LAS MINAS DE HISPANIA

Legio, noroeste de la Tarraconensis,

Hispania, 87 d. C.

Trajano había ascendido hasta lo alto del monte Teleno, donde el frío y la nieve hacían casi impracticable el camino, pero quería ver con sus propios ojos la fuente principal de agua para las minas de oro más importantes de Hispania, las minas que debía proteger desde su campamento general en la cercana Legio. Había habido retrasos en el suministro de agua a la explotación minera y Trajano quería saber dónde estaba el problema. En las minas usaban el sistema de extracción de ruina montium y para ello necesitaban enormes cantidades de agua. Trajano observaba las cumbres nevadas de las montañas que les rodeaban con los ojos semicerrados para evitar los reflejos del sol sobre la nieve.

—Aquí hay agua más que suficiente para toda la primavera y el verano —dijo el legatus.

—El problema debe de estar en la distribución —comentó Manió, que le había acompañado en aquella inspección mientras Longino había quedado al mando de la guarnición principal en Legio.

—Sí —confirmó Trajano volviéndose hacia su tribuno y amigo—. Descendamos de nuevo y revisemos la red de distribución.

Manió, junto con el pequeño grupo de legionarios que les escoltaban, empezó el descenso de las escarpadas montañas hispanas.

En cuanto llegaron a las minas, Trajano ordenó que se duplicaran los canales por donde se repartía el agua dentro del entramado complejo de las excavaciones. Había más de cien millas de canales, pero Trajano, pese a esa gran red ya existente, ordenó que se doblara la extensión de las canalizaciones y que cada uno de ellos se hiciera más profundo, de hasta más de dos pies, y también se hicieran más anchos todos los acueductos, con tres pies en los tramos rectos y más anchura aún en las curvas para evitar pérdidas. Trajano quería que hubiera un mínimo de siete canales principales y una larga serie complementaria de estanques de explotación.

—Los quiero todos llenos para duplicar la capacidad de extracción —le comentó a Manió. Su amigo no pudo evitar sonreír. Como no había guerra en Hispania, parecía que Trajano la hubiera tomado con las entrañas de la región y estuviera dispuesto a desenterrar todo el oro de aquella provincia durante su mandato como legatus de la Tarraconensis. Trajano pareció leerle el pensamiento.

—Sólo quiero asegurarme de que el emperador no se pueda quejar de que no fluye el oro desde Hispania. Necesitará oro para financiar las guerras del norte. Nosotros se lo proporcionaremos.

Manió asintió, pero no pudo evitar añadir un comentario, aunque en voz baja para que no le oyeran los legionarios de la guardia.

—Oro para un emperador incompetente en la guerra puede ser un gran desperdicio, además de aumentar el sufrimiento de muchos en batallas perdidas y absurdas.

Trajano se detuvo en seco. Tomó a Manió por el brazo y lo llevó aparte, alejándose de la escolta.

—Manió Acilio Glabrión —empezó Trajano con seriedad—, eres mi amigo y amigo de mi padre y procedes de una familia infinitamente más noble que la mía, pero aquí estás bajo mi mando y no quiero volver a oír comentarios de ese tipo. Ya sé lo que piensas del emperador igual que sé que lees panfletos de los cristianos, pero mientras estés bajo mi mando, sea lo que sea que hagas en tu vida privada, mantenlo en secreto y controla tus palabras, Manió, por todos los dioses, controla tus palabras. Eres un gran oficial y te necesito. Roma te necesita. No te pongas en peligro. —Y con un tono que tornó en casi súplica—: Por Cástor y Pólux, Manió, has de controlar tus pensamientos y, si eso no puedes hacerlo, te ruego que controles tus palabras. El emperador tiene ojos y oídos en todas partes. Por Júpiter, Manió, sé discreto.

Manió asintió con lentitud y ya no dijo más en todo el largo trayecto de regreso desde las minas hasta el campamento fortificado de Legio. Una vez allí, tras despedirse militarmente de Trajano, se encaminó a las recién inauguradas termas de la pequeña ciudad provincial y desapareció por entre las estrechas calles del centro de Legio.

—Ha llegado un correo imperial —dijo un legionario insertando sus palabras en la mente de un Trajano que se había quedado mirando con preocupación a Manió mientras se alejaba. El legatus se giró hacia le soldado que acababa de hablarle.

—¿Dónde está?

—En el praetorium, legatus.

Frente a Lucio Quieto, sentados en sendas sellae sencillas, sin adornos, se encontraba Marco Ulpio Trajano, su nuevo superior al mando, legatus del emperador en Hispania; Cneo Pompeyo Longino, tribuno y persona de confianza de aquel legatus hispano, y Manió Acilio Glabrión, otro tribuno de la legión y del que Quieto ya había oído hablar como hombre valiente y de honor al que el propio Trajano había ordenado llamar para que escuchara aquel informe junto con Longino y él mismo.

Lucio Quieto acababa de describir la emboscada de Tapae y, como buen militar, había sido parco en palabras pero preciso en los datos. Se encontraba cómodo frente al nuevo legado, un hombre que había preferido la soledad y el frío de la austera Legio, en el norte de Hispania, en lugar del lujo, las comodidades y el clima mucho más suave que ofrecía Tarraco, la capital de aquella provincia del sur del Imperio; una Tarraco a donde podría haberse desplazado con frecuencia dejando a su segundo al mando de la legión VII. Pero Trajano no había hecho nada de eso, sino que se había mantenido siempre allí mismo, en el frío de Legio, con sus pequeñas termas, su acueducto y sus murallas, más próximo a las minas de oro que debía vigilar. Fue el propio legatus quien, inclinándose hacia delante en su asiento, se dirigió primero a Quieto en busca de aún más precisión en aquel escueto relato de la terrible derrota sufrida por las legiones comandadas por Fusco.

—¿Los árboles lloraban? —inquirió Trajano buscando confirmación.

—Bueno, sí —respondió Quieto aclarándose la garganta; aquélla había sido la única metáfora que se había permitido en todo el relato y ahora se sentía algo avergonzado de haberse expresado de aquella manera—. Es decir, los árboles estaban cortados en su base, pero no del todo, a la espera…

—A la espera de derribarlos cuando las legiones estuvieran en medio del bosque —le interrumpió Trajano con rotundidad.

—Eso es —concluyó Quieto y permaneció en silencio mientras el legatus de Roma asentía con tono serio. Era normal: acababa de describir a un legatus cómo una unidad entera similar a la suya, y parte de otras legiones, habían sido aniquiladas por el enemigo al norte del Danubio; pero en la faz de Trajano se leía una preocupación aún mayor, como si ni él mismo, Lucio Quieto, superviviente al desastre que acababa de referir, fuera consciente de las dimensiones de aquella tragedia.

—¿Por qué te interesa tanto lo de los árboles? —preguntó entonces Longino a Trajano.

El legatus de Roma se levantó despacio, fue hasta la mesa que había en el centro de la gran sala central del praetorium y se sirvió un vaso de vino que rebajó con algo de agua de otra segunda jarra. Sobre la mesa había varios rollos con escritos de César y varios códices, entre ellos una edición especial de la litada en griego muy apreciada por el legatus hispano, regalo de su padre durante una de sus estancias en Roma, y unas cartas con información que Tácito, un renombrado senador, había reunido sobre Germania. Trajano bebió hasta vaciar el contenido de la copa. La dejó sobre la mesa y volvió a sentarse en la sella.

—Me interesa porque es la misma estratagema que usaron los queruscos en Germania contra las legiones de Varo. La misma estrategia. La misma.

Se estableció entonces entre los cuatro hombres un silencio que perduró durante un rato hasta que fue Manió el que se aventuró a hablar.

—Bueno, puede ser un dato conocido entre los pueblos bárbaros o una simple coincidencia.

Pero Trajano negó con la cabeza.

—Ni es un dato tan conocido ni creo en las coincidencias —sentenció el legatus del emperador en Hispania.

—¿Qué piensas entonces? —indagó Longino.

Trajano evitó responder de inmediato a esa pregunta y en su lugar se dirigió de nuevo a Lucio Quieto que asistía inmóvil y en respetuoso silencio al diálogo entre aquellos altos oficiales del Imperio.

—¿Había germanos entre los bárbaros de Tapae, decurión?

Quieto meditó bien antes de responder, pero luego fue muy claro.

—No, no había germanos. Veamos, había dacios, por supuesto, la gran mayoría, pero también había un gran contingente de caballería extranjera, donde juraría que combatían incluso mujeres —subrayó con un tono de voz especial que denotó su sorpresa por aquella peculiaridad—; muchos roxolanos y un gran número de bárbaros con la cabeza afeitada excepto en un punto de su cráneo de donde emergían grandes coletas, los recuerdo bien por su ferocidad. Pero no, no había ni catos ni marcomanos ni queruscos ni sajones ni otros pueblos de Germania. Había veteranos del Rin en las legiones del Danubio y ninguno reconoció a germanos entre el ejército de los dacios. No.

Trajano no parecía satisfecho con la valoración de Lucio Quieto.

—Esos hombres de cráneo afeitado y largas coletas, decurión, son bastarnas, y para algunos son germanos; otros dicen que son tracios o sármatas, pero todos están de acuerdo en que viven en la frontera con los pueblos que todos conocemos como germanos y viven como ellos, sólo que, además, luchan con aún más brutalidad. No es extraño que los recuerdes bien. Podrían ser el enlace entre los dacios y los germanos, quizá haya otra conexión a un nivel más alto, lo cual sería mucho más grave… bastante más grave. Los que llevaban mujeres al combate… ¿eran jóvenes estas mujeres?

—Sí… legatus —confirmó Quieto arrugando la frente mientras intentaba recuperar aquellas imágenes del pasado reciente.

—Entonces eran sármatas —sentenció Trajano—. Los sármatas hacen que sus hijas jóvenes luchen en combate contra el enemigo. Todo esto que has referido no es bueno. No es bueno para el Imperio. —El legatus hispano calló, pero Longino le miró frunciendo el ceño, sin duda en busca de más explicaciones, y Trajano asintió a su pregunta muda y completó su comentario—: Si los dacios han empleado una estrategia similar a la de los antiguos queruscos de Germania y combaten con bastarnas en sus filas, todo eso no hace sino apuntar a una posible alianza entre la Dacia y los pueblos germanos, la cual sería nefasta para el Imperio. Si todos los bárbaros del norte empezaran a actuar de forma coordinada contra las fronteras del Danubio y del Rin no habría legiones suficientes para contenerles. Algo parecido pasó en los tiempos de Julio César con Burebista, un antiguo rey de Dacia. Julio César lo atacó para neutralizar el peligro. En aquel tiempo Roma tenía menos enemigos. Hoy día, con los partos acosando en Oriente, una nueva alianza entre dacios y germanos, querido Cneo, sería terrible. —Trajano continuó mirando a Cneo Pompeyo Longino y luego al propio Quieto—. Eso, decurión, podría suponer el principio del fin del Imperio. Por eso me interesan tanto esos árboles. Sus lágrimas son el preludio de las muchas que verteremos todos si lo que digo es cierto.

Ya le habían hablado a Quieto en Roma, en cuanto supo que su nuevo destino sería Hispania, de la experiencia en el mando y de los conocimientos del legatus Trajano, pero sólo ahora se daba cuenta de que tenía ante sí no sólo a un gran militar sino a un legatus con la suficiente clarividencia para interpretar los acontecimientos mucho más allá de lo que cualquier otro era capaz de imaginar. Aquél no era un alto oficial romano al uso y, sin embargo, por su porte, por la austeridad absoluta de aquel praetorium, en donde sólo los rollos y códices de la mesa contigua suponían un aditamento ajeno al terreno militar, aquel Trajano se movía como si fuera un humilde oficial de un inmenso Imperio del que él sólo fuera una mínima pieza, una pieza prescindible. ¡Cuántos imbéciles había encontrado Lucio Quieto en su servicio militar que, por el contrario, se creían imprescindibles para preservar el Imperio! ¡Qué tremenda contradicción! Y, por todos los dioses, allí estaba aquel legatus hábil, preparado, atento a los movimientos del enemigo, despierto, alerta, y, sin embargo, con tan sólo una legión a su mando y alejado a más de dos mil millas de las fronteras del Rin y el Danubio. ¿En qué estaba pensando el emperador? Cuando Quieto oyó la voz de Cneo Pompeyo Longino dirigiéndose a Trajano, comprendió que el tribuno había llegado a la misma conclusión que él.

—Si tienes razón, Marco, no tardará mucho el César en llamarte para que vayas al norte otra vez.

Longino se volvió hacia Manió, que asentía con la cabeza al tiempo que el propio Trajano confirmaba con sus propias palabras la aseveración de Longino.

—Seguramente, Cneo, seguramente.

Los asesinos del emperador
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