UN PUESTO DE GUARDIA
Puesto de control a la entrada de la Via Flamina
Norte de Roma, tertia vigilia
Diciembre de 97 d. C.
El carro avanzaba despacio.
Era aún noche cerrada.
Los pretorianos vigilaban todas las puertas de Roma, sus accesos y las entradas a las grandes calzadas que conectaban la ciudad con todos los confines de su Imperio. Norbano y Casperio habían dado orden de que fuera la guardia imperial la que vigilara todas las salidas a la ciudad en lugar de la milicia de los vigiles o las cohortes urbanae. Los dos jefes del pretorio sabían que quedaban al menos dos gladiadores huidos de los que habían participado en el asesinato del emperador Domiciano y lo habían dispuesto todo para que no hubiera forma de que ninguno de los dos pudiera escapar de la ciudad. Así sólo era cuestión de tiempo que cayeran en sus manos.
El carro avanzaba despacio.
Un conductor, encogido, cubierto con una larga capa y oculto su rostro por una capucha, dirigía a los caballos que tiraban de aquel carromato. Como era de esperar, uno de los pretorianos apostados en aquel puesto de control se interpuso en su camino y ordenó que se detuviera. El conductor obedeció. Entre tanto, media docena de centinelas más armados rodeaban aquel vehículo de transporte. Había más hombres, quizá una docena más agrupados al otro lado de aquel punto de control; en total, unos dieciocho. El conductor se mantenía encogido. Demasiados pretorianos.
—¡Alto, por Marte! ¿Quo vadis? ¿Adonde vas y qué llevas ahí? —dijo el pretoriano al mando señalando unas mantas que cubrían el interior de la parte posterior del carro. El conductor no respondió. Su silencio enfureció al oficial de la guardia imperial—. ¡Baja de ahí, maldito!
Estiró de la capa con tal fuerza que se la arrancó al conductor de cuajo. Este se levantó entonces en el carro. Una larga y preciosa melena, tintada en parte de naranja, quedó al descubierto. Los pretorianos se vieron sorprendidos por un instante, pero en seguida se sintieron encantados con la situación: el conductor del carro era una mujer, mejor aún, una prostituta. Llevaban toda la noche aburridos y los dioses les entregaban a una puta con la que podrían entretenerse aquella última hora de guardia. Rieron. Rieron con carcajadas grandes. El oficial volvió a coger a la mujer, esta vez de un brazo, y la obligó a bajar de un salto. La joven era hermosa, alta, delgada, y rubia allí donde el tinte no se había apropiado del color del pelo y se la veía, o eso pensaron los pretorianos, atemorizada. Sería una presa fácil.
—No se puede salir de la ciudad a estas horas y menos una zorra como tú —dijo el oficial escupiendo saliva en el rostro de la joven mientras hablaba y aprovechaba su proximidad para olerla como un lobo en celo.
El pretoriano miró a su alrededor. No se veía a nadie que no fuera el resto de la unidad de guardia imperial. La gente sabía que lo mejor era encerrarse en sus casas hasta que las cosas se tranquilizaran, si es que alguna vez volvía un cierto sosiego a la ciudad. Aquella ausencia de testigos satisfizo al oficial. Lo harían allí mismo, a los pies del carro. Ya no le interesaba ni quién era aquella mujer, ni de dónde venía ni adonde iba. Estaba marcada con el tinte de las mujeres públicas e iba a yacer él primero con ella y luego el resto de sus soldados si lo deseaban. Eso le haría popular entre ellos, y aquellos días era importante ser popular entre el mayor número de pretorianos posible. Eso era lo que sostenía a Norbano y a Casperio al mando de los castra praetoria, y aquel oficial había tomado buena nota de ello.
—Desnúdate, zorra —dijo sin levantar la voz. No sintió la necesidad de asustar más a aquella puta. Tampoco tenían por qué matarla. Si sobrevivía a yacer con todos ellos unas cuantas veces la dejaría marchar, pero había que empezar con el asunto pronto, antes de que llegara el relevo—. ¡Vamos, vamos, vamos!
La joven, temblorosa, empezó a quitarse la túnica. Los seis pretorianos se arremolinaron a su alrededor al tiempo que se acercaban, curiosos por lo que estaba pasando, el resto de centinelas que se encontraban más alejados. Nadie se molestó en mirar debajo de las mantas del carro o en volver a prestarles atención. Los pretorianos sólo tenían ojos para el cuerpo medio desnudo de aquella joven. Se lo iban a pasar bien, muy bien… Las mantas se movieron despacio. Marcio asomó los ojos por encima de la madera del lateral del carro. Alana estaba rodeada por los pretorianos y uno de ellos, el oficial al mando parecía ser, estaba palpando uno de sus pechos. Marcio se puso en pie en lo alto del carro y asestó tres golpes mortales a tres cabezas antes de que nadie se diera cuenta de lo que estaba pasando. Tres golpes rápidos y certeros, como cuando de niño arremetió contra los vitelianos. Sólo que ahora eran golpes forjados por duros años de adiestramiento en el mejor colegio de gladiadores del mundo. Los golpes del mirmillo fueron respaldados por tres ladridos graves y profundos, casi rugidos, de Cachorro. El samnita, a su vez, saltó del carro, pero en lugar de ir a por los pretorianos aprovechó la confusión para salir corriendo en dirección a la Via Flaminia. Marcio sólo pudo mirarlo de reojo. Eso no era parte del plan. Estaba claro que el samnita tenía ahora ideas propias. El oficial de los pretorianos rápidamente comprendió que habían sido objeto de una argucia para confundirles y, al fin, reaccionó. Dejó de tocar a la prostituta y aulló órdenes con energía. Alana, por su parte, había retrocedido hasta situarse justo encima de los cadáveres de los tres pretorianos heridos de muerte por Marcio.
—¡Detened al que va hacia la Via Flaminial ¡El resto, conmigo! ¡Los quiero vivos, los quiero vivos! —vociferaba el pretoriano al mando.
Norbano había insistido mucho en ese punto: quería a los gladiadores vivos. Eso dificultaba algo las cosas, pero no demasiado. Eran dieciocho… bueno, quince pretorianos contra dos gladiadores. Era cosa hecha, pero en ese momento la mujer desenvainó una espada que tenía oculta en su espalda y, como fuera que los pretorianos se habían centrado en atacar a Marcio, la joven acertó a herir a uno, dos, tres pretorianos que cayeron malheridos al suelo. El samnita, no obstante, corrió peor suerte. Media docena de pretorianos se echaron sobre él y pronto le rodearon; en la lucha, el gladiador consiguió matar a uno de los guardias imperiales, y resistió y forcejeaba constantemente hasta que uno de los pretorianos le hirió en un brazo. Seguía luchando y el pretoriano volvió a atacar para herirle de nuevo, pero, como el samnita cambió de posición en uno de sus forcejeos, la espada del pretoriano se clavó no en el brazo sino en el pecho del gladiador. Aunque el pretoriano intentó detener en ese momento el impulso de su ataque, todo fue en vano y la espada partió el corazón de aquel maldito gladiador. El samnita se quedó con los ojos en blanco, mirando hacia ningún sitio y dejó de luchar. El pretoriano, petrificado, miró su espada. Sus compañeros lo miraban también, inmóviles. Había matado a uno de los gladiadores contraviniendo las órdenes recibidas. Eso no iba a gustarle a sus jefes. Norbano en particular había insistido en que el que hiciera semejante cosa se las vería con él en persona. El pretoriano que acababa de matar al samnita tragaba saliva y miraba a sus compañeros negando con la cabeza.
—No habéis visto nada… no habéis visto nada… —les dijo, pero sus compañeros guardaban silencio; el pretoriano comprendió que estaba perdido y echó a correr hacia la oscuridad que rodeaba ya las murallas de Roma.
Sus compañeros de la guardia imperial dudaban entre ir a por aquel cobarde o quedarse para luchar contra Marcio. Los gritos del oficial al mando les sacaron de dudas.
—¡A mí la guardia! ¡Por Marte, rodeadle! ¡Rodeadle!
Marcio, en su brutal lucha contra una enorme maraña de enemigos, se ha alejado unos pasos del carro. Lleva su gran escudo de mirmillo y con él se protege de los innumerables golpes de sus enemigos, pero se ve obligado a retroceder, tiene que retroceder más y más, son demasiados; todo el plan se viene abajo. Si el samnita hubiera cumplido y se hubiera quedado a luchar, quizá juntos… otro golpe y otro más y un paso más hacia atrás, alejándose del carro. Alana debería marcharse si puede, debería marcharse.
Alana ha herido a otro pretoriano y se ha refugiado en lo alto del carro. Los pretorianos han decidido no hacer demasiado caso a la mujer y se han concentrado en Marcio, que es el que les da miedo. Dejan sólo a dos hombres con ella. Además las órdenes se referían a los gladiadores. Había que detener gladiadores; no se decía nada de mujeres. Ya se ocuparían de ella cuando hubieran acabado la lucha y tuvieran a aquel maldito mirmillo reducido.
Alana se percató de que la dejaban sola con dos pretorianos y ya había herido a uno. En ese momento se acercaba el otro blandiendo su gladio amenazadoramente. Y sonreía, el muy miserable sonreía.
—De acuerdo —decía el pretoriano—, de acuerdo: sabes luchar. Se acabaron las sorpresas, zorra. Ahora es entre tú y yo. Queríamos pasárnoslo bien contigo, pero ahora te mataré. La orden de los jefes del pretorio no habla de ti, así que a ti te podemos matar sin problemas.
Alana se quedó quieta sobre el carro. Sostenía su espada con las dos manos, el pretoriano se acercaba; la muchacha dejó caer entonces el arma y la sonrisa del pretoriano se agrandó.
—Haces bien, haces bien; si te entregas puede que aún respetemos tu miserable vida —dijo el pretoriano.
Alana se llevó la mano a la espalda, sacó una daga con la velocidad del rayo y, antes de que el pretoriano pudiera reaccionar, éste sintió que la frente le estallaba. Lo último que vieron sus ojos fue la empuñadura de aquella daga temblando nerviosa por su filo clavado en su propio cráneo. Cayó de espaldas. Alana ya no miraba atrás. Cortó las cuerdas que sujetaban uno de los caballos, subió a él con la destreza de las amazonas del norte y apretó con los talones a la bestia. «Si tienes oportunidad, no lo dudes y escapa.» Eso le había dicho Marcio. «Corre y escapa», había insistido él con una intensidad que la conmovió. El animal relinchó y penetró al galope el vientre espeso de la noche que envolvía la ciudad. Sobre su lomo una amazona se alejaba de Roma llorando de pena y rabia y dolor.
Marcio luchaba como un valiente, pero estaba solo y los enemigos eran demasiados, ¿seis, siete, ocho? Ni siquiera podía calcularlo. Daba pasos hacia atrás. Para él todo estaba perdido. Le parecía haber visto que Alana escapaba; era lo pactado si las cosas se ponían mal. Era lo que habían hablado entre ellos. Le gustó que la muchacha, ella al menos, cumpliera con el plan. Marcio no temía la muerte. No la suya. De hecho, desde lo de Atilio, la muerte la esperaba como quien espera encontrar alivio en el momento de dejar de existir, pero ahora, no entendía bien por qué, más golpes y más pasos atrás, ahora lo lamentaba, lo lamentaba de verdad, y se dio cuenta de que, por algún motivo que no acertaba aún a desentrañar, quería seguir allí, en ese maldito mundo, para poder estar más tiempo, un poco más, con aquella extraña amazona del norte. Pero todo estaba ya perdido. Cayó de rodillas y le hirieron en un brazo, se revolvió y consiguió ahuyentarlos al alzarse de golpe y herir él a su vez a otro de los pretorianos. No había ya nada que hacer. Vio entonces aquellos ojos oscuros brillando en la noche de forma enigmática. Nunca supo lo que pensaba aquel animal. Nunca lo supo. Un golpe más. Fue entonces cuando gritó su nombre, con la brutalidad de la bestia herida que era.
El amo le llamó. No lo hacía nunca cuando luchaba y por eso tardó unos instantes en responder a aquella llamada. El siempre esperaba sentado a que el amo volviera de matar a sus enemigos. Y siempre los mataba y siempre volvía, pero aquella noche había más hombres con hierros punzantes alrededor del amo que nunca. Y Cachorro perdió de vista al amo. Sólo veía a aquellos guerreros envolviéndole y atacando. El amo no estaba, había caído al suelo. Fue entonces cuando oyó su nombre alto y claro emitido desde la garganta del amo. «¡Cachorro!» Alto y fuerte, como nunca le había llamado el amo antes, y Cachorro, superada su confusión inicial, saltó del carro como una fiera del circo, como había visto que hacían los leones tantas veces; pero no necesitaba de lecciones de ataque, no de adiestramiento. No, Cachorro no lo necesitaba. Lo llevaba dentro de él, en su sangre. El no lo sabía, nadie lo sabía, pero era descendiente de perros de lucha traídos a Roma desde hacía años. Generaciones de perros llamados molossus que habían sobrevivido durante años atacando y matando. Mastines inmensos fieros, temibles y, por encima de todo, leales hasta la muerte. Perdido en el corazón de Roma, abandonado por todos, sólo el amo le había acogido y cuidado y ahora caía, caía y le atacaban. Cachorro desgarró piel humana con la fiereza de una bestia del Hades, era como si el gran Cancerbero de tres cabezas hubiera emergido desde las profundidades del reino de los muertos. Las mandíbulas de Cachorro se cerraban y se abrían a una velocidad demasiado elevada como para que sus víctimas pudieran responder. Y éstas lo intentaban, pero aquellos hombres de hierros punzantes eran demasiado lentos para él. Torpes y lentos. Los hierros afilados empezaron, por fin, a volar alrededor de Cachorro. Intentaban cazarle, como habían hecho con el amo, pero él no se dejaba. Mordía, lanzaba dentelladas descomunales que lo desgarraban todo a su paso. Sólo las planchas de hierro que a veces encontraba entre sus dientes impedían que desgarrara más carne humana, pero si mordía en hierro no desfallecía, sino que soltaba y buscaba un nuevo lugar donde arrancar carne y lo conseguía. Pronto todo Cachorro estaba cubierto de sangre, mucha sangre, y la olía y el olor penetrante de aquel líquido le enardecía aún más. Vio entonces que el amo se levantaba. No estaba vencido, no lo estaba. El amo volvía a luchar. Por primera vez luchaba junto a su amo y se sintió bien y fuerte y feliz. Los enemigos retrocedían, daban pasos hacia atrás. Lo pisaban mientras avanzaban. El seguía a su amo cuando vio aquel hierro que se acercaba al amo por la espalda. Cachorro giró sobre sí mismo, dio un respingo que sólo un animal cuadrúpedo es capaz de dar y desgarró el brazo que blandía aquel hierro punzante contra la espalda del amo. Consiguió su objetivo, lo consiguió, pero entonces sintió que le faltaba el aire, luego llegó el dolor, casi a la vez, pero primero notó lo del aire. Cayó al suelo. De pronto estaba débil y las patas no le respondían. Olía una sangre distinta a la de los hombres y, al fin, comprendió que le habían herido. Era por debajo, por el vientre y dolía mucho; el amo se alejaba, se alejaba. Cachorro cerró los ojos y dejó de caminar. Sintió entonces que lo cogían, pero él ya no tenía fuerzas para morder. No entendía cómo de pronto no tenía fuerzas. Un olor agradable le envolvía. Era el amo.
Marcio caminaba lentamente. Cojeaba de la pierna izquierda, sentía todo el cuerpo dolorido y magullado como no lo había tenido nunca y sabía que tenía varias heridas y cortes por todas partes, pero no si alguna de esas heridas era mortal. Avanzaba despacio con Cachorro en brazos. En aquel puesto de guardia quedaban dieciocho pretorianos entre muertos y gravemente heridos, un mar de sangre y muerte, pero se habían abierto paso el samnita, la gladiatrix, Cachorro y él mismo, un mirmillo de la arena, lo habían conseguido; el samnita estaba muerto, Marcio herido y el perro apenas respiraba, pero habían cruzado aquel último punto de vigilancia de la guardia pretoriana. Marcio caminaba con el perro en sus brazos. El animal lo miraba como si estuviera a punto de hablar, pero sólo jadeaba, sólo jadeaba. Marcio intentaba alejarse lo máximo posible de la ciudad, pero las fuerzas le fallaban. Había sido un gran combate, una lucha en la que había abatido a más oponentes que nunca. Más incluso que en el palacio imperial. Eso pensaba, aunque no estaba seguro. Pero no estaba para cálculos. Cayó de rodillas y echó un resoplido como el caballo que cae exhausto. Cachorro le pesaba demasiado. Lo dejó en el suelo. Debía dejarlo allí y seguir andando, pero Marcio se resistía a dejar a aquel perro malherido en medio de aquel camino. No merecía aquello después de lo que había hecho. No lo merecía. Quiso levantarse pero no podía, era una lástima. Había estado tan cerca de conseguirlo. Tan cerca. Pronto llegarían más pretorianos y saldrían en su busca. Siempre había más pretorianos. A pie y malherido no tenía ya ninguna posibilidad. Al menos, en medio de toda aquella locura, había conseguido vengar a Atilio. El miserable de aquel emperador cruel que llamaron Domiciano, aquel maldito estaba muerto y mil veces muerto, como había dicho la emperatriz de Roma. Marcio apoyó una mano en el suelo. Sintió que él mismo empezaba a jadear, como había hecho Cachorro hacía tan sólo unos instantes. Sonrió de forma triste. No le pareció mal. No, no estaba mal morir junto con Cachorro. No podía pensar en un mejor compañero para viajar, por fin, de una vez por todas, al Hades. ¿Se reencontraría con Atilio? Apoyó una segunda mano en el suelo y empezó a dejarse caer lentamente. Fue así, poco a poco, como quedó boca arriba, mirando el cielo negro que cubría Roma. Estaba lleno de estrellas. Sentía a su lado a Cacharro, que aún respiraba tímidamente, y gemía, el animal gemía. Debía de sentir mucho dolor: tenía todo el vientre abierto. Marcio, tumbado, se volvió hacia el animal y empezó a acariciarle la cabeza. Cachorro dejó de gemir y le lamió la mano.
—Todo se acaba, muchacho, todo se acaba —le dijo Marcio—; incluso la protección de Némesis, hasta eso se nos termina, muchacho.
Se detuvo para inhalar aire; Marcio sintió entonces, en el silencio de la noche oscura, que el perro dejaba de respirar por completo.
—Has luchado bien, Cacharro, lo has hecho mejor que nadie, mejor que ninguno de nosotros. Mejor que nadie.
Marcio se acordó entonces de Alana y se sintió, por un breve momento, feliz. Feliz de que alguien escapara de todo aquello. La huida de la gladiatrix era lo único que daba sentido a la muerte de Cachorro, a su propia muerte. La muchacha traída del norte podría intentar regresar allí donde pertenecía. Era mejor así. El allí, muerto a los pies de la ciudad de Roma. De pronto se dio cuenta de algo que le pareció gracioso: aunque sólo se había alejado unos cientos de pasos de la ciudad de Roma, nunca había estado tan lejos de ella, nunca. Nacido en las entrañas de la ciudad, superviviente a las guerras civiles, a la arena del anfiteatro y las conjuras imperiales, caía, por fin, a tan sólo unos centenares de pasos de la gran ciudad. No era un gran viajero. Le vino una sonrisa más. Una última sonrisa. Miró al cielo negro. Miles de estrellas. Cerró los ojos.
—Levántate —dijo una voz. Marcio no reaccionó. Pensaba que soñaba, que era un lémur el que hablaba. Un lémur con voz de mujer.
—Maldita sea, por Perún. Levántate, Marcio, levántate.
El espíritu lo agarró por el brazo y tiró de él. Marcio abrió los ojos. Vio el majestuoso pelo largo y rubio de Alana. La muchacha miraba hacia la ciudad. Se volvió a mirarle de nuevo con aquellos ojos azules que le cautivaron desde un principio.
—Levántate —volvió a decir la muchacha.
—Estoy mal —dijo Marcio por toda respuesta sin hacer intento alguno por levantarse. Pero Alana no era ni dócil ni fácil de persuadir. Nunca lo fue antes y no lo iba ser ahora.
—Estás herido, eso es todo. Los gladiadores siempre estamos heridos. Me lo enseñaste tú, así que ahora, maldita sea —Alana le pegó un puñetazo en el pecho a la vez que rompía a llorar—, ¡levántate o te juro que te mato yo misma con mi espada! Los pretorianos vendrán pronto.
Marcio, aunque sólo fuera por no recibir otro puñetazo, se incorporó hasta sentarse. Estaba algo mareado y débil, pero se miró las heridas. Había dejado de sangrar. No parecían tan graves. Quizá estaba agotado por el combate y por la tensión y por la muerte de Cachorro y porque estaba exhausto de luchar, de pensar en cómo seguir sobreviviendo un día más, una hora más, un instante más, pero Alana era joven y resuelta y no parecía tener todas esas preocupaciones. La veía allí, con su mirada felina oteando las sombras que empezaban a moverse en el desbaratado puesto de control de la Via Flaminia de Roma y sólo veía a una guerrera despierta, atenta, preparada. Se veía a él cuando Atilio aún vivía. La muchacha le ayudó a ponerse en pie.
—No llegaremos lejos —dijo Marcio.
—Llegaremos muy lejos —respondió ella—. Vamos, anda. —Le empujó—. Tengo el caballo allí mismo. —Señaló entre las sombras, donde Marcio observó los ojos del animal que debía de estar atado a algún árbol del camino—. Puede llevarnos a los dos lejos de aquí. Luego ya veremos.
Marcio empezó, por fin, a caminar. Se había quedado sin argumentos con los que seguir discutiendo con Alana. Recordó a Cachorro y se volvió a mirarlo.
—No podemos dejarlo ahí —dijo Marcio. Alana se volvió hacia la ciudad. Cada vez había más sombras. No tardarían en organizar una salida.
—No hay tiempo, Marcio. Cachorro ha muerto por ti… —dudó un momento pero lo dijo—, por nosotros. No puedes dejar que su muerte quede sin sentido. Cachorro te ha comprado una nueva vida. Aprovéchala.
Aún algo a regañadientes, Alana consiguió que Marcio montara sobre el caballo. Ella era mucho mejor jinete, pero dejó que él fuera delante para que el mayor peso de Marcio fuera sobre el centro del lomo del animal. Ella, ligera, ágil, se abrazó a Marcio por detrás, azuzó al animal con sus talones y el caballo empezó a trotar primero y a galopar después. Marcio sintió entonces el viento frío de la noche sobre su rostro y el calor palpitante del cuerpo de Alana abrazado a su espalda.