le siguieron. Nadie quería entrar en combate contra quinientos sármatas siendo sólo noventa jinetes. Era una lástima porque si no hubiera sido por aquellos jinetes sármatas habrían podido salir de la batalla en poco tiempo, pero ahora debían volver a descender hasta donde se libraban los combates. Galopando llegaron rápidamente hacia el lugar donde el tren de suministros estaba detenido entre un mar de troncos y ramas y heridos y muertos y donde dacios, sármatas y roxolanos herían y mataban a todos los calones y demás esclavos y trabajadores que acompañaban al ejército romano del Danubio. Allí había pocos legionarios y los bárbaros se cebaban en cargar contra los artesanos, cocineros, conductores de carros, herreros y todos los hombres y mujeres que viajaban con los romanos en su largo desplazamiento hacia el norte. Los legionarios de la V no habían podido retroceder para auxiliar a todos aquellos pobres miserables que habían quedado indefensos. Sólo unos pocos pretorianos parecían intentar defender los carros del brutal ataque de la caballería enemiga. Quieto, con una mirada rápida, observó que no había señales ni del jefe del pretorio Fusco ni de otros oficiales de rango superior al suyo.
—¡Pasaremos entre los carros! ¡Hacia el sur! ¡Hay que salir de este valle maldito! —exclamó, y observó las miradas de duda de algunos de los que le acompañaban, especialmente del joven Nigrino—. No hay tiempo para ayudarles.
Nigrino asintió, pero en ese momento se cruzaron con un grupo de jinetes sármatas que tenía rodeado a un oficial romano, un tribuno, que, herido, sin caballo, seguía combatiendo desde el suelo.
Retaguardia del ejército dacio
El frente de la batalla había pasado al centro del valle. Decébalo se paseaba tranquilo pisando los muertos romanos de la V legión. A su alrededor una docena de pileati hacía las veces de guardia personal y, alrededor de todos ellos, decenas de guerreros seguían rematando con sus sicae a los enemigos heridos. El líder dacio había dado órdenes de matarlos a todos. No era el momento de hacer prisioneros. Quizá en otra fase de la campaña pudieran ser útiles, pero ahora, bajo la escrutadora mirada de los príncipes germanos, sólo quería romanos muertos y cuantos más mejor.
Llegaron al punto donde los portaestandartes romanos habían clavado en el suelo las insignias de la V legión de Roma. Allí estaban, orgullosas, rodeadas de legionarios muertos que las habían defendido hasta el final. Decébalo observó con atención aquellos cadáveres romanos. Eran valientes, eso había que reconocerlo. Habían derrotado a un ejército de valientes, liderados por algún estúpido, pero los caídos eran hombres valientes. Mientras Roma enviara a legati tan imbéciles y siguiera dirigida por un emperador tan cobarde como inútil, su plan de crear la gran Dacia, desde el mar Negro hasta Germania, desde las estepas del norte hasta, por qué no, Panonia y Moesia y quizá incluso más al sur, seguiría adelante construido sobre un océano de cadáveres de legionarios romanos.
Decébalo cogió con su brazo derecho una de las insignias rematada en un vanidoso elefante y, tirando con fuerza, la extrajo del suelo dacio sobre el que un signifier romano la había clavado hacía menos de una hora. La sacó como quien extrae una molesta pincha de una mano y la lanzó al suelo. Y repitió la misma escena con el resto de insignias romanas hasta que todas las águilas remachadas en orgullosos elefantes quedaron tumbadas sobre los cadáveres que debían haber evitado que ningún enemigo pudiera hacer exactamente lo que Decébalo estaba haciendo: humillar las sagradas insignias de Roma.
—¡Dadme a balauú —dijo con tono decidido y orgulloso Decébalo.
Uno de los pileati le pasó un estandarte rematado en la feroz cabeza de un balaur, un dragón, la insignia de origen sármata que los dacios habían adoptado como el símbolo bajo el que luchaban contra las huestes de Roma. Decébalo, a dos manos, hundió el estandarte en el mismo punto donde antes se habían levantado las águilas de la V legión.
—¡Tapae es dacio y dacio será para siempre! —exclamó y todos alzaron sus espadas y las falces y las hachas que portaban y aullaron con su gran líder por la victoria que estaban consiguiendo contra el mayor de los ejércitos romanos que había osado, para su vergüenza y para su dolor, cruzar las sagradas aguas del Danubio. El balaur lo miraba todo y con la boca abierta parecía reírse de las águilas y los elefantes volcados sobre el suelo del valle.
Ejército romano en el segundo grupo de carros de suministros
Más al sur del valle, la batalla aún proseguía de forma encarnizada. El veterano Nigrino evitó dos lanzas que le arrojaron mientras que los jinetes sármatas no dejaban de reír. Se estaban divirtiendo con él. No había casi legionarios en aquella zona de los transportes y la V legión y los pretorianos parecían estar demasiado ocupados en sobrevivir en la vanguardia del ejército, si es que quedaba aún alguno con vida, como para ocuparse de lo que pasaba allí atrás; a su vez, la retaguardia del ejercito romano era incapaz de avanzar hacia el valle y se replegaba. Estaba abandonado. Por eso los sármatas, que habían reconocido su capa blanca con franjas escarlata y casco rematado en un inconfundible penacho longitudinal de tribuno, habían decidido entretenerse un poco a su costa. Uno sacó un arco, le apuntó y le lanzó una flecha que el veterano Nigrino acertó a evitar con su escudo, pero allí quedó clavada a modo de aviso de lo que vendría luego. Uno de los sármatas se adelantó al grupo y mirándole de cerca, sonriendo a los demás, pronunció palabras sin sentido para Nigrino:
—Ghiuj [viejo].
Todos los demás rieron la gracia, pero Nigrino, aprovechando la distracción del sármata que se había adelantado y que se había vuelto para ver cómo los demás reían, se acercó al jinete e, incapaz de alcanzar más alto, le hirió con su spatha, más larga que un gladio, en la parte interior de la pierna, justo donde terminaba una de las protecciones que llevaban aquellos catafractos.
—¡Aggggh! —aulló el sármata y se revolvió contra el veterano Nigrino, quien retrocedió con rapidez hasta proteger su espalda contra uno de los carros romanos abandonados.
El sármata envainó su espada y tomó entonces una larga lanza que le pasó otro de los jinetes bárbaros. Enfiló directamente contra Nigrino, que dudaba entre quedarse quieto y detener el golpe con el escudo o arrojarse al suelo cuando, de forma extraña, varios sármatas caían de sus caballos golpeados por otros jinetes que acababan de llegar. Nigrino, al fin, optó por arrojarse al suelo en el último instante, dejar su escudo, rodar por la tierra y zafarse del ataque del sármata herido en la pierna y en su orgullo para, de pronto, encontrarse rodeado de una docena de jinetes romanos que combatían con saña contra los sármatas que se habían visto sorprendidos por la espalda.
—¡Aquí tío, aquí! —oyó Nigrino y vio a su sobrino que se acercaba sobre un fuerte caballo tendiéndole la mano. El veterano tribuno no lo dudó, cogió la mano de su sobrino y se dejó aupar sobre la grupa del caballo.
—¡Vámonos de aquí, vámonos de aquí! —gritó Lucio Quieto junto al joven Nigrino, que acababa de rescatar a su tío. De nuevo todos los jinetes romanos emprendieron la larga huida siguiendo el cauce seco de aquel río maldito en busca de las legiones que habían quedado en retaguardia.
Los dos Nigrino galopaban sobre sendos caballos hacia el sur y consiguieron zafarse de los sármatas que les perseguían, pero no todos los jinetes africanos tuvieron la misma suerte y varios cayeron atravesados por las lanzas sármatas.
Lucio Quieto cabalgaba también a toda velocidad, justo por detrás del tribuno y su sobrino. Lamentaba profundamente la muerte de aquellos compañeros de las turmae, pero no pudo negarse a asistir a un tribuno romano cuando el joven Nigrino identificó el casco con aquel penacho inconfundible rodeado por los sármatas. Quieto sacudió la cabeza. Aquella batalla había sido un desastre y una vergüenza. Roxolanos, dacios, guerreros con cabezas rapadas y largas coletas que nunca había visto antes; incluso hubo unos instantes en los que pensó que tenía visiones: por un momento creyó haber visto mujeres entre aquellos bárbaros. Pero no mujeres normales, sino guerreras, esgrimiendo espadas y luchando como si fueran hombres. El joven jinete norteafricano pensó que estaba perdiendo la razón.
Retaguardia dacia, junto a la insignia del balaur
Los príncipes germanos descendieron de las montañas acompañados por el sumo sacerdote Bacilis. Al mismo tiempo, desde el frente de guerra del valle, llegaron Diegis, Vezinas y otros pileati. Diegis fue el primero en hablar.
—Los sármatas, roxolanos y bastarnas están haciendo retroceder a los romanos en la boca del valle. —Con un tono menos solemne, sin poder evitar una media sonrisa añadió—: No creo que los romanos paren de correr hasta el Danubio.
Todos, empezando por el propio Decébalo, rieron a gusto. Terminadas las carcajadas, Bacilis, con la habilidad de quien sabe reconocer cuándo está cambiando la dirección del viento, se acercó a Decébalo y le habló en tono serio a la par que orgulloso.
—Zalmoxis te ha bendecido. Estamos todos, sin duda —se giró hacia los nobles dacios que se habían arremolinado junto al gran balaur que Decébalo había clavado al lado de las insignias romanas volcadas sobre la tierra y los miró con seriedad—, estamos ante el nuevo rey de la Dacia. Una gran Dacia que emerge victoriosa sobre la sangre de los legionarios muertos hoy por las espadas dirigidas con fuerza por un nuevo y fuerte rey. —Y lo dijo una vez más—: Un nuevo rey.
Y Diegis y Vezinas y todos los pileati, incluso el propio sumo sacerdote Bacilis, se arrodillaron y rindieron pleitesía a quien debía gobernarlos a todos ya en busca de un nuevo y gigantesco reino que se impondría sobre todos sus enemigos, empezando por los propios romanos a los que tanto habían temido durante años. Los príncipes germanos y catos no se arrodillaron pero se inclinaron en señal de reconocimiento ante un líder dacio que acababa de infligir la más grave derrota a las legiones de Roma al norte del Rin y del Danubio desde la batalla de Teutoburgo. El jefe de los catos fue el que se decidió a hablar por los dos. Curiosamente, de forma paradójica, los catos y los dacios usaban el latín, la lengua de su enemigo común, la lengua de Roma, para entenderse entre ellos.
—Vidimus quid facerepotes, recens iuvenis rex Daciae. Nospromissu complebimus parte riostra [Hemos visto de lo que eres capaz, joven nuevo rey de la Dacia. Nosotros cumpliremos ahora nuestra parte].
Decébalo asintió, y así, en aquel latín tosco, quedó sentenciado el futuro de una Roma incapaz de entender la auténtica dimensión de lo que estaba ocurriendo al norte de los grandes ríos de Europa. Sólo un giro inesperado del destino podría evitar la caída del gran Imperio romano en unos pocos años: que surgiera un nuevo líder, un emperador diferente a Domiciano, capaz de revertir la Historia. Pero si existía un hombre así, no era un hecho que entrara en las previsiones ni de los dacios ni de los germanos reunidos aquella mañana sangrienta en el valle de Tapae.
En el otro extremo del campamento dacio, varios jinetes sármatas reían a costa del relato que hacía cada uno de ellos de sus hazañas en la gran batalla. Entre ellos había mujeres jóvenes, guerreras como ellos, que guardaban silencio. Aún no habían matado suficientes enemigos como para poder hacer ostentación de su valor, pero allí estaban ellas, entre los más valientes guerreros, respetadas, compartiendo la misma comida y la misma guerra. Alana estaba entre esas jóvenes. Sentada junto a Tamura, su hermana mayor, comía con avidez carne de un venado cazado justo antes de la batalla. Alana estaba satisfecha. Había matado a su primer enemigo. Era el principio. La muchacha comía y miraba con ojos de admiración a Dadagos, el líder del grupo, el que más hablaba y también el que más enemigos había derribado. Tamura también lo miraba con interés.