EL MARTIRIO

Roma, marzo de 94 d. C.

El emperador quería una explanada amplia donde pudiera congregarse un buen número de personas. En tiempos pasados, antes del divino Augusto, se hubiera recurrido a la ladera del Campo de Marte, pero ahora estaba completamente urbanizada, con edificios públicos y privados, así que Partenio sugirió un espacio al sur de la ciudad y hasta allí se dirigió la comitiva imperial, encabezada por el Dominus et Deus en una inmensa litera portada por veinticuatro esclavos, a la que seguía la litera de su esposa Domicia Longina y varias literas más con diferentes miembros de la familia imperial, entre los que destacaban el primo hermano del emperador, Flavio Clemente, acompañado por su joven y hermosa esposa, Flavia Domitila III. Aquél era el último familiar cercano vivo que tenía el emperador, pues el hermano de Clemente, Flavio Sabino, el otro primo del emperador, ya había sido ejecutado bajo el pretexto de que ambicionaba convertirse en heredero del Imperio, toda vez que Domiciano y Domicia seguían sin hijos.

Flavio Clemente, por su parte, teniendo presente lo que había ocurrido con su hermano, había hecho todo lo posible por pasar inadvertido para la corte imperial y procuraba estar lo más alejado posible de la Domus Flavia para vivir en paz con su joven esposa y con sus dos pequeños hijos. Hasta la fecha, había conseguido tener un razonable éxito en su relación o, mejor dicho, en su poca relación con el emperador, pero Domiciano había insistido en que requería su presencia de forma expresa aquella mañana en el acto durante el cual iban a dar muerte a aquel profeta cristiano de Oriente.—No deberíamos acudir —había dicho Domitila a su esposo cuando recibieron el mensaje del emperador portado por uno de sus omnipresentes pretorianos, pues aún recordaba las miradas lujuriosas de su tío en el palco de la familia imperial en el anfiteatro Flavio. Flavio Clemente no miró a su esposa y se volvió hacia el soldado imperial.

—Allí estaremos —dijo.

El pretoriano asintió y marchó de regreso hacia la Domus Flavia para transmitir la aceptación de Clemente a la invitación del emperador. Sólo cuando Flavio Clemente vio que sus esclavos habían cerrado bien la puerta se volvió hacia su esposa y le respondió suspirando con impotencia.

—No podemos negarnos. Si nos negamos sólo conseguiremos irritarle y sus sospechas se acrecentarán.

Ella asintió. Le repelía la idea de volver a ver al emperador, de volver a sentir aquellos ojos miserables desnudándola, pero sabía que su marido, el buen hombre que la había rescatado de las fauces de la Domus Flavia, llevaba razón. Y estaban los niños. Había que protegerlos a toda costa.

—¿Crees que lo sabe? —preguntó ella en voz baja. Su marido se sentó a su lado y le pasó el brazo por encima de sus suaves hombros.

—No lo sé, no lo sé —dijo Clemente con voz intensa—, pero mañana debemos ser fuertes los dos y ocultar nuestras emociones. Es una prueba, como la que tuvo que pasar Manió Acilio en Alba Longa. —La miró fijamente a los ojos—. ¿Podrás hacerlo?

Ella no dijo nada, pero asintió tras unos ojos brillantes por las lágrimas contenidas.

Al día siguiente los dos, abrazados en el interior de una litera, veían cómo la comitiva bordeaba el circo Máximo para adentrarse por el principio de la gran Via Appia pasando por los majestuosos arcos del Agua Appia, hasta alcanzar la vetusta Porta Capena que marcaba los antiguos límites de la ciudad.

Se habían construido varias insulae al otro lado de la vieja Porta Capena, hasta el punto donde la Via Appia se dividía en dos: hacia el sur, la continuación de la propia Via Appia y hacia el este la calzada que iniciaba la Via Latina que recorría todo el Lacio. Y era precisamente esta calzada latina la que tomó la comitiva durante unos centenares de pasos hasta que alcanzaron una explanada donde los pretorianos detuvieron la marcha. Años después, cuando la ciudad creciera y Aureliano construyera unas nuevas murallas, allí se construiría la Porta Latina, pero en aquel año 94 allí sólo había polvo y la calzada de la Via Latina que discurría rumbo al sur.

El emperador descendió de su majestuosa litera engalanado con su paludamentum púrpura y, con el fin de ocultar su cada vez mayor calvicie, con una nueva peluca exageradamente larga que le daba una apariencia cómica, pero sobre la que, evidentemente, nadie se atrevía a hacer comentario alguno. Se dirigió al palco especial, instalado en lo más alto de unas improvisadas gradas de madera que un centenar de esclavos había estado construyendo a toda velocidad durante la noche a la luz de las antorchas y bajo la atenta mirada de la guardia pretoriana. Junto al emperador se sentó su esposa, siempre digna, elegante en público, con esa capacidad desarrollada en sus largos años como emperatriz de aparecer como la gran matrona de Roma más allá de la lenta tortura de aquel matrimonio de engaños y dolor en el que vivía aprisionada desde hacía un tiempo que a ella se le antojaba infinito. Tras ellos tomaron asiento los primos del emperador, Flavio Clemente y su esposa Domitila III. Hacia estos últimos se dirigió Domiciano con una amplia sonrisa en su rostro.

—Va a ser un espectáculo impresionante. Lo pasaréis muy bien.

Y con la misma sonrisa en los labios se volvió de nuevo hacia el patíbulo levantado a sus pies: un enorme caldero lleno de aceite bajo el cual se apilaba una abundante cantidad de leña de olivo seco; junto al caldero el emperador vio a aquel estúpido e irreverente anciano rezando, seguramente, a su pérfido dios, inmóvil, con los ojos cerrados y el rostro alzado hacia un cielo limpio de nubes.

—Que ruegue a su dios que le ayude —comentó el emperador mirando a un recién llegado Estacio, que se estaba instalando también en el palco de acuerdo con las instrucciones recibidas por los pretorianos, que sabían cuánto apreciaba el emperador los poemas de aquel veterano escritor—. Falta le va a hacer su ayuda. —Se echó a reír.

Estacio asintió y sonrió de forma ostentosa. El gesto satisfizo al emperador. Al menos el poeta parecía apreciar su sentido del humor.

Partenio también se sentó en el palco y, tras él, el joven nuevo arquitecto del emperador, Apolodoro de Damasco, que desde el éxito de su ampliación del anfiteatro Flavio se había ganado la confianza del César y era invitado constantemente por éste. Si estaba a gusto o no en aquel lugar era algo que Partenio desconocía, pues el joven arquitecto había hecho de la discreción virtud y había aprendido que en aquella corte cuanto menos dijera uno y menos expresara mejor. Partenio respetaba aquella forma de moverse por la Domus Flavia y estaba persuadido de que, de seguir así, sería de los pocos que conseguiría sobrevivir a las cada vez más imprevisibles reacciones del emperador y, así, mantenerse fuera de su mortal lista.

—¡Por Júpiter y por Minerva! ¡Que empiecen ya! —exclamó Domiciano.

Al instante dos pretorianos ataron al viejo cristiano por las muñecas y levantaron sus brazos para enganchar la cuerda con un gancho que permitía levantarlo en alto por medio de una grúa, de forma que, suspendido en el aire, el anciano fue conducido hasta quedar colgado, medio desnudo, sobre el aceite del caldero. Mientras se realizaba esta operación, otro pretoriano que blandía una antorcha acercó la llama de la misma a la leña seca y untada con pez para prenderla de inmediato y crear así una gran hoguera bajo la gran olla henchida del espeso líquido. Los pretorianos que manejaban la grúa dieron vueltas al mecanismo que hacía que la cuerda de la que suspendía el condenado cediera y así, poco a poco, fueron introduciendo al anciano Juan en el interior del caldero.

Juan sintió cómo el aceite, aún frío, recubría toda su piel hasta el cuello. Sólo se salvaban del baño su cabeza y sus brazos maniatados y estirados. Fue un alivio poder descansar el peso de su cuerpo sobre sus pies, pues la suspensión le había hecho crujir por dentro y temía haberse roto alguna costilla o incluso uno de los brazos, pero mantenía los ojos cerrados y se concentraba en sus oraciones a Dios. Las musitaba moviendo apenas los labios, en una larga y perenne letanía que pronunciaba sin descanso. Sabía que la oración sería su único sustento aquella mañana de horror y muerte.

—Dame fuerzas, Señor, dame fuerzas sólo para mostrarme digno de Ti en la hora de mi muerte… haz que sólo yo sea quien lo sienta, que sólo yo lo sufra, que sólo yo padezca el calor del aceite abrasando todo mi cuerpo…

El aceite iba calentándose poco a poco. Era una caldera de enorme tamaño. El emperador se levantó y se dirigió a Juan en medio de su tormento.

—Es una caldera que los judíos de Jerusalén utilizaron para arrojar aceite hirviendo sobre las tropas que dirigía entonces mi hermano Tito. El la trajo como recuerdo a Roma, como muestra de las muchas cosas a las que venció en ese asedio. Ordené que la trajeran ayer aquí desde su sagrado templo en el foro. Como eres de Jerusalén, según me han dicho, he pensado que en esa caldera te sentirías como en casa.

Una vez más, se echó a reír de forma exagerada. Todos los pretorianos y muchos aduladores se unieron a aquella risa. Juan, no obstante, permaneció en el murmullo de sus oraciones sin dar respuesta alguna. El emperador se dirigió a él por última vez. Se había congregado una gran multitud de personas y era momento de aprovechar la ocasión.

—¡Por todos los dioses, profeta! ¡Aborrece de tu dios que, como es obvio, te ha abandonado por completo y abraza la religión imperial! ¡Acepta a nuestros dioses! ¡Arrodíllate ante mí y te perdonaré la vida! ¡ Sólo tienes que repudiar a tu dios y te sacaré de ahí!

Juan permaneció con los ojos cerrados, orando sin detenerse un solo instante y sin dar respuesta alguna al emperador de Roma. Tito Flavio Domiciano sacudió la cabeza mientras se sentaba despacio en su asiento del palco y musitó palabras de odio y rabia.

—Que se cueza en su terquedad, que se cueza hasta morir.

Juan empezó a sentir el calor del aceite extendiéndose por toda su piel y un sudor frío que descendía de las sienes de su cabeza. Estaba aterrado pero no quería gritar, no quería gritar y rezaba y rezaba sin parar.

—Señor, mi Dios y mi guía, amor entre los hombres, amor de todo y todas las cosas, hazme sentir tu misericordia y haz sólo que no grite ni llore ni aúlle ante la bestia que me tortura, que tortura a tantos hermanos que creen en ti en todo el mundo. Señor, hazme digno de haber sido Tu siervo y apóstol de Tu hijo en la Tierra y arrópame con Tu fuerza en esta hora; Señor, sólo he intentado serte fiel y digno todos estos años, serte fiel y digno, serte fiel y digno.

Rompió a llorar, a llorar en lágrimas inmensas que parecían regar el aceite que le cubría, pero lágrimas que sólo sentía él, lágrimas invisibles que nadie podía ver, y en ellas encontró consuelo, de tal modo que el dolor del aceite calentándose ya a su alrededor parecía consumirse, derretirse, desvanecerse. Siguió rezando y rezando, sumido en aquel llanto extraño que nadie podía ver ni sentir, un llanto mudo audible sólo para Dios.

—¿Por qué no grita? —preguntó el emperador— ¿Por qué no grita? —repitió Domiciano mirando ahora a un confuso Partenio quien, a su vez, extrañado, observaba cómo el aceite empezaba a chisporrotear alrededor del condenado suspendido en el interior de la olla. Sin duda, debía de estar ya muy caliente.

—No lo sé —tuvo que confesar Partenio, consciente que aquélla era una muy pobre y mala respuesta.

—Pero el aceite está empezando a hervir, ¿no? —preguntó Domiciano.

Partenio asintió un par de veces; el emperador empezaba a mostrarse furioso e impaciente e insistía en obtener una explicación a lo que estaba sucediendo.

—¿Entonces?, ¿entonces? ¿Por qué no grita? Nadie puede resistir ese dolor. Nadie.

Y Partenio callaba. Alrededor, la multitud, asombrada, asistía silenciosa al tormento de aquel anciano que, para sorpresa descomunal de todos, envuelto en aceite cada vez más caliente, ni siquiera lanzaba un solo grito y seguía vivo, seguía vivo porque todos le veían mover los labios mientras proseguía, ajeno al tormento del aceite, concentrado en sus rezos a un extraño dios que quizá, empezaban a pensar muchos de los allí congregados, quizá no hubiera abandonado del todo a aquel anciano seguidor suyo.

—Es magia, Dominus et Deus —respondió al fin Partenio, incapaz de argumentar otra explicación mejor—. Magia, Dominus et Deus.

Por la mirada rabiosa del César, Partenio supo que sus palabras no habían apaciguado la ira imperial sino que, muy al contrario, la habían acrecentado de forma terrible. Su instinto de supervivencia le hizo buscar, veloz, una salida. Partenio descendió de aquella tarima de madera y fue junto a la hoguera. Levantaba la cabeza de un lado, como si estuviera escuchando lo que decía el condenado. De pronto, se volvió hacia el palco imperial.

—¡Se está retractando, Dominus et Deus! —gritó Partenio y lo repitió mirando a la multitud—. ¡El cristiano se está retractando! ¡Sólo que no tiene fuerzas ni para gritar! —Miró a los pretorianos que controlaban el mecanismo de la grúa—. ¡Sacad a ese miserable de la caldera! ¡Sacadlo!

Los pretorianos miraron al emperador. El César, aunque dudaba de la veracidad de todo aquello, como dudaban muchos de los presentes, comprendió que la idea de Partenio era buena y asintió. Era mejor escenificar que aquel viejo líder cristiano se retractaba que quedarse allí quietos viendo cómo era capaz, aunque nadie pudiera explicarlo, de resistir el dolor de las quemaduras sin lanzar grito alguno.

Los soldados sacaron a Juan de la caldera. Lo izaron primero y luego giraron la grúa para bajar su cuerpo empapado de aceite caliente. Norbano, el jefe del pretorio, que se había acercado para supervisar la operación ante la imposibilidad de deshacer los nudos de las cuerdas que mantenían maniatado al prisionero, las cortó con su daga. Juan se derrumbó en el suelo, pero en seguida empezó a moverse, medio arrastrándose, intentando incorporarse y, lo más peligroso, dejó de rezar. Quería hablar.

—Sólo… sólo… hay un Dios… y es… amor… y no es el emp…

No pudo acabar la frase porque un puntapié de la sandalia del jefe del pretorio le hizo perder el sentido y dar de bruces con su rostro demacrado sobre el polvo de la explanada que se extendía a ambos lados de la Via Latina de Roma. Había hablado en voz baja y sólo Norbano, los pretorianos más próximos y Partenio habían oído aquellas palabras.

Domiciano se levantó sin ocultar su rostro de profunda decepción y rabia. Partenio comprendió que acababa de perder el poco crédito que aún tenía con el emperador. Todo aquello había sido un desastre. Norbano puso palabras a sus pensamientos con precisión militar.

—Todo esto de querer que el mago cristiano se retractara en público ha sido una estupidez —dijo el jefe del pretorio.

Se marchó tras la estela de la litera imperial que ya se alejaba del lugar mientras una confusa multitud se disolvía sin entender bien lo que había ocurrido, más allá de que el cristiano no se había retractado de su dios.

Partenio se quedó solo en aquella explanada.

Sabía que era hombre muerto.

Era sólo cuestión de cuándo.

Podía sentir la mano del emperador dibujando con precisión los trazos de las letras de su nombre en su interminable lista de enemigos.

Respiró profundamente. Ahora debía actuar con frialdad.

Aquella noche, Partenio ofreció al emperador entregar el líder cristiano a las fieras del anfiteatro Flavio, pero Domiciano ya había visto que en la arena no todo salía siempre como había calculado: Manió mató al oso pardo, aquella gladiatrix acabó con un hombre que era el doble que ella, y ni el lanista ni Partenio ni nadie podía asegurar que todo saliera como se organizaba.

—No —respondió Domiciano—. Desterraré a ese cristiano y todos se olvidarán de él. El destierro y luego el veneno; eso nunca me ha fallado.

No dijo más. Partenio dejó solo al emperador. Dio media vuelta y se adentró por los pasadizos de la Domus Flavia. Sí, se sabía muerto. Derrotado por el maldito dios de los cristianos. Aún repasaba en su cabeza lo ocurrido en aquella explanada a las afueras de la ciudad. Y no lo entendía. No podía entenderlo.

Tito Flavio Domiciano bebía vino entre las sombras del Aula Regia. Lo único en limpio que había sacado de aquella jornada era que Domitila, la mujer de Flavio Clemente, seguía tan hermosa como siempre. Quizá fueran cristianos, pero se habían mostrado distantes mientras intentaban quemar a ese profeta. Quizá no lo fuesen. Tenían niños. Sucesores, sucesores por todas partes. Eso le preocupaba. Quizá debiera matarlos a todos. ¿Y si fueran cristianos? No tenía pruebas. Aún no. ¿Cómo sería yacer con una cristiana? Domitila era muy bella. Desde la muerte de Flavia Julia, no había disfrutado del cuerpo bello y suave de una patricia romana de estirpe imperial. Eso le reconcomía las entrañas. Necesitaba algún nuevo divertimento. Tantos enemigos, tantas traiciones. Necesitaba algo con lo que relajarse. Y ese algo sería Domitila.

Los asesinos del emperador
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