DOS SUCESORES PARA UN DIOS
Roma, mayo de 96 d. C.
Domus de Flavio Clemente y Domitila
—No tenemos otra salida. —Flavio Clemente miraba al suelo con rabia mal contenida mientras estrujaba el papiro con el mensaje del emperador. Su esposa Domitila, sentada frente a él, no había dejado de llorar—. No tenemos otra salida —repetía—. Es esto o morir. Morir todos. —Se detuvo un instante antes de añadir—: Los niños también.
Domitila dejó, al fin, su llanto.
—Lo haré por los niños —dijo y se levantó despacio—. Por los niños.
Se alejó en busca del refugio de su dormitorio. Flavio Clemente quedó a solas en el tablinium de su gran domus en el centro de Roma. No tenían otra salida. El emperador acababa de nombrar a los niños sus sucesores pero, a cambio, y no había tenido inconveniente en escribirlo, quería que Domitila fuera a vivir a la Domus Flavia. «A vivir», pensó amargamente Flavio Clemente. Ahora el emperador llamaba a esa humillación «vivir». Domiciano abusaría de Domitila a diario, tan a menudo como le pluguiera, y no podía hacerse nada por evitarlo. No, no había fuerza en la Tierra capaz de detener ni su lujuria ni su locura. Flavio Clemente se arrodilló allí mismo e imploró misericordia a Dios y fuerza y paciencia y fortaleza de ánimo. Para sobrellevarlo todo. Todo. Por los niños.