EL ODIO SUMERGIDO

Roma, mayo de 96 d. C.

Tras aquella entrevista, Partenio encargó los espejos al tiempo que aceleraba los preparativos de su plan. Para ello, convocó al curator de las alcantarillas de Roma.

Partenio observó al curator con detenimiento en cuanto éste entró en el pequeño tablinium donde el consejero despachaba informes. El curator era tan viejo como él, sólo que el responsable de las cloacas de la ciudad tenía una amargura especial en su mirada. La pérdida de un hijo debía de ser algo horrible, una cicatriz incurable, una herida cuyo dolor no desaparecería nunca. Ese dolor le interesaba a Partenio.

—¿Sabes por qué te he llamado? —preguntó el consejero del emperador.

El curator se encogió levemente de hombros y negó con la cabeza sin decir nada. A Partenio le llamó la atención que ni tan siquiera se esforzara en mostrar más respeto. Estaba de vuelta de todo. Nada parecía importar ya mucho a aquel hombre, ni siquiera poner su vida en peligro con un desplante a un consejero imperial. Partenio estaba satisfecho, pero no lo mostró en el tono solemne de sus palabras.

—En el pasado planteaste quejas sobre el transporte de las grandes piedras del anfiteatro Flavio por las avenidas bajo las cuales transcurren las mayores cloacas de Roma y, en su momento, yo te escuché e intercedí ante el emperador Vespasiano. Creo que entonces se consiguió reducir un poco la incidencia de la gran obra en los ríos subterráneos de la ciudad, pero luego, con la ampliación del anfiteatro Flavio decretada por el emperador Domiciano, Dominus et Deus, los derrumbamientos en las cloacas se reprodujeron y volviste a presentar quejas. En esa ocasión yo me encontraba en Alba Longa por orden imperial y creo que no se atendieron tus reclamaciones de la forma debida.

Como fuera que el curator permanecía obstinadamente en silencio, Partenio extrajo de un cesto de debajo de la mesa tras la que estaba sentado un viejo papiro y lo extendió sobre la superficie plana de su escritorio.

—En tu informe decías que tu hijo murió en uno de esos derrumbamientos.

El curator, como había esperado Partenio, reaccionó a la mención de su hijo muerto: levantó la mirada y clavó sus ojos en aquel viejo papiro al tiempo que apretaba los dientes. El consejero prosiguió con seguridad, persuadido de que ahora el curator le escuchaba con toda la atención posible, entre la rabia, el asco y el odio, pero con atención.

—Siento la pérdida de tu hijo: fue un accidente absurdo e innecesario que podría haberse evitado. —El consejero calló un instante durante el que el curator asintió una vez, muy despacio pero con claridad: había llegado el momento de ir al grano—. ¿A quién consideras responsable de la muerte de tu hijo, curator? —preguntó, pero sólo encontró un nuevo silencio como toda respuesta—. ¿A mí, que intenté ayudar en el pasado para organizar los transportes de forma que no se dañaran las cloacas y sus muros y techos angostos, o al emperador Domiciano, Dominus et Deus del mundo, que impuso unos plazos prácticamente imposibles al nuevo arquitecto, forzando a todos a ejecutar las obras sin tener en cuenta nada que no fuera culminar el proyecto en el plazo marcado? ¿Quién crees que es responsable de la muerte de tu hijo? ¿La diosa Fortuna, acaso? ¿Quizá algún otro dios?

Partenio miraba de frente al viejo funcionario que tenía ante él. Decenas de años de servicio silencioso bajo diferentes emperadores, una vida dedicada a velar por uno de los sistemas más vitales de la ciudad, pero que a la vez era de los más ignorados por todos; un viejo servidor de Roma que, a espaldas de ésta, había perdido a su propio hijo en aquel servicio oscuro, oculto, olvidado. Por fin, los labios del curator se desplegaron y en su respuesta Partenio comprendió que ser acusado de traición era la última de las preocupaciones de aquel hombre amargado.

—Domiciano —dijo y lo pronunció como si fuera un juez dictando sentencia.

Partenio asintió lentamente mientras se reclinaba hacia atrás en su solium. Dejó pasar unos momentos antes de hacer una nueva pregunta. El curator, por su parte, estaba convencido de que aquel consejero iba a llamar a la guardia pretoriana para encarcelarlo. Ya le había extrañado que aquella carta que escribiera hacía ya varios años no hubiera tenido ningún efecto sobre su persona, especialmente cuando el emperador había matado a tantos otros por insinuaciones más nimias que la que se apuntaba en aquel viejo informe, pero al curator ya no le importaba nada. Morir sería un alivio. Un alivio deseado hacía largo tiempo. Sin embargo, el consejero le confundió con una pregunta inesperada.

—¿Cómo te llamas, curator?

A Partenio le gustaba saber el nombre de aquellos con los que iba a caminar hacia la muerte.

—Postumo, mi nombre es Postumo —respondió el curator. Nunca antes le habían preguntado su nombre. Partenio asintió. Le pareció lógico: postumus, el último, o post humus, el que nace después de que se echa humus, es decir, tierra, sobre el cadáver del padre muerto. Postumus. Encajaba bien. A Partenio le pareció una señal de los dioses.

—¿Hasta dónde llega tu rencor, Postumo? —Y como no contestaba, el consejero repitió la pregunta sin variar su tono de voz, con serenidad, con paciencia—: ¿Hasta dónde llega tu rencor?

Y el curator, sin contenerse un instante más, dio un largo paso al frente y se inclinó sobre la mesa al responder.

—Mi rencor no tiene límites. Lo alimenta cada día que sobrevivo a mi hijo; es un rencor que crece y es incontenible y lo acaracio y lo cuido cada día y cada noche porque no vivo para nada más que para guardar rencor y odio y rabia eterna a una dinastía que sólo ha hecho que destrozar todo el trabajo de todos los que me precedieron en el cargo de curator y que, al final, por un divertimento donde mueren miles y miles de hombres y mujeres y bestias y niños cada año, ha conducido a mi propio hijo a la muerte. Así que sí, consejero, mi rencor es infinito e inabarcable.

Despacio, volvió a erguirse y a dar un paso hacia atrás, esperando su sentencia.

Partenio se levantó entonces, rodeó la mesa, tomó la carta que antaño escribiera el curator y, para sorpresa de este último, la acercó a la llama de una lámpara de aceite y la mantuvo allí hasta que prendió y empezó a desintegrarse envuelta en aquel humo que consumía palabras escritas con rabia eterna. Acto seguido se acercó al curator, que no dejaba de mirarle con perplejidad, y le habló al oído.

—Postumo, es hora de que tu rencor emerja de las profundidades de Roma.

Los asesinos del emperador
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