LA CAZA DEL LINCE

Hispania, verano de 70 d. C.

Trajano hijo salió en busca del lince ibérico que llevaban persiguiendo desde hacía semanas, sólo que en esta ocasión decidió salir solo; a fin de cuentas, era él el mejor cazador; Longino era menos hábil, más lento, más miedoso. Trajano no lo había verbalizado pero estaba convencido de que el lince olió el miedo de Longino desde la distancia y por eso les atacó por sorpresa, pero ahora no estaba dispuesto a que eso volviera a ocurrir de nuevo. Quizá no fuera del todo así; quizá sólo pensaba eso, sólo había visto los defectos de Longino desde que éste se apartó de él aquella noche junto a la hoguera. No; sacudió la cabeza. Era cierto que se sentía herido, pero también lo era que Longino parecía tener miedo del lince. Era absurdo sentir dolor porque alguien que es cobarde te rechace. En cualquier caso, todo eso ya le daba igual, se decía una y otra vez. Alejado su padre, en medio de la guerra de Oriente, sin noticias sobre lo que acontecía en Jerusalén, Trajano decidió centrarse en la captura de aquel lince. Iba armado con un pilum militar, un arco y tres flechas y un gladio. Lo consideraba justo: el lince tenía cuatro patas que culminaban en afiladísimas garras y unas fauces cuya dentellada, según donde se recibiera, podría llegar a ser mortal. Eran cinco las armas del animal y Trajano oponía otras cinco. Era un combate igualado. El problema era que el lince, tras el enfrentamiento que habían tenido con él el día anterior, se mostraría aún más remiso a ser encontrado de nuevo o aún más peligroso si al final lo encontraba. Trajano estaba seguro de haberle herido en una de las patas con su gladio y eso le daba esperanzas. Herido, el animal no podría haberse alejado demasiado de la ladera de la montaña en donde se habían enfrentado. Él, por su parte, llevaba el brazo izquierdo vendado por un zarpazo recibido con furia. Longino había recibido otro en la pierna, pero mucho menor y, sin embargo, había llorado como una niña asustada. Tan hermoso y fornido cuerpo para tanta cobardía. Era una lástima. Estaba mejor solo. Su padre decía que nunca se puede conseguir nada realmente grande solo y que lo que se consigue así siempre es algo pequeño, pero él no estaba de acuerdo: demostraría a su padre de lo que era capaz solo, con la fuerza de sus brazos y con la habilidad adquirida en el uso de las armas de guerra. Quería demostrar a su padre que estaba preparado para acompañarle en cualquier nueva misión que el emperador le encomendara. No quería volver a quedarse atrás, en Itálica o en Roma. Anhelaba ver las fronteras del mundo y sentir el aliento de los bárbaros del norte, de los germanos y los dacios o de los temidos judíos o partos de Oriente, pero su padre insistía en que aún era demasiado joven. Bien, eso iba a acabarse esa mañana, cuando entrara en casa triunfal con el cuerpo de aquel lince ibérico sobre los hombros.

De pronto oyó algo y se detuvo en seco. El sol ya lo iluminaba todo. Los pájaros habían callado. Allí cerca había más de un cazador. Trajano sentía la presencia del lince buscando su propio sustento entre algún ave enferma o lenta en emprender el vuelo. Se arrodilló y examinó el suelo a su alrededor. Absorbido por sus pensamientos, había llegado al lugar de la batalla. Le gustaba imaginar su combate con aquel animal como una gran batalla, y en cierta forma lo era. La mayoría de las personas, incluso legionarios veteranos, no presentaría combate a un lince salvaje en su territorio. Lo de atacar fieras en el circo o en el anfiteatro era diferente. Siempre estaban asustadas. Trajano encontró la sangre. Había bastante: suya, de Longino y del lince. Había que leer con tiento entre las piedras y los matojos de matorral que crecían por todas partes en aquel extrañamente lluvioso final del verano. Empezó a moverse de cuclillas, despacio, mirando fijamente el suelo a la vez que con sus oídos escrutaba cualquier ruido que pudiera suponer un aviso. Encontró entonces el fino reguero de gotas que el animal había dejado en su huida: había ido montaña arriba, buscando cobijo en las grutas de los escarpados peñascos de lo alto de la sierra. No era para nada el mejor territorio para una caza: las montañas estaban repletas de barrancos y precipicios muchas veces ocultos por la densa maleza. Si no hubiera estado cegado por impresionar a su padre (no dejaba de imaginar la cara que pondría al leer la carta en la que relataría su hazaña) o por impresionar a Longino, el joven Trajano habría regresado, pero su espíritu osado se rebeló contra sus dudas y emprendió el ascenso de la montaña con la tenacidad de las cabras montesas.

Al rato tuvo que detenerse para recuperar el aliento. Era un día despejado y sin nubes y desde lo alto de la sierra se veía el valle y el curso del río que bajaba en dirección a Itálica. El lince, sin embargo, caminaba en dirección opuesta, buscando los cerros más altos y más alejados de los hombres. Trajano retomó el ascenso y comprobó que el animal había tomado un camino que bordeaba los precipicios de la sierra. El muchacho decidió ralentizar su marcha para evitar caer en alguno de aquellos barrancos. Cuando la maleza empezó a resultar demasiado espesa, desenfundó el gladio y lo usó para cortar matorrales y, en ocasiones, para clavarlo en el suelo en busca de tierra o piedra, para asegurarse que podía pisar sin caer en un vacío desconocido. Una caída desde allí podía resultar aún más mortífera que las garras del propio animal que estaba cazando. De pronto el reguero de sangre del lince fue reduciéndose. Estaban ya sobre roca pura, de forma que era imposible discernir las zancadas del animal: o éste avanzaba más rápido por esa zona y por eso había menos gotas de rastro o su herida había dejado de manar. Cualquiera de las dos posibilidades era mala para sus objetivos. De pronto, Trajano sintió algo a su espalda. No supo si fue el sentido del oído o si sus ojos habían captado algún movimiento entre la maleza, pero se giró por puro instinto y, en efecto, allí estaba el lince, mirándole fijamente, con una herida en el exterior de una de las patas delanteras, con la boca entreabierta, rugiendo y mostrando sus dientes de la forma más amenazadora que podía. El joven Marco Ulpio Trajano no estaba seguro de si lo que sintió en ese momento fue miedo o arranque de sensatez, pero dio un par de pasos atrás sin dejar de mirar a los ojos del animal. Ahora ya no había otra salida que enfrentarse de nuevo con aquella fiera herida. Era imposible escapar corriendo y el lince se acercaba, de modo que aunque permaneciera completamente quieto, éste, sin duda, iba a atacar. Trajano tragó saliva varias veces mientras su mente decidía con urgencia qué arma debía utilizar. No había tiempo para cargar un arco —lamentablemente, porque era la mejor opción—, pero el lince estaba ya a tan sólo seis pasos y seguía acercándose. Trajano dio otro paso atrás y el animal dos más hacia delante. El lince a cinco pasos. Trajano tenía aún el gladio en la mano. Eso quizá le salvara. Ya le hirió con él el día anterior; podía volver a hacerlo. El lince bajó los ojos y los clavó en el arma que su enemigo blandía defensivamente. El animal se quedó inmóvil, como una estatua pétrea de sí misma cuando estaba a tan sólo tres pasos y volvió a rugir. Su enemigo dio otro paso atrás y, como el animal esperaba, súbitamente, desapareció como si se lo tragara la tierra. Para el animal aquello había sido sencillo.

El joven Trajano sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies y sólo tuvo tiempo para asirse a la raíz de un pino que, desobedeciendo la lógica, crecía en aquella pared de roca. Trajano supo de inmediato que había caído en uno de los precipicios de la sierra y miró hacia abajo. Había más de cien pies hasta el fondo del barranco en un vacío absoluto. Si caía, era hombre muerto. Miró a su alrededor. No había más donde agarrarse. La pared era lisa. La raíz del pino se desgajó de la roca y cedió un tanto. No resistiría por mucho tiempo. Trajano estiró entonces hacia arriba, buscando con los dedos el borde de la roca, para poder asirse y empujarse hacia arriba, pero no llegaba, no llegaba, le faltaba un pie de distancia, sólo un maldito pie; menos, un palmo, sólo un palmo, pero no podía… no podía. Era tan poco y, sin embargo, lo era todo.

Estaba sudando por todas partes, sintió sed y, sin poder evitarlo, se orinó encima. La muerte estaba allí. Los dioses le habían abandonado. Oyó el rugido del lince y al mirar hacia arriba vio al animal asomarse. Estaba claro que quería ver dónde iba a caer para poder procurarse un buen almuerzo. Había sido un combate justo y el animal había ganado. Conocía mejor el terreno. Trajano sabía que le había infravalorado. Ya nunca infravaloraría a ningún enemigo, aunque eso era ya poco importante. La raíz del pino se desgajó un poco más y la distancia hasta lo alto de la roca era ya de pie y medio. El lince desapareció. Sin duda iba a descender para devorarlo en cuanto cayera. Trajano sintió vergüenza de sí mismo por haberse orinado e intentó, en vano, no llorar, pero es que no podía hacer nada, no podía hacer nada, y volvió a estirar sus dedos hacia arriba, arañando la pared de roca calentada por el sol, buscando el más mínimo de los resquicios para no caer en el vacío, pero ya apenas le quedaban fuerzas y estaba a punto de soltarse y ceder, soltarse y ceder. Testarudo, aferrándose a la vida más allá de la esperanza, siguió estirando los dedos hacia lo alto, hacia lo alto, hacia el inalcanzable borde del precipicio que iba a transformarse en su tumba…

Se oyó entonces un rugido mortal, convulso, horrible, estremecedor. Era un rugido de muerte y se oyó casi de inmediato la voz de Longino.

—¡Marco, Marco, Marco!

Por todos los dioses. La mente de Trajano hijo, embotada por el esfuerzo, reaccionó pese a todo.

—¡Aquí, Cneo! —Fue la primera y única vez en su vida que Trajano le llamó por su praenomen. Cneo Pompeyo Longino asomó por encima de las rocas, justo en el mismo sitio por donde había asomado hacía un momento el lince—. No puedo… no puedo más… —masculló.

Longino se tumbó en el suelo, al borde del principio y alargó el brazo. Trajano era tan grande como él, de modo que elevarlo sería una tarea casi imposible, pero no había otra opción.

—Coge mi mano —dijo Longino y Trajano se estiró de nuevo en un intento por llegar a la mano de su amigo. Unos instantes antes le habría resultado sencillo, pero cada vez estaba más exhausto y ahora se le antojaba demasiado lejana, pero estiró, alargó el brazo y Longino hizo lo mismo, y las yemas de los dedos se tocaron…

—No puedo… —volvió a mascullar Trajano entre dientes, cubierto de sudor, con lágrimas en los ojos.

—¡Sí puedes, maldita sea! ¡Por Hércules, sí puedes, Marco! —le espetó Longino a gritos.

Y los dedos de Trajano rozaron los suyos y ascendieron lentamente, lentamente, demasiado lentamente cuando la raíz del pino de la roca cedió por completo, se desgajó y, suelta, cayó al vacío justo en el momento en el que Trajano hizo el último esfuerzo y el propio Longino, a riesgo de su vida, se estiró más hacia abajo. Trajano quedó entonces suspendido del brazo de Longino, que le sostenía haciendo un esfuerzo descomunal. Le había salvado la vida, de momento, pero ¿por cuánto tiempo? Había tenido que vencerse demasiado hacia fuera para coger la mano de Trajano y ahora era incapaz de arrastrarse hacia atrás sin soltarlo. Estaban atrapados y la única solución que le quedaba a Longino para sobrevivir era abrir la mano y soltar a Trajano. De lo contrario, al final, por agotamiento, caerían los dos. Los dos.

Pasaron un rato así, respirando entrecortadamente, aturdidos por las energías consumidas en mantener aquellas manos férreamente asidas la una a la otra, pero las fuerzas se les escapaban por momentos. Trajano miró entonces hacia arriba y encontró el rostro de sufrimiento brutal de Longino.

—Suéltame —dijo Trajano—. Suéltame. —Se hizo el silencio entre los dos; ni siquiera había viento—. No podrás subirme nunca. Suéltame y sálvate tú. —Bajó la mirada y cerró los ojos e inspiró profundamente mientras repetía aquella palabra una y otra vez—: Suéltame, suéltame…

Los asesinos del emperador
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