LA DAGA DE ESTÉFANO

Cámara del emperador, Domus Flavia, Roma

18 de septiembre de 96 d. C., hora sexta

La copa de bronce vacía. Sobre la mesa, las manos del emperador sosteniendo el papiro con los nombres de una nueva lista de conjurados. Estéfano levanta el brazo pero el respaldo sigue interponiéndose, protegiendo de forma inesperada al emperador. ¿Cómo no habían pensado en eso?

—Hoy mismo, hoy mismo quiero verlos a todos ellos muertos, a todos, ¿me oyes, Estéfano? Norbano ha de saberlo de inmediato… —El emperador seguía hablando; de pronto levantó la mirada—. Has obrado bien, Estéfano, has obrado bien y serás… —Pero no terminó la frase porque su mirada no encontró a Estéfano ante él, pues ya no estaba allí.

Tito Flavio Domiciano se giró lentamente buscando a aquel liberto y se dio cuenta, con cada fracción infinitesimal de tiempo que pasaba al girar hacia su espalda en su busca, de que todo era una vil traición, una pérfida traición, no ya la de la lista, sino la lista misma; se supo presa de una emboscada y no pudo evitar el golpe que se cernía sobre él, pero fue rápido, muy rápido. Se echó al suelo y su atacante sólo pudo apuñalarle torpemente en una ingle. Estéfano no esperaba una reacción tan rápida por parte del emperador.

—¡Agggh! —aulló Domiciano, que se revolvió y al instante recuperó la iniciativa y se lanzó como una fiera contra Estéfano. Este, sorprendido por no haber podido dar una puñalada mortal por la espalda, como habían planeado desde un principio, inútilmente enrabietado contra el respaldo del solium, no supo bien qué hacer y blandió la daga en su defensa. El emperador se alejó unos pasos y fue junto al lecho donde descansaba todas las noches y buscó con su mano bajo la almohada.

—¡Traición, traición! ¡Por Minerva y por Júpiter! ¡Traición, traición, traición! —repitió el César una y otra vez.

Le habían arrebatado la daga que ocultaba bajo la almohada. Estaba rodeado de traidores, todos eran traidores. Ese día iban a morir muchos hombres; muchos más de los que pensaban. Su furia, incontenible como nunca, no tendría límites.

—Maldito miserable… —dijo entre dientes el emperador y, sin dudarlo, para asombro de Estéfano, se arrojó sobre él y empezó a luchar por conseguir la daga con la que le había atacado. Domiciano le apretó con tal fuerza en la muñeca que la daga cayó al suelo y un sonoro clang reverberó por toda la estancia.

En el exterior los dos guardias pretorianos de la puerta se miraron entre sí y se volvieron hacia la puerta. Partenio, que junto con su asistente estaba acercándose, frunció el ceño y Máximo, por su parte, tragó saliva. Se oyeron golpes, gritos, un aullido y la voz inconfundible del emperador gritando.

—¡A mí la guardia!

Los pretorianos empujaron las puertas y éstas se abrieron de par en par. Ante los ojos de los soldados, de Partenio y de Máximo, apareció un cuadro truculento más allá de lo imaginable: Tito Flavio Domiciano, sangrando por una pierna, cojeando ligeramente, pero con la mirada exultante, exhibía su trofeo en unas manos repletas de sangre.

—¡Aggh, agghh! —gemía Estéfano gateando por una esquina de la estancia, su rostro cubierto de sangre que emergía por todas partes— ¡Me ha arrancado los ojos! ¡Me ha arrancado los ojos!

—Y eso es sólo el principio —dijo el emperador acercándose lentamente a su víctima junto con los dos pretorianos que ya habían desenfundado sus gladii—; es sólo el principio de lo que te espera. —Se giró hacia Partenio y hacia Máximo—. De lo que os espera a todos.

Estrujó entre sus dedos los globos oculares de Estéfano de forma que explotaron como dos huevos manando sangre de su ciego enemigo entre las comisuras de los dedos de las manos del Dominus et Deus del mundo, un mundo de horror y muerte, pero su mundo. Por el suelo, sin mando ni destino, la daga que blandiera Estéfano, con su rubí rojo en la empuñadura, permanecía perdida, olvidada por todos, como ejemplo de un intento baldío por cambiar el curso de la Historia.

Partenio, más allá del terror que pudiera estar sintiendo, más allá de saber que era imposible negar ante el emperador su participación en lo que acababa de ocurrir, mantuvo la serenidad fría de quien se sabe en medio de la peor de las tormentas porque su mente aún consideraba que había posibilidades de supervivencia. Se oían ruidos provenientes de lugares diferentes, y Partenio identificó bien el origen de cada uno de aquellos sonidos, a los que sólo él parecía prestar atención: eran las pisadas de decenas de pretorianos que debían de estar acudiendo desde todos los puntos del palacio imperial para asistir a su jefe supremo, quien los había convocado con aquel grito desgarrador. También se percibía el ruido inconfundible de sandalias de guerreros al otro lado de la puerta que daba acceso a la cámara de la emperatriz. Así, Partenio, con el sosiego de quien apuesta por última vez lo poco que le queda por jugar, se volvió hacia la puerta por la que habían entrado y cerró las dos hojas empujando con fuerza, ante la mirada sorprendida de un emperador que no dejaba de estrujar entre sus dedos los ojos arrancados al agonizante Estéfano.

—¡Ayúdame! —espetó Partenio a Máximo para que éste le asistiera en trabar la puerta de entrada a las cámara del emperador y la emperatriz con la pesada barra de bronce que Domiciano utilizaba por las noches cuando quería asegurarse de que nadie entraría en su habitación. Apenas acababan de dejar caer la barra de bronce cuando una primera embestida de los pretorianos que se acumulaban en el exterior hizo que ésta chirriara por el esfuerzo de mantener trabadas las enormes hojas de aquellas puertas que sellaban la cámara imperial.

—Partenio —le dijo el emperador como quien habla a un niño—, Partenio, todo ha terminado. —Dejó caer de sus manos ensangrentadas los aplastados globos oculares de un Estéfano que sollozaba acurrucado en una esquina de la habitación, consumido por un dolor brutal y cruel que le estaba volviendo loco por momentos.

Los dos pretorianos, apostados uno a cada lado del emperador, se aproximaban acompañando al Dominus et Deus con sus espadas en ristre, una apuntando al pecho de Partenio y otra al de Máximo. El emperador se dirigió a Partenio por última vez.

—Un buen consejero ha de saber reconocer cuando la lucha ya no tiene sentido. —Iba a ordenar a sus dos pretorianos que ejecutaran de una vez a aquellos dos malditos libertos que habían osado conjurarse para intentar matarlo cuando, perplejo por el tono de seguridad con el que Partenio respondió, escuchó sus propias palabras en boca de aquel traidor, como si se hubiera transformado en un extraño e incomprensible espejo.

—En efecto, Dominus et Deus, hay que saber cuando la lucha ya no tiene sentido.

Los asesinos del emperador
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