LA MUERTE DE NERVA
TRAIANVS
Madrugada del 27 al 28 de enero de 98 d. C.
—Ha muerto —sentenció el médico.
A su espalda, Publio Elio Adriano no pudo evitar apretar los labios en un fallido intento por contener su exultante felicidad: el emperador Nerva acababa de fallecer y ahora su tío segundo, Marco Ulpio Trajano, era el único César, el nuevo emperador del mundo; su familia estaba en el corazón del Imperio. No: su familia era el corazón del Imperio. Con aquellas dos palabras, aquel médico había cambiado su existencia para siempre.
—Partiré hacia Germania inmediatamente —dijo Adriano sin dejar que nadie de los presentes, médicos, consejeros imperiales, prefectos del pretorio, pretorianos, la esposa del propio Nerva, esclavos y libertos del inmenso palacio imperial pudiera retenerle.
Quería ser el primero en llevar la gran noticia a su tío. Adriano había aprovechado su posición de sobrino segundo del César Trajano para ser favorecido por Nerva y su entorno, de forma que había conseguido en poco tiempo uno de los decemviri stlitibus iudicandis y luego ser tribuno laticlavio en diferentes legiones. Había ido a Roma para recibir un nuevo nombramiento cuando lo que encontró en su lugar era a un emperador gravemente enfermo. Ahora, con su tío como emperador, su única obsesión era ser el primero en informarle. Adriano tenía una gran virtud y un gran defecto: poseía una notable intuición para detectar quién podía ayudarle en su ascenso por el cursus honorum; ésa era su cualidad, y estaba seguro de que el nuevo emperador siempre miraría con buenos ojos a cualquiera que le trajera esa noticia; por otro lado, estaba convencido de que todo el mundo veía las cosas igual que él; ése era su gran defecto. Tardaría años en comprender que no todos percibían las cosas del mismo modo que él, en particular, su tío Marco Ulpio Trajano. Años. Pero en aquel instante Adriano sólo pensaba en que nadie debía adelantársele. Por eso, en menos de una hora, se encontró en la salida norte de la ciudad para enfilar en seguida por la Vía Flaminia y así cruzar Italia siempre en busca de la lejana frontera del Rin. Partió escoltado por una veintena de pretorianos de su confianza, que era lo mismo que decir casi todos los pretorianos que no estaban plenamente vendidos a Casperio y Norbano, y no dejó de cabalgar hasta que cayó la noche. Era el momento en el que todos pensaban que el sobrino del nuevo emperador ordenaría detenerse para descansar en alguna de las casas de postas que se levantaban a ambos lados de la gran calzada, siempre a intervalos regulares, pero Adriano se limitó a entrar en una de esas posadas y, de malas maneras, porque el propietario no quería desprenderse de los caballos que Adriano exigía, se apoderó de unas cuantas bestias a las que hizo preparar para que reemplazaran a sus propios caballos, completamente exhaustos. Pese a todo sólo había media docena de monturas.
—Vosotros os quedaréis aquí a pasar la noche —ordenó no ya con firmeza sino casi con ferocidad a una parte de los pretorianos—, mientras que cinco de vosotros me acompañaréis con los nuevos caballos. El resto nos seguirán al amanecer. —Mirando hacia la noche oscura en la que se adentraba la calzada añadió—: Hemos de seguir por lo menos unas horas más. Coged antorchas.
Así, en medio de una noche cerrada, sin luna, al trote de unos caballos frescos, Adriano vio las sombras nerviosas de sus bestias avanzar en la temblorosa luz que proyectaban las antorchas que portaban los pretorianos que le escoltaban. Consiguieron cabalgar de esa forma durante dos horas más, hasta que la primera serie de antorchas se consumió.
—Prended las de repuesto —ordenó entonces.
Los cinco pretorianos encendieron con las moribundas antorchas otras nuevas que iluminaron otra vez el camino con suficiente intensidad como para poder seguir aquel viaje sin descanso. Adriano sabía que competía con los correos imperiales y que tanto el Senado como los propios prefectos del pretorio y otras autoridades querían que llegara a oídos de Trajano su ascenso al trono imperial por ellos y no por otros intermediarios, pero estaba dispuesto a hacer todo lo necesario para ser él el primero. Estaba agotado, tenía hambre y sueño y sed, como los propios caballos, y la noche estaba ahora cubierta de nubes invisibles que apagaban las estrellas y amenazaban con tormenta, pero nada le detendría, absolutamente nada. Así era Adriano cuando quería algo.
Las nuevas antorchas se consumieron y apenas quedaban pequeñas llamas con las que alcanzaron a ver una nueva casa de postas. Los caballos resoplaban y había varios, entre ellos el del propio Adriano, que parecían estar a punto de derrumbarse.
—De acuerdo —dijo como si sintiera las preguntas silenciosas de los pretorianos en su cogote—. Pasaremos aquí lo que queda de noche. Debe de ser la secunda vigilia, casi la tertia. En cuanto amanezca, con la hora prima, reemprenderemos la marcha.
Y así fue. Nadie pudo descansar más que una pequeña parte de la noche. Al amanecer, con caballos de repuesto que esta vez sí estuvo dispuesto a ofrecer el posadero de la casa de postas —quizá porque intuía que una negativa no iba a ser aceptada por aquel extraño grupo—, Adriano y su pequeña escolta partieron de nuevo. Llevaban media jornada de adelanto sobre el resto de la escolta y seguramente casi una jornada a un correo imperial regular, pero el Senado podría haber hecho un esfuerzo adicional y enviar correos con caballos vacíos de repuesto para agilizar la llegada de aquel importante mensaje. Con ese pensamiento en la mente, Adriano azuzó a su caballo hasta ponerlo al galope durante un buen rato. El animal, agotado al cabo de unas millas, empezó a decelerar, cayendo primero en un trote y luego intentando ir al paso, pese a que su jinete se negaba a permitírselo golpeándole en todo momento. Los cinco pretorianos lo seguían de cerca y todos tenían los mismos problemas. Pasaron por las ciudades de Fescenium, Tres Tabernae, Ariminium o Placentia en Italia; hacían descansos de tan sólo media noche cuando era absolutamente inevitable y cambiaron un par de veces más de montura adentrándose en la Galia Narbonensis, para cruzar luego Aquitania y Bélgica y siguieron hacia el norte, donde empezaron a preguntar, ya en Augusta Treverorum, por el paradero del legatus Trajano, casi en la frontera con Germania Superior. Como imaginaba Adriano, su tío no estaba en Moguntiacum, sino que, siempre atento a vigilar las fronteras del Imperio, había ido aún más al norte, a Colonia Agrippina, en la remota Germania Inferior. Sin dudarlo, hasta allí dirigió su caballo. Iba seguido de su escolta de cinco pretorianos, a los que se unieron una unidad de caballería en Bélgica, pues se trataba del sobrino del nuevo César y ningún pretor o gobernador provincial quería que le pasara nada en aquel largo viaje. Adriano sintió que aquellos nuevos jinetes le ralentizaban el avance, de forma que volvió a adelantarse con sus cinco pretorianos hasta que, una vez más, los animales empezaron a dar muestras de estar completamente exhaustos. Fue entonces, a la altura de Moguntiacum, cuando su caballo exhaló un aire extraño, como una tos nefanda, y la bestia, con su jinete tambaleándose en lo alto de su lomo, se derrumbó y cayó a plomo sobre el suelo. Adriano, ágil, supo esquivar el peso de la bestia en su mortal caída y se arrojó a unos pasos del caballo.
—¡Por Marte! ¡Maldito animal! ¡Maldito seas! —Le arreó varios puntapiés en la cabeza a un caballo que, indefenso por su agotamiento, se limitaba a relinchar agónicamente mientras se moría bajo los incesantes insultos de Adriano—. ¡Maldito seas una y mil veces, y maldito sea mi tío por irse a los confines del mundo cuando debía estar próximo a Roma y no en los límites del Imperio! ¡Malditos sean todos!
Los pretorianos observaban la escena sin decir nada, sin atreverse a intervenir para interceder por el moribundo caballo y sin saber qué hacer que pudiera calmar el terrible ánimo del sobrino del nuevo emperador.
—Tú —dijo Adriano señalando a uno de los pretorianos—; desmonta rápido y dame tu caballo.
El pretoriano obedeció y le cedió de inmediato su cansada montura a su superior. Adriano montó de nuevo y, sin mirar atrás, azuzó la bestia en dirección al norte. Los cuatro pretorianos que aún tenían caballo dedicaron una breve mirada a su compañero, pero, tras sólo un breve instante de duda, agitaron las riendas de sus propios caballos y siguieron al sobrino del emperador. El pretoriano sin caballo se quedó solo en medio de aquella calzada fría de Germania mirando hacia delante y hacia atrás e intentando calcular dónde estaría la hospedería o el campamento militar más próximo. En silencio maldijo a aquel engreído sobrino del emperador, pero sólo en silencio.
Adriano aún sufrió el desfallecimiento de otro caballo y la misma escena se repitió justo cuando se encontraban a la entrada de Colonia Agrippina. Una vez en la ciudad, consiguieron nuevos caballos y se informaron sobre dónde estaba quien, aún sin saberlo, era el emperador del mundo.
—Más al norte, cruzando la ciudad —le respondió un centurión—. El legado Marco Ulpio Trajano está inspeccionando las fortificaciones del limes, junto al Rin.
Hasta allí se dirigió Adriano sin detenerse ya ni un solo instante. Por fin, después de un viaje infernal, consiguió vislumbrar un campamento militar en la margen izquierda del Rin, próximo a las tremendas empalizadas que constituían las fortificaciones de la frontera de Roma. Allí, envuelto en una maraña de ingenieros, arquitectos y oficiales, revisando planos expuestos sobre el suelo, estaba su tío, agachado, con las sandalias cubiertas de barro y las manos sucias por haber estado excavando con sus propios dedos para extraer tierra y examinar así el punto por donde era más factible culminar la construcción de los muros que marcaban el fin del mundo. Hasta ese grupo de personas, que estaban a su vez rodeados por un centenar de legionarios armados, se acercó Adriano. Los legionarios, muchos de ellos veteranos de varias campañas, reconocieron en seguida el rostro del sobrino del que para ellos era gobernador de Germania y se hicieron a un lado. Lo veían acompañado de unos pocos pretorianos y todos sabían que eso implicaba que venía directamente de Roma y que traía una noticia de especial relevancia.
Adriano caminó decidido hasta ponerse frente a su tío. Los ingenieros callaron. De pronto sólo se oía el viento del Rin levantando los mapas de las fortificaciones del limes. Trajano lo miró serio.
—¿Y bien? —preguntó sin ni siquiera un saludo.
Había sido interrumpido en su trabajo. Más valía que la causa fuera de suficiente importancia. Nunca le cayó bien su sobrino: siempre le parecía detectar que Adriano no apreciaba la vida militar, a diferencia de Longino o Quieto o el malogrado Manió; Adriano prefería una existencia más cómoda, más lujos, sin tantos esfuerzos. Pero aquella llegada irrumpiendo en el campamento acompañado por pretorianos le disgustaba de forma particular. Lo apropiado habría sido que Adriano le hubiera esperado en Moguntiacum y que hubiera enviado un mensajero por delante anunciándole su llegada y el motivo de su viaje a Germania.
—Nerva ha muerto, tío —dijo con satisfacción Adriano—. Eres el emperador de Roma, Imperator Caesar. Nerva ha muerto —repitió Adriano ante la aparente indiferencia o frialdad, no sabía bien de qué se trataba, de su tío.
Trajano pidió una sella que trajeron con rapidez y el legatus, gobernador, senador y César se sentó. Sólo entonces, después de cruzar su mirada con los ojos muy abiertos de Longino y Quieto, que se encontraban a su lado y que estaban asimilando aquel mensaje, se dirigió Trajano a su sobrino.
—Nerva fue un buen emperador; el Senado le deificará pronto. Estás hablando de un dios, sobrino, de un dios. Deberías mostrar más respeto.
Adriano comprendió que en su afán por subrayar que su tío era el nuevo emperador había resultado ofensivo con el emperador recién fallecido, pero, por todos los dioses, qué importaba eso, qué importaba eso ya. Sin embargo, su tío dejó de mirarle y se dirigió a uno de sus oficiales.
—Longino, las legiones del Rin están de luto.
Trajano guardó luego un breve silencio y miró al suelo. Levantó al fin la cabeza y se dirigió a Longino de nuevo.
—Y que nos traigan una copa de vino. Beberemos en honor de Nerva —añadió con decisión, incluyendo ahora con sus ojos a Quieto y al resto de oficiales y a los ingenieros y a todos los que estaban allí.
Media docena de calones se apresuraron para que en el mínimo tiempo posible el nuevo emperador de Roma dispusiera de unos vasos, una pequeña mesa y un ánfora de vino. En su afán por tenerlo todo dispuesto con rapidez se percataron, justo en el momento en el que empezaban a escanciar el licor, de que habían traído vasos de terracota y no los de bronce que se encontraban sólo en la muy lejana tienda del ahora nuevo dueño del mundo. Trajano vio que dudadan y acertó a interpretar el rictus preocupado de los esclavos.
—Está bien así. ¡Por Júpiter, lo importante es el gesto, no el vaso en el que bebamos! —dijo Trajano. Más sosegados, pero con agilidad, los esclavos sirvieron el vino y repartieron los vasos entre el emperador, su sobrino, los tribunos Longino y Quieto y el resto de oficiales e ingenieros que estaban alrededor. Trajano elevó su copa al cielo y propuso un solemne brindis.
—¡Por el Imperator Nerva Caesar Augustus Germanicus, Pontifex Maximus, Tribuniáae potestatis III, Imperator II, Cónsul IV, Pater Patriae!
Y todos, sin dudarlo, alzaron sus vasos y repitieron uno a uno, sin dejar ninguno, tal y como había hecho Trajano, los títulos del emperador Nerva. Los vasos se vaciaron en grandes tragos y el nuevo emperador miró otra vez a Longino.
—Que se reparta vino entre los legionarios. Un vaso para cada uno, en honor de Nerva. Luego que sigan los trabajos hasta el anochecer. Descanso entonces y mañana daremos término a las fortificaciones del limes de Germania Inferior.
Tras ver cómo Longino partía para transmitir las órdenes, dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia la orilla del Rin, al lugar donde las empalizadas estaban aún a medio construir. La voz de su sobrino pareció arrastrarse por el suelo enfangando de aquella húmeda ribera.
—¿No vas a hacer nada más… César?
Trajano se detuvo, dio media vuelta y encaró a su sobrino.
—Voy a terminar la empalizada. Es importante asegurar esta frontera.
Dándole la espalda reemprendió la marcha hacia el río, hundiendo sus sandalias de emperador en el barro del Rin, sin importarle que el fango lamiera su piel hasta los tobillos, rodeado por legionarios, ingenieros y oficiales, admirados por la tenacidad de su líder, a quien ni su ascensión al trono imperial de Roma hacía cambiar el plan de trabajo que tenía decidido para aquella jornada.
Adriano dio por sentado que su tío, como temía, no regía bien, pero pensó que quizá necesitara tiempo para digerir que era el nuevo emperador del mundo. Tal vez esa obstinación de su tío en seguir actuando como si no hubiera ocurrido nada era la forma que tenía de ir asimilando lo que de hecho sí había ocurrido. El cansancio del viaje hizo mella al fin en sus huesos y Adriano buscó una sella libre y se sentó. Allí, meditando en silencio, comió algo que le trajeron los esclavos y vio el sol descender poco a poco hasta hundirse en las entrañas del horizonte. Se retiró entonces a una tienda próxima que le habían asignado y, pasado un buen rato ya desde su llegada, mientras se quitaba la ropa del viaje y se aseaba con agua de una bacinilla antes de echarse a dormir, oyó la voz del César despidiéndose de sus oficiales para, igual que él, refugiarse en los brazos de Morfeo aunque sólo fuera por unas pocas horas.
—Mañana tienen que estar terminadas las fortificaciones, Longino. Empezaremos al amanecer, si es necesario. Hay que acelerar el trabajo. Hay muchas cosas por hacer. Muchas.
Esas fueron las últimas palabras que su tío pronunció con firmeza. Adriano cerró los ojos y se entregó a un sueño tan reparador como necesario.
Marco Ulpio Trajano se levantó a la mañana siguiente enfadado. Por la tienda se filtraba la potente luz del día. Había ordenado que los trabajos debían empezar al amanecer y, sin embargo, ni tan siquiera le habían despertado. Emergió de su tienda furioso, dispuesto a averiguar quién era el responsable de aquello. Incluso si se trataba de Longino o de Quieto, no pensaba reprimir su ira. No parecía un buen augurio empezar así su primer día como emperador de Roma, con sus primeras órdenes imperiales sin cumplir. Al salir de la tienda se dio de bruces con Longino, impecablemente uniformado, en pie, firme frente a la tienda, como quien espera con la paciencia de la disciplina bien forjada.
—¡Ave, César! —dijo Longino, alzando el brazo con la mano derecha extendida con los dedos unidos—. ¡Las fortificaciones del limes de Germania Inferior están terminadas, César!
Trajano observó que tras Longino estaba Quieto y varios oficiales e ingenieros y, igual que él, a medio vestir, su propio sobrino Adriano, que debía de haber salido de su tienda al oír aquel rotundo saludo de Longino. «¿César?», pensó Trajano. Llevaba meses siendo César, desde que Nerva le adoptara, pero nunca antes aquel apelativo había sido pronunciado con tanta decisión como lo acababa de hacer Longino. Era cierto que Adriano también se había dirigido a él como César, pero sin esa vehemencia, sin ese saludo marcial, sin esa marca indeleble de lealtad infinita. Trajano, no obstante, no pudo sino sentir una extraña satisfacción porque hubiera sido Longino y no Adriano el que se hubiera dirigido a él por primera vez pronunciando «César» de esa forma tan absoluta, tan enérgica, tan completamente inapelable. Pero Longino había hecho algo más que simplemente saludar.
—¿Por qué no se me ha despertado al amanecer? —preguntó el emperador mientras miraba al cielo y se aseguraba de que el sol aún estaba en las primeras horas del día, seguramente la hora secunda, mientras los calones se concentraban en asegurar el paludamentum púrpura sobre su uniforme. Longino, por su parte, no respondió a la pregunta.
—Las legiones han trabajdo toda la noche sin detenerse, a la luz de la luna y de las antorchas —explicó Longino con la concisión propia de un informe militar—. El emperador quería las fortificaciones terminadas hoy y las fortificaciones están terminadas, César. Los hombres han trabajado sin descanso. —Añadió con orgullo—: Toda la noche… para el César.
Trajano miró a Longino satisfecho. No, no empezaba con mal pie su primer día como emperador de Roma. La lealtad de las legiones del Rin era plena. Era un buen comienzo, pero quedaban muchas cosas por asegurar: las legiones del Danubio, las legiones de Oriente, Nigrino, el Senado y, cómo no, la guardia pretoriana. Quedaba mucho por hacer. Adriano se adelantó a los ingenieros y se dirigió una vez más a su tío.
—César, es una gran noticia lo de las fortificaciones. Esto te permite regresar a Roma de inmediato para asumir el control del Imperio.
Trajano miró a su sobrino sin poder evitar cierto desdén: alguien que pensaba que el control del Imperio estaba aún en Roma y no en las fronteras, donde se acumulaba el noventa por ciento de las legiones, estaba aún lejos de poder aportarle nada de interés en su recién instaurado principado.
—No es momento aún de acudir a Roma, sobrino —enfatizó la palabra «sobrino» de un modo extraño que hizo que sonara casi a insulto en vez de a un reconocimiento de parentesco próximo—. Pero es cierto que hay cosas que atender en Roma. —Avanzó hacia Adriano con una sonrisa hasta ponerle su mano derecha sobre el hombro izquierdo—. Ya que te has mostrado un mensajero tan diligente, es buena idea que seas tú quien regrese a Roma para transmitir varios mensajes en mi nombre.
Adriano iba a interrumpirle; no estaba seguro de que alejarse del lado del emperador fuera a ser interpretado como algo positivo por los senadores y prefectos del pretorio, pero el emperador no le permitió hablar y, en su lugar, siguió con sus órdenes.
—Sí, acudirás al Senado lo primero de todo y les dirás a los patres conscripti que el César debe ocuparse de asegurar las fronteras del norte y que, mientras tanto, hasta que llegue el momento en el que pueda acudir a Roma, delego en ellos el gobierno efectivo de la ciudad; eso por un lado.
Adriano le observaba entre admirado y confuso; aquél era un claro gesto de su tío para promover una reconciliación entre el Senado y el principado como instituciones, un acercamiento que podría ser muy bien recibido después de los duros e implacables años finales de Domiciano y del débil y caótico gobierno de Nerva, su sucesor.
—Por otro lado —prosiguió Trajano apartando a su sobrino a un lado y bajando el tono de su voz hasta que sólo le oyeran el propio Adriano y los tribunos Longino y Quieto, que les seguían de cerca mientras caminaban—; por otro lado, Adriano, has de dirigirte a Norbano y a Casperio, los prefectos del pretorio, los que vengaron la muerte de Domiciano ajusticiando a varios de los asesinos del emperador, y decirles que el nuevo emperador de Roma quiere verlos en la frontera, en Germania Superior, adonde me dirigiré, en Moguntiacum; diles que Trajano quiere recompensarles por su fidelidad a la dinastía Flavia. Diles que eso para mí es ahora lo más importante. ¿Podrás transmitir estos mensajes, Adriano? ¿Y podrás hacerlo velozmente, de la misma forma en la que te desplazaste hasta aquí? Quiero que seas tú el que lleve estos mensajes para el Senado y para los prefectos del pretorio, porque así tanto los senadores como los pretorianos verán que les respeto al enviar a un miembro de mi familia para dirigirme a ellos.
Adriano, al fin, sintió que su tío, el nuevo César, estaba mandándole algo que merecía la pena.
—Haré tal y como el César me ordena.
—Bien, bien, Adriano —dijo Trajano posando ahora su mano sobre la espalda de su sobrino—, pero no es necesario que cabalgues hasta hacer desfallecer a todos los caballos de aquí hasta Roma. El Imperio necesita caballería y la caballería necesita caballos vivos, ¿de acuerdo?
El emperador se echó a reír al ver la cara de confusión de su sobrino, que parecía sorprendido de lo bien informado que estaba de todo lo que ocurría en el norte. Adriano, aún sin tener claro el sentido de aquella risa, se unió a ella con la mayor naturalidad que pudo, que fue muy poca; en cuanto las carcajadas del emperador se apagaron, él le imitó. Saludó entonces y, dando media vuelta, partió de inmediato para marchar de regreso al sur con aquellos mensajes imperiales.
Longino se acercó por detrás y habló al oído del emperador:
—¿Entonces partimos hacia Germania Superior?
Trajano respondió en voz baja también, sin volverse para mirarle, manteniendo sus ojos fijos en la espalda de su sobrino, que se alejaba cruzando el campamento a paso ligero.
—No, Longino; marchamos hacia Moesia Superior, al sur del Danubio. Lo organizarás todo para que Plotina nos siga y dejaremos protección para mi madre, mi hermana, mi sobrina y el resto de mi familia, pero iremos hacia el Danubio. El Danubio es ahora lo esencial.
Longino asintió y calló unos instantes, hasta que la pregunta que le corroía por dentro emergió por su boca.
—Pero le has dicho a Adriano que diga a los pretorianos que nos encontraremos en Germania Superior. ¿No deberíamos comunicar a Adriano que es a Moesia donde deben dirigirse?
Trajano se giró despacio.
—No —dijo y posó su mano sobre el hombro de su tribuno predilecto, del único amigo que le quedaba de su ya casi olvidada adolescencia hispana—. No, Longino, primero que vayan allí y luego que viajen en paralelo por toda la frontera del norte, desde el Rin hasta el Danubio. El ejercicio les sentará bien a los tres, a Adriano y a los prefectos del pretorio. Quién sabe; con un poco de suerte, el doble viaje valdrá para bajarles los humos un poco a todos ellos.
Y Longino se quedo allí, detenido, viendo cómo Trajano avanzaba unos pasos, alejándose despacio.
—¿Cuál es el plan?
La voz de Lucio Quieto a su espalda sorprendió a Longino. Este último se giró hacia el otro tribuno, que no había podido oír bien las órdenes de Trajano.
—Vamos a Moesia —dijo y Quieto asintió como confirmando que aquella idea le parecía prudente.
Por su parte el emperador, mientras caminaba, fruncía el ceño casi con saña. Trajano estaba pensando a toda velocidad: toda la frontera estaba siendo sometida a una gran presión por germanos, catos y, de forma especialmente brutal, por los dacios, desde Panonia hasta Moesia. Necesitaría al menos una legión para desplazarse con seguridad por toda aquella complicada ruta en paralelo primero al Rin y luego al Danubio. Por la inercia de la costumbre, su mente intentaba dar forma al modo de pedir permiso al emperador para justificar semejante desplazamiento de tropas cuando, de pronto, no pudo evitar sacudir la cabeza y suspirar con fuerza: el emperador ahora era él; no tenía que justificar nada, no tenía que pedir permiso a nadie para nada nunca más.
Trajano esperó encontrar felicidad a su llegada a Moguntiacum, pero su hermana mayor le recibió en el atrio de la residencia del gobernador de Germania Superior con el semblante serio.
—Es padre —dijo Ulpia Marciana ante los inquietos ojos de su hermano, el nuevo emperador—. Está muy grave. Se desplomó aquí mismo hace dos días. Te enviamos mensajeros pero has llegado tú antes. Es peor que la última vez, que hace dos años. Desde que se derrumbó no ha recuperado el sentido por completo en ningún momento, y no ha vuelto a hablar. Los médicos aseguran que no se puede hacer nada… lo siento.
Marco Ulpio Trajano abrazó a su desconsolada hermana. Permaneció unos instantes en silencio. Nadie más salió a recibirle. Era obvio que así lo habían dispuesto Ulpia Marciana y su mujer Plotina. Siempre se habían llevado bien entre ellas y llegaban a acuerdos. Eso era bueno para la familia. Trajano se separó de su hermana.
—¿Y cómo está madre? —preguntó el emperador.
—Muy débil. Triste.
Trajano asintió. Estaba pensando con rapidez. Tenía demasiados asuntos de los que ocuparse, pero la familia era lo primero. Debía tomar las decisiones correctas para la seguridad de todos. Miró fijamente a Ulpia.
—Ulpia, debo partir hacia el Danubio. Es importante asegurarme la lealtad de las legiones de Panonia y Moesia. Y luego he de ir a Oriente. Estos viajes no pueden retrasarse. Tú debes quedarte aquí, con madre y con padre. Ninguno de los dos está en condiciones de viajar y sólo aquí, en Germania, puedo garantizar la seguridad de todos. Hispania está demasiado lejos ahora, Roma es un hervidero, pero aquí las legiones me son leales. Aquí estaréis bien. ¿Podrás cuidar de todos, Ulpia, de madre y padre y de Matidia y las niñas? ¿Puedo confiar en ti?
Ulpia asintió sin decir nada, pero con la decisión que requería el momento.
—Bien —prosiguió Trajano—; Plotina seguramente querrá venir conmigo y es apropiado que la mujer del emperador viaje con él, pero en estas circunstancias vosotros estaréis mejor aquí. Adriano viaja a Roma con mensajes míos para el Senado y para la guardia pretoriana. Es posible que regrese aquí en unas semanas. Si es así redirígelo a él y a los que le acompañen hacia Panonia o Moesia. Te mantendré informada de dónde nos encontramos. Ahora dime dónde está padre.
Su hermana le guió hasta la habitación que normalmente era del gobernador, del emperador.
—Plotina dijo que le pusiéramos aquí, porque es la habitación más cálida —explicó Ulpia.
Era cierto. La humedad en Germania era terrible y las habitaciones orientadas al norte eran tremendamente frías. La habitación principal de aquel palacio estaba orientada al sur; el arquitecto que diseñó la casa fue sabio en aquel aspecto. Trajano agradeció el detalle de su esposa. Nunca había habido amor entre ellos, pero siempre se habían respetado. Ahora más que nunca, con él como emperador, aquella relación debía seguir fundándose en ese respeto mutuo. Era importante que nada empañara aquel vínculo nacido primero de la necesidad, después de la costumbre.
En el lecho, su padre, tumbado boca arriba, con los ojos cerrados, respiraba con dificultad. Ulpia le indicó una pequeña sella sin respaldo que había junto a la cama. Trajano se sentó en ella. Su hermana los dejó a solas. A Trajano le habría gustado saludar a sus sobrinas nietas, en particular a Vibia Sabina, pero todo eso podía esperar, debía esperar.
—Hola, padre —dijo Trajano, pero su padre no respondió. Se limitó a entreabrir ligeramente los ojos.
Trajano no apreció en su justa medida aquel gesto. Si su hermana le hubiera acompañado le podría haber subrayado que era el primer gesto que hacía Marco Ulpio Trajano padre desde que lo acostaron en aquella cama, más allá de conseguir que entreabriera la boca ocasionalmente para darle algo de beber. Pero Trajano padre abrió los ojos y miró a su hijo. No hubo sonrisa. En su interior quería sonreír, pero por algún extraño motivo su cuerpo ya no le obedecía y su faz permaneció seria. Pero no importaba, no importaba. Había vuelto a ver su hijo y eso era lo más importante de todo. Ahora podría morir a gusto. Sólo había pedido eso a los dioses: ver una vez más a su hijo, una vez más. Y allí estaba… y le hablaba… le hablaba… su voz llegaba como venida desde muy lejos, desde otro mundo, desde un mundo que ya no era el suyo… Trajano padre sintió que llegaba al gran río del inframundo y que pronto aparecería Caronte a cobrar el precio de su último viaje…
—Padre… Nerva ha muerto… Soy el emperador de Roma. Padre, soy el emperador de Roma.
Trajano hijo había cogido la mano derecha de su padre y la estrechaba entre las suyas. El anciano tenía sesenta y ocho años. Había caído enfermo cuando la conjura contra Domiciano, se recuperó y ahora volvía a enfermar. Esta vez no parecía que tuviera fuerzas para luchar por seguir viviendo. Y Trajano hijo apretaba la mano de su padre entre las suyas con ansia. Qué bien le habían venido los consejos de su padre toda la vida, pero en particular desde la adopción de Nerva. Y ahora, cuando le necesitaba más que nunca, ahora se iba, se marchaba. Pero no era justa su forma de pensar, no lo era. Trajano hijo se sintió mal, se sintió poca cosa. Su padre siempre estuvo con él, siempre, toda su vida: le enseñó lo que era ser hispano en un mundo que despreciaba a los provinciales, le enseñó a ser guerrero, le enseñó a ser tribuno, legatus, gobernador. Le enseñó la importancia de los pactos, la importancia de la familia y la importancia de mantener las promesas. Su padre se lo había enseñado todo. Y él ahora, torpe, no sabía ni qué hacer ni qué decir para animarle en su última hora. Era su padre el que debería haber sido elegido emperador. Era él el que sabía siempre lo que se tenía que hacer.
—Sin ti yo no sería nada, padre. No sería nada. —Las lágrimas nublaron ligeramente la visión de Trajano hijo—. Siempre te he querido y te he respetado, padre. Si me oyes, quiero que sepas eso.
Pero el anciano no parecía capaz de escucharle; era como si ya estuviera demasiado lejos de allí, como si ya no estuviese a su lado. Trajano hijo no se resignó a despedirse así y se arrodilló a su lado buscando en el fondo de su ser algo que decirle que le permitiese ir en paz al otro mundo. Algo que sosegara su espíritu. De pronto, las lágrimas desaparecieron y miró fijamente aquellos ojos cerrados.
—Honraré todas tus promesas, padre —dijo Trajano hijo con solemnidad—. El emperador de Roma cumplirá todas tus promesas. Todas tus promesas.
De pronto, la mano de su padre se cerró con fuerza y estrechó sus dedos con el viejo vigor de antaño, sólo por unos instantes, pero suficiente para que Trajano hijo comprendiera que le había escuchado, que había oído aquellas últimas palabras y que significaban mucho para él. Luego, poco a poco, aquella poderosa presión de la mano derecha de su padre fue perdiendo fortaleza, debilitándose, y, cuando iba a soltar por completo las manos de su hijo, fue el propio Trajano hijo el que la asió con vehemencia. Y así, cogido de aquella mano, arrodillado junto a la cama, permaneció horas Marco Ulpio Trajano, emperador de Roma, en silencio, sin decir nada, sin pensar en nada que no fuera que el reino de los muertos se llevaba a uno de los más grandes, de los más nobles, a uno de los mejores de Roma. Y Roma, como tantas veces, ni siquiera lo sabía.