LA ORDEN DE NERÓN

Cenchreae, puerto de Corinto

Grecia, 67 d. C.

Trajano padre acudió a Corinto por petición expresa de Corbulón. Era arriesgado, pero se lo debía. La familia de éste había caído en desgracia. Nerva había señalado al propio Corbulón como instigador de la conjura contra Nerón y eso había sido el detonante de su caída en desgracia. ¿Hasta dónde? Eso no estaba claro aún. El emperador estaba convencido de que Corbulón, aprovechando su gran popularidad en el ejército y en la misma Roma, por sus grandes victorias en Oriente, estaba planeando derrocarle e instalarse él mismo en el trono. Era difícil saber cuánto había de verdad en todo aquello y cuánto de locura por parte del propio Nerón, pero Trajano, al recibir el mensaje de su antiguo superior, no lo dudó, se aseguró de que su hijo quedara en Roma bajo la protección de Sura y otros senadores hispanos y embarcó hacia Corinto. Trajano sentía que debía a Corbulón el honor de haber llegado a legatus y eso era algo que no podía olvidar fácilmente. Se suponía que en Corinto debía celebrarse un encuentro entre los gobernadores de Germania Superior e Inferior y el propio Corbulón para asegurar las fronteras de todo el Imperio.

El puerto de Corinto, Cenchreae, recibió a la trirreme militar en la que se había desplazado Trajano padre sin problemas. El hispano tenía previsto desplazarse en carro al interior para llegar a Corinto lo antes posible, pero, nada más desembarcar, un centurión que se identificó como un oficial al servicio de Corbulón le saludó y le invitó a seguirle. En poco tiempo, en cuanto dejaron atrás los muelles y los almacenes del puerto, llegaron a un pequeño edificio que hacía las veces de autoridad portuaria. Corbulón estaba a las puertas del edificio. El viejo legatus augusti de Oriente, a sus sesenta años, no era hombre que se anduviese con rodeos. En cuanto vio a Trajano le tomó por el brazo, sin ni siquiera saludarlo, y lo apartó del grupo de legionarios que custodiaban las puertas de aquel edificio.

—Me alegro de que hayas llegado a tiempo —empezó con tono serio—. Quizá no debí haberte llamado. Nerón sospecha de todos mis familiares y temo que pronto lo haga de aquellos en los que he mostrado algo de confianza, pero como eres hispano he pensado que eso te deja fuera de peligro. —Era evidente para ambos que Roma no podría aceptar jamás un emperador de provincias. Era una idea completamente absurda, de forma que era ridículo temer a un senador que no fuera nacido en Roma o, al menos, en Italia.

—Sí, lo entiendo —respondió Trajano, que tampoco se detuvo en saludos. La mano derecha de Corbulón, pese a sus años, aún le sostenía el brazo con fuerza y transmitía una poderosa señal de urgencia en aquella conversación. El hispano vio que llegaba una unidad de pretorianos imperiales. Era extraño, ¿qué hacía una unidad de pretorianos en Grecia? Corbulón percibió que su interlocutor fruncía el ceño y se giró para ver qué era lo que le causaba esa sensación de extrañeza.

—Ya están aquí —dijo suspirando, y se volvió de nuevo hacia Trajano—. Escúchame, Trajano, si entiendo bien lo que está pasando, mi tiempo se acaba. ¿Me escuchas con atención?

—Sí, por supuesto.

—Bien. —Se oyó cómo los pretorianos enviados por el emperador Nerón preguntaban por el legatus augusti Cneo Domicio Corbulón—. Escucha, Trajano, te he hecho llamar porque confío en ti. Eres hombre noble y valiente en el combate e hispano, lo que te protege. Aun así siento tener que recurrir a ti. Si no me equivoco, estos pretorianos no vienen al encuentro de Corinto; de hecho, todo el supuesto encuentro de Corinto es una farsa, una trampa del emperador. Mi yerno ya ha sido ejecutado en Roma. —Escuchaba las poderosas pisadas del grupo de pretorianos acercándose—. Trajano, oigas lo que oigas, veas lo que veas, no intervengas. No te he hecho llamar para que me ayudes por la fuerza; no hay fuerza que pueda contra un César que ha perdido la razón; nunca la hay. Te he llamado porque tengo una esposa y dos hijas. Has de jurarme, Trajano, has de jurarme que las protegerás. Necesito saber que tengo algo más en lo que confiar que la palabra de Nerón, pues ésta no me basta. Dime sólo que puedo contar contigo…

Pero no pudo continuar ni Trajano responder.

—¿Cneo Domicio Corbulón? —dijo un tribuno pretoriano que acababa de detenerse apenas a dos pasos de ellos.

Corbulón se giró despacio. Llevaba su gladio enfundado. Trajano lamentó haber acudido solo y no acompañado por más hombres, pero no había esperado nada de todo aquello. Quizá el propio Corbulón no quiso poner sus intuiciones por escrito para no inculparle. Trajano observó los movimientos de su veterano jefe. Sabía que la desconfianza de Nerón hacia Corbulón, hacia cualquiera que destacara en campaña, se había desatado con fuerza, pero no sabía lo de la ejecución del yerno. Debía de haber ocurrido mientras navegaba desde Roma a Corinto.

—Yo soy Cneo Domicio Corbulón —dijo el interpelado con firmeza a la vez que se alejaba un paso de Trajano, como si quisiera marcar distancias.

El tribuno pretoriano siguió con la mirada al legatus augusti de Oriente.

—Por orden del emperador Nerón Claudio César Augusto Germánico, estás detenido.

Corbulón no desenfundó su espada y Trajano se mantuvo inmóvil, sin saber bien qué hacer. En su cabeza aún retumbaban las palabras finales de la conversación que acababa de tener con Corbulón: «Oigas lo que oigas, veas lo que veas, no intervengas.» Un pequeño grupo de legionarios, junto con el centurión que había acudido a recibirle en el puerto, se posicionó detrás de Corbulón. Se les veía dispuestos a luchar, pero el legatus levantó su brazo derecho con la palma extendida y todos se detuvieron.

—¿De qué se me acusa? —preguntó.

—De traición —respondió el tribuno pretoriano, quien, a su vez, se había rodeado por unos treinta pretorianos prestos también, al parecer, a desenfundar sus armas si era preciso. Corbulón bajó el brazo despacio.

—¿Sólo arrestado? —preguntó al oficial. Éste tragó saliva. Él obedecía órdenes y lo haría hasta el final, pero el breve silencio que antecedió a la nueva respuesta mostró que aquel tribuno pretoriano no se encontraba cómodo con su actual misión.

—El emperador ha ordenado tu ejecución.

Corbulón asintió un par de veces. Era lo que esperaba, sobre todo después de confirmarse la ejecución de su yerno. Nerón se había vuelto completamente loco. No serían ellos los que le verían morir, pero otros se rebelarían y, al final, alguno tendría éxito. Era una lástima no vivir para verlo, pero eso no le preocupaba demasiado. Había tenido una buena vida, y una esposa con la que se entendió desde un principio. Nunca fue un amor pasional, pero siempre tuvieron una buena relación y Casia le dio dos buenas hijas: la mayor, Domicia Córbula, siempre leal y digna, y la pequeña, Domicia Longina, probablemente la más hermosa de entre todas las jóvenes patricias romanas. Demasiado hermosa, y también inteligente y fiel a su padre y a su madre. Más de una vez había rogado Corbulón a los dioses porque la hermosura de la pequeña de sus hijas pasara desapercibida en medio de la cueva de lobos en la que se había convertido Roma. Siempre pensó que él estaría allí para protegerla, al menos, hasta que se casara, pero ahora todos aquellos planes se ahogaban en medio de la tempestad de un emperador trastornado.

—¿Y cómo ha ordenado el César que sea mi muerte? —preguntó Corbulón. Trajano, como los legionarios, el centurión, y hasta el tribuno pretoriano y sus hombres, escuchaba completamente impresionado por la entereza de aquel veterano legatus augusti en un momento tan terrible. El tribuno se explicó con la concisión propia de un militar.

—El detenido tiene dos opciones: ser ejecutado por mis hombres o suicidarse él mismo. Si se suicida, el emperador ha jurado no dañar ni a la mujer ni a las hijas de Cneo Domicio Corbulón.

El legatus augusti de Oriente sonrió.

—El emperador es muy generoso —dijo Corbulón antes de añadir una última pregunta—: ¿Y cuándo ha fijado el César que se me ejecute o que me suicide?

—En cuanto fuera detenido, legatus. —Era la primera vez que el pretoriano usaba el título que le correspondía a Corbulón. Era una muestra de respeto. Corbulón la recibió con un leve asentimiento.

—¿Si me suicido el emperador respetará las vidas de mi mujer y mis hijas? Corbulón necesitaba oír aquellas palabras una vez más y además quería que se pronunciaran otra vez delante de todos aquellos testigos: pretorianos, legionarios, un centurión y un senador hispano. Incluso un emperador loco se precia de cumplir su palabra.

—Así es, legatus —confirmó el tribuno—. Si el legatus augusti de Oriente se suicida, el emperador respetará la vida de su esposa y de sus hijas. Esas fueron sus palabras exactas.

—Sea —dijo Corbulón. Se dio media vuelta y se dirigió al centurión de su pequeña escolta—: desenfunda.

El centurión, contento porque por fin el legatus iba a luchar contra aquellos miserables enviados por Nerón, desenfundó con rapidez. Lo mismo hicieron los quince legionarios que les acompañaban, a lo que los pretorianos, más de treinta, respondieron con el mismo gesto. Trajano, por su parte, seguía allí, en pie, sin saber qué hacer, recordando las palabras de Corbulón: «Oigas lo que oigas, veas lo que veas, no intervengas.» En ese momento Corbulón habló con fuerza, dirigiéndose a los legionarios:

—¡Sólo el centurión, por Júpiter! ¡Los demás enfundad vuestras armas!

Y los legionarios, que dudaban, vieron cómo su propio centurión, algo confundido, asentía. Al fin introdujeron de nuevo sus gladii en sus carcasas, a regañadientes. Los pretorianos, no obstante, mantenían las espadas en alto. Corbulón tenía claro lo que iba a hacer, pero le quedaba una última duda: ¿quién se ocuparía ahora de la frontera oriental? De nada servía sacrificarse si el Imperio iba a ser deshecho por el enemigo.

—¿Quién me va a reemplazar en Oriente? —preguntó sin volverse hacia el tribuno pretoriano, con su mirada fija en la espada que blandía el centurión bajo su mando.

—Vespasiano —respondió el enviado del emperador. Corbulón asintió levemente. Quizá el emperador no estaba loco del todo. Vespasiano era una muy buena opción, un veterano de Britania que había conquistado veinte oppida enemigos y cuyo valor en aquella campaña había sido recompensado con ornamenta triunphalia. Era un hombre válido para mantener una frontera en orden.

—¿Qué va a ser? —preguntó el tribuno pretoriano, que parecía impacientarse.

Corbulón le encaró acercándosele con lentitud estudiada. A su espalda permanecía el centurión con su gladio desenvainado.

—¿Tú qué harías? —preguntó Corbulón. El tribuno no supo qué responder. Corbulón volvió a permitirse una sonrisa, su última sonrisa—. Me alegra ver que el valor no abunda entre los pretorianos. Eso me da esperanzas en el futuro de Roma.

Se giró y, a la carrera, dando cuatro pasos veloces y gritando la palabra griega ‘A§oç [ «axios», valor], se arrojó contra la espada que sostenía su centurión. El arma penetró a la altura de las costillas e hirió el corazón, pero como Corbulón presentía que la herida quizá no fuera mortal aún, se abrazó al centurión y así el arma penetró en su cuerpo hasta atravesarle por completo. El oficial soltó la empuñadura, pero el mal ya estaba hecho. Tomó entonces el cuerpo languideciente de su legatus y lo abrazó él ahora para evitar que cayera de golpe al suelo.

Legatus, legatus… —empezó a decir con lágrimas en los ojos.

—Está bien, centurión, está bien… —acertó a decir Corbulón mientras la vida se le escapaba por la tremenda herida abierta en su pecho. Los legionarios tenían la boca abierta y sus propios pechos rebosaban rabia a raudales; los pretorianos observaban la escena confundidos y admirados. El tribuno pretoriano envainó el gladio, más que nada por hacer algo, pues no sabía bien cómo proceder ante lo inesperado de la reacción de aquel hombre, al que no acertaba a entender. Había esperado resistencia, ruegos, lucha, cualquier cosa, pero nunca aquella obediencia militar absoluta. Se suponía que estaba ante un traidor, ¿o no? Sacudió la cabeza. No quería hacerse preguntas peligrosas.

Corbulón, moribundo, buscaba a alguien con la mirada, pero había muchos ojos. Un centenar de personas se había arracimado frente al edificio de la autoridad portuaria de Cenchereae en Grecia, en las proximidades de Corinto. Nadie entendía bien qué pasaba, pero había romanos de diferentes lugares y un alto oficial estaba herido de muerte. Corbulón encontró al fin los ojos que buscaba y estiró la mano ensangrentada hacia aquella mirada, la mano que instintivamente se había llevado a la herida abierta cuando se hirió. Trajano se acercó y se arrodilló a su lado. El centurión se levantó y dejó solos a aquellos dos senadores de Roma.

—Cuida de mis hijas… —dijo Corbulón mirando fijamente a los ojos de Trajano—. Cuida de mis hijas… sobre todo de la pequeña… será presa fácil entre las fieras de Roma… presa fácil…

No pudo decir nada más. Trajano no estaba seguro de que Corbulón pudiera oírle ya, pero se agachó hasta que pudo hablarle al oído y respondió en voz baja, pero con claridad.

—Mi familia cuidará de tus hijas. Cuidaremos de ellas… siempre. —Repitió aquella palabra—: Siempre, mi legatus augusti, siempre, siempre, siempre…

Se separó del oído de Corbulón y pudo ver su faz serena. Quizá sí le había oído y confiaba en aquella promesa.

Los asesinos del emperador
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