LA RESPUESTA DE TRAJANO

Moguntiacum, Germania Superior

18 de julio de 96 d. C., hora tertia

Trajano regresó a la tienda del praetorium empapado por la lluvia. Como imaginaba, los senadores no se habían movido y allí estaban esperándole, aguardando su respuesta. Fue Licinio el que, una vez más, se atrevió a interpelar al legatus de las legiones del Rin.

—Sentimos mucho la enfermedad de tu padre —empezó con tono conciliador, sin expresar la más mínima queja por la larga espera.

—¿Os han traído algo de comer y de beber? —preguntó Trajano. Era su forma de agradecer el comentario de Licinio.

—Longino se ha ocupado de nosotros y hemos dispuesto de todo lo que necesitábamos. Somos gente frugal, una costumbre algo perdida ya en la Roma de nuestros días —apostilló Licinio Sura.

El legatus captó la sutileza del final de la intervención del senador hispano y guardó unos instantes de silencio.

—Supongo que seguís esperando una respuesta —dijo Trajano al fin.

Licinio asintió.

Trajano inspiró profundamente. Se debía a la promesa hecha a su padre, se debía a la lealtad eterna de los Trajano a la dinastía Flavia y, sin embargo, el nombre de Manió atronaba en su mente como un lémur que se arrastrara por las entrañas de las empalizadas que rodeaban el campamento en aquella distante y lluviosa Germania. Manió y tantas otras cosas.

—Mi familia siempre será leal al emperador, hasta el fin, hasta el último día de su principado. Nunca me rebelaré contra Domiciano ni contra ningún descendiente de la dinastía Flavia —dijo Trajano con rotundidad y sintió algo de paz en su interior por satisfacer el deseo de su padre—. Esta es mi respuesta, senadores.

Se levantó y pasó entre ellos, dispuesto a retornar junto al lecho de su padre enfermo, cuando Licinio Sura insistió una vez más.

—Pero ¿y si el emperador muere? Todos morimos alguna vez. ¿Qué hará Trajano si el emperador muere de forma violenta o por enfermedad? Entonces, ¿qué hará el gran guardián del Rin?

Trajano se detuvo. La insistencia de Licinio resultaba ya impertinente. Longino vio cómo los labios y la barbilla de su amigo temblaban y temió lo peor. Vigiló con el rabillo del ojo la empuñadura del gladio del legatus, al tiempo que no se desentendía de las manos desnudas de los senadores, que quería tener siempre a la vista. Los habían registrado pero nunca se sabía. Trajano se giró ciento ochenta grados y encaró a Licinio Sura. Estaba a punto de ensartarle con la espada, pero desde lo más profundo de su ser el nombre de Manió emergía una y otra vez, una y otra vez, aturdiéndole, impidiéndole desenfundar.

—No-me-rebelaré-nunca-contra-el-emperador —dijo Trajano pronunciando la frase palabra a palabra. No obstante, cuando todos pensaban que ésa era la respuesta definitiva, el legatus, o más bien su rencor incontenible, añadió—: Pero si el emperador muere —y se acercó a Licinio hasta que su aliento del guardián del Rin resultó inevitable para el senador—, si el emperador muere, Licinio Sura, entonces Marco Ulpio Trajano acatará lo que el Senado decida. ¿Es eso, por Júpiter, lo que querías oír? ¿Es eso a por lo que has venido hasta aquí, hasta la frontera del Rin?

Licinio no retrocedió un ápice.

—Eso es lo que necesita Roma. El Imperio no puede permitirse una nueva guerra civil.

El legatus no pudo evitar una mirada de desprecio mientras se separaba de Sura.

—Yo sé eso mejor que nadie, senador.

Trajano ya no dijo nada más, dio media vuelta y abandonó el edificio del praetorium seguido de Longino y varios legionarios.

Licinio Sura exhaló aire con profundidad. Al igual que los otros dos senadores, sin saberlo, había dejado de respirar durante unos instantes.

—Eso es suficiente —dijo Sura. Y añadió con decisión—: Ahora partiremos hacia Oriente.

En el exterior, Longino y los legionarios de la guardia del legatus seguían con paso rápido a Trajano. Todos caminaban algo encorvados para protegerse de la fuerte lluvia que arreciaba en medio de aquel estío inclemente en Germania Superior; el peor de cuantos habían pasado en el norte. Longino levantó la mirada y observó que, como de costumbre, el único que caminaba recio, completamente erguido, sin importarle las adversidades del tiempo o de la vida, era Trajano. Nada parecía poder nunca con él. Y nunca pedía nada. Sólo daba ejemplo. Por eso todos los legionarios le respetaban al máximo; no, más aún: el ejército le amaba. Sabían que con él no se perdía una posición, ni un campamento, ni se entraba tampoco en lid de forma absurda. Trajano preparaba cada combate como si se tratara de la batalla más decisiva de la guerra más importante de todas las guerras. Por eso siempre vencía, incluso cuando el emperador le negaba los recursos necesarios. Y nunca imploraba, nunca pedía, lo cual le había evitado numerosos conflictos con un emperador que sólo buscaba la más mínima excusa para desarmar a sus mejores legati. Trajano, sin embargo, llevaba años acumulando un prestigio callado, quieto, silencioso entre las legiones, sin luminosas victorias, sólo combates pesados, recios, firmes, batallas ganadas con mucho esfuerzo en guerras invisibles para Roma. Longino le miraba con admiración. No, Trajano nunca imploraba nada. Sólo lo hizo una vez, una sola. Longino movió torpemente el brazo izquierdo tullido y sintió el dolor de siempre en aquellos dedos, en aquellos huesos del brazo y de la mano que nunca se curaron por completo y que nunca sanarían jamás, por los que muchos le consideraban inservible para el combate. Y, no obstante, sintió un orgullo profundo por aquel brazo partido que sólo el gobernador de Germania podía entender.

Cruzaron el espacio que separaba el praetorium del quaestorium y Trajano entró con decisión en el edificio administrativo del campamento de Moguntiacum. Incluso con su padre enfermo, al borde de la muerte según aseguraban algunos médicos, seguía preocupado por todo lo relacionado con las legiones a su mando. El abastecimiento era fundamental, le había oído decir una y otra vez Longino. El quaestor saludó al legatus con respeto y sin esperar orden alguna exhibió las tablillas con la contabilidad de los pertrechos militares de los que se disponía y de los víveres almacenados para que el legatus pudiese revisar todo. Trajano hizo una señal y todos, menos Longino, salieron de la estancia. Al legatus le gustaba leer con detenimiento y sin interrupciones aquellos datos. Luego interrogaría al quaestor si algo no estaba claro. Longino, sin embargo, no pudo mantenerse en silencio.

—No has preguntado en quién están pensando para suceder a Domiciano como emperador.

Trajano, que se había sentado en un solium, alzó los ojos de las tablillas. En su voz Longino no detectó que se hubiera molestado por aquella pregunta.

—Eso no importa —respondió Trajano con aplomo. Al ver la mirada confusa de su amigo, dejó las tablillas sobre la mesa por unos momentos y añadió una explicación—: Eso no importa porque no queda nadie en el Senado de Roma de origen romano o incluso de Italia capaz de hacerse con el control del Imperio. Si asesinan a Domiciano vamos directos a la guerra civil.

—Pero ¿por qué? —preguntó Longino—. Acabas de decirles que acatarás lo que diga el Senado. ¿Es por Nigrino y sus legiones de Oriente o es que no vas a cumplir lo que has dicho? —Se sintió algo abrumado por sus propias preguntas y las completó rápidamente con una frase final, algo atropellada pero cargada de sentimiento—. Yo estaré contigo hasta el final, hagas lo que hagas.

Trajano sonrió. Tenía ganas de beber vino, pero no se lo permitía porque su padre estaba enfermo grave. Sus pensamientos divagaban. Se centró y volvió al presente inmediato.

—Lo sé, Longino, lo sé. No es por mí ni por Nigrino. Yo cumpliré la palabra dada y sea quien sea el viejo senador romano que elija el Senado como emperador (y digo viejo porque eso es lo único que, de momento, ha dejado con vida Domiciano), no podrá con los pretorianos. Estos adoran a los Flavios, y en particular a Domiciano, que es astuto y ha sido muy generoso con ellos. Los pretorianos saben que nunca estarán mejor tratados que ahora y que nunca disfrutarán de tantos privilegios, de modo que se rebelarán y empezará una batalla entre el Senado y la guardia pretoriana que ésta tiene todas las de ganar. Elegirán a un nuevo emperador y algún general romano, en alguna esquina del Imperio con alguna legión al mando, no aceptará, como hizo Galba u Otón en el pasado. Se rebelará y empezarán a luchar entre ellos. Entre tanto nos enviarán mensajeros, como han hecho ahora, a Nigrino en Oriente y a mí en el Rin. Entonces veremos qué hacemos.

—¿Es eso lo que va a ocurrir?

—Sin duda, eso siempre que consigan asesinar a Domiciano, algo de lo que no estoy nada convencido.

Longino se quedó en pie, en mitad de la estancia central del quaestorium, meditando las explicaciones del legatus. Trajano retomó la lectura de las tablillas. Faltaba aceite y trigo y había pocas armas arrojadizas de reserva. Si los catos atacaban de nuevo aquello podría ser un problema.

—¿Y por qué no elige el Senado de Roma a Nigrino o a ti como nuevo emperador?

Trajano dejó de nuevo las tablillas sobre la mesa y miró fijamente a Longino. De pronto echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír como hacía meses que no lo hacía. Casi le saltaron las lágrimas.

—Un emperador hispano… —es todo cuanto pudo decir Trajano al principio como respuesta a Longino—, ¿un emperador hispano? —Volvió a reír un buen rato hasta que, poco a poco, se fue recomponiendo; algo más sereno, negando con la cabeza, se expresó con rotundidad—. No ha nacido aún, Longino, el senador romano lo suficientemente desesperado como para considerar tan siquiera la posibilidad de que un no romano sea emperador de Roma. Antes se matarán entre todos; ante cualquier cosa.

Se levantó y, aún riendo entrecortadamente, llamó al quaestor. Había que solucionar la falta de trigo, aceite y armas arrojadizas. Eso ahora era lo importante. Los catos no entendían ni de senados ni de sucesiones.

Los asesinos del emperador
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