EL ASCO

Domus Flavia, Roma

18 de julio de 96 d.C., hora prima

Domicia Longina se despertó por la caricia áspera del emperador. Como durante los últimos días, fingió no sentir la mano fría del dueño del mundo y esperó que la diosa Fortuna se aliara con ella y que el emperador desistiera en despertarla. Así fue. En cuanto Domicia percibió que las pisadas cada vez más débiles del emperador se alejaban en dirección al gran pasadizo que daba acceso a las grandes estancias públicas de la Domus Flavia, la emperatriz de Roma abrió los ojos. Domicia Longina permaneció así, echada de costado, inmóvil, respirando con miedo a que el emperador hubiera olvidado algo y regresara al lecho de su cámara privada. Después de todo lo que había ocurrido aún le sorprendía que, ocasionalmente, el emperador quisiera pasar una noche con ella. Pero lo tenía claro: era una forma más de decirle que la poseía por completo, ya fuera para yacer con ella, como aquella noche o, como era más frecuente en los últimos tiempos, para despreciarla.

Con los oídos atentos, recostada de espaldas a la puerta del dormitorio, repasaba su existencia y, como tantos otros días, le sobrevino una arcada que la hizo contorsionarse de forma abrupta. Pero el vómito se quedó a las puertas de la garganta y sólo sintió el hedor de los efluvios rabiosos de tanta ira contenida, a veces oculta, sin emerger, otras veces patente en su rostro, en sus palabras, en sus acciones, pero siempre controlada. Era la hija de Cneo Domicio Corbulón, uno de los mayores generales de la Roma reciente, el conquistador de Armenia, el que doblegó la fortaleza de Artaxata, que según contaban había construido el propio Aníbal en tiempos ya tan remotos que parecían pertenecer a otro mundo. Sí, su padre destronó a reyes en Oriente y entronizó a otros en Partía, tras batallas épicas durante el reinado de Nerón. Esas heroicidades le costaron a su padre la envidia y el rencor del último emperador de la dinastía Julio-Claudia: Nerón llamó a Corbulón en cuanto recuperó la paz en Oriente tras controlar Armenia y obligar a los partos a aceptar una paz que los humillaba política y militarmente. Sí, aquellas hazañas hicieron que el emperador Nerón llamara a su padre a Roma, pero éste no llegó nunca más allá de Grecia. En cuanto desembarcó en Corinto, los pretorianos lo recibieron con un mensaje terrible: atemorizado como estaba Nerón de la popularidad creciente de Corbulón, le ordenaba suicidarse allí mismo; si lo hacía su familia sería perdonada y respetada, y así se salvaría ella, la propia Domicia; si se negaba, sería ejecutado y después sería ejecutada toda su familia. Domicia Longina cerró los ojos.

Cuando tenía quince años un mensajero entró en su antigua domus y notificó con la frialdad habitual de los informes imperiales que su padre había muerto. Tardarían meses en saber qué era lo que había ocurrido exactamente, y para cuando lo supieron el propio Nerón había muerto y todo el Imperio estaba sumido en la más fratricida de las guerras civiles, que supondría el final del gobierno de la dinastía Julio-Claudia. Pero todo eso era el pasado. Un pasado que Domicia, cuando lo vivió, pensó que no podía ser más terrible, pero ahora, a sus cuarenta y seis años, tras quince como emperatriz, casada con el más cruel de los gobernantes, con su hijo muerto, con su amor auténtico perdido, arrancado, desgarrado, con el recuerdo de todos los incestos, traiciones, asesinatos y crímenes fraguados entre las paredes de aquella gigantesca Domus Flavia, palacio imperial para el pueblo, una gran prisión para ella, ahora comprendía que la injusta muerte de su padre sólo era el principio de una larga noche de terror que debía acompañarla durante toda su existencia. Las arcadas volvieron y esta vez sí llegaron a su destino final: el vómito, como tantas otras mañanas, cayó sobre el mármol del suelo de su cámara. Una esclava bien entrenada reconoció el sonido del sufrimiento de su ama y apareció enseguida bien pertrechada, por la fuerza de la costumbre, y con una bacinilla de agua clara y varios paños limpios ayudó a asearse a la emperatriz de Roma. En cuanto ésta se encontró algo mejor, la mujer se arrodilló a sus pies para limpiar con rapidez las babas y la bilis, echando perfume de un pequeño frasco que llevaba en la bacinilla para intentar mitigar el mal olor.

—No va a volver, mi ama —dijo sin tan siquiera alzar el rostro. La emperatriz asintió sin decir nada. Eran años de servidumbre los de aquella madura esclava; años de lealtad. Domicia agradeció las explicaciones de la esclava que se compadecía de la emperatriz de Roma—. Le he visto alejarse en dirección al Aula Regia.

—Muy bien, muy bien, por todos los dioses —dijo Domicia aún turbada; no podía aceptar la humillación adicional de recibir la compasión de una esclava—. Es suficiente. Deja esto y trae los aderezos para el pelo. Si he de salir en público que el pueblo me vea elegante. El pueblo es lo único que me queda.

Y así era. El pueblo de Roma adoraba a su emperatriz, de una forma tal que incluso cuando ésta cayó en desgracia ante los ojos de Domiciano, como tantas otras personas, el emperador que se atrevía a sojuzgar a cualquier legatus, o a senadores o cónsules, se vio obligado a controlarse para no enemistarse con parte del pueblo. Sí, Domicia se sabía intocable, intocable durante mucho tiempo, pero ¿hasta cuándo? La locura del emperador crecía y ya no tenía límites. Pronto sería su turno. Lo esperaba con la paciencia del cordero que va a ser degollado en una ofrenda a los dioses, y durante los últimos meses había decidido esperar su sacrificio sin hacer nada más que vestirse de forma impecable y ser paseada, exhibida ante un pueblo al que sólo le importaba que hubiera trigo, juegos con gladiadores y mucha sangre, cuanta más mejor, en el gigantesco anfiteatro Flavio, y que los legati se ocuparan tan sólo de vigilar las fronteras para que su mundo de sangre y placeres no se trastocara un ápice. Al pueblo, por un lado, no le importaba si el emperador masacraba a todos los senadores de Roma y, por otro, era incapaz de ver la debilidad en la que estaban quedando las fronteras del Rin y del Danubio. Sólo tenían ojos, y oídos y manos y voz para ver, escuchar, saludar y aclamar a los gladiadores del anfiteatro. El resto del mundo no les preocupaba, ni lo que pasara en las fronteras de Roma ni lo que ocurriera dentro de las paredes de la Domus Flavia Pero un día, Domicia detectó de nuevo esa mirada de lascivia irrefrenable en las pupilas aburridas de muerte del emperador de Roma. La nueva víctima seleccionada iba a ser Flavia Domitila III quien, con sus hermosos veinticinco años, se mostraba demasiado irresistible ante un emperador para quien el parentesco nunca había sido una barrera para sus anhelos más instintivos. Ni el hecho de que estuviera casada y tuviera hijos. Todas esas cosas tenían solución en la tortuosa mente del emperador. Ese día Domicia Longina decidió que tenía no ya sólo el derecho sino la obligación de hacer algo más que permanecer quieta y asistir de nuevo a otro trágico episodio de desgarro moral y personal de una joven de la familia imperial. No podía permitir que la historia de Flavia Julia se repitiera de nuevo. Domicia Longina, emperatriz de Roma, inspiró con profundidad y, cuando la esclava retornó con otras dos jóvenes siervas, dos omatrices, para limpiar su faz con albayalde blanco para rejuvenecer sus facciones ajadas por los años y los sufrimientos, aderezarle el pelo y limpiarle brazos y piernas, se mostró contundente, decidida.

—Ve a Partenio y dile que quiero verle. Que venga de inmediato.

—Sí, mi ama —respondió la esclava más madura, y salió de la cámara de la emperatriz con rapidez y sigilo mientras Domicia Longina era asistida por otras dos jóvenes esclavas que la ayudaban con la stola.

Los asesinos del emperador
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