EL BANQUETE DEL EMPERADOR VESPASIANO

Domus Aurea, Roma

Mayo de 70 d. C.

Domiciano, como había imaginado, estaba aburrido en grado sumo. Las jóvenes patricias que le miraban con interés eran o bien muy feas o gordas o tan insípidas como aquella salsa que habían empleado para la carne. Decididamente echaba de menos a las meretrices que le habían prometido en el gran prostíbulo, aunque, si la velada terminaba temprano, quizá aún pudiera hacer una escapada y compensar aquella deleznable cena con la compañía de alguna de esas prostitutas griegas de las que tanto le habían hablado. Fue en ese momento cuando hicieron su entrada Lucio Elio Lamia y su esposa y los ojos del hijo menor del emperador capturaron en su retina la hermosa silueta de Domicia.

El joven Flavio dejó de comer y de beber y se dedicó durante unos instantes a contemplar con atención la figura de aquella hermosa patricia que se movía con la gracilidad de quien es elegante por naturaleza, incluso aunque no quiera aparentarlo. La joven y su esposo se sentaron algo demasiado lejos para su gusto, pero Domiciano aún podía verla, algo sonrojada por el calor que se había apoderado de la gran sala a causa de lo atestado que se encontraba aquel atrio al que habían llegado ya todos los invitados al banquete. Domiciano se giró y encontró a quien buscaba con rapidez, allí, de pie, callado: al veterano liberto Partenio, consejero del antiguo Nerón, apartado del poder durante los reinados de Galba, Otón y Vitelio, y recuperado como consejero por Vespasiano. A Domiciano no le gustaba Partenio, pero ahora que necesitaba saber quién era aquella mujer le pareció que el liberto podría ser la mejor fuente de información. Era una forma como otra cualquiera de comprobar la utilidad de aquel hombrecillo delgado y sigiloso. Domiciano le hizo una señal con los dedos de su mano derecha, Partenio se acercó y se agachó para que el hijo del emperador, un nuevo César, pudiera preguntarle al oído y preservar así la privacidad de sus palabras.

—¿Quién es la joven patricia que acaba de entrar acompañada por ese hombre?

Intentando disimular, lo suficiente para que su padre no se diera cuenta de nada, pero insuficiente para que Antonia Cenis no se percatara del interés de Domiciano en la joven recién llegada, el hijo menor del emperador miró en dirección a Lucio Elio Lamia. Partenio levantó los ojos ligeramente, sin apartarse de Domiciano.

—Es Domicia Longina, César —respondió Partenio. Como Domiciano no parecía satisfecho, completó su informe con más detalles—: Es la hija de Corbulón, el gran general que contuvo a los germanos en numerosas ocasiones y que luego conquistaría la ciudad de Artaxata, la capital de Armenia, que fortificara el propio Aníbal en el pasado, o eso aseguran. El padre de la joven también consiguió una gran victoria sobre los partos, pero su fama fue excesiva y Nerón le ordenó que se suicidara a cambio de preservar a su esposa y a sus hijas de todo mal. Se acaba de casar con Lucio Elio Lamia Emiliano, un patricio de buena familia pero sin ningún servicio relevante para el Imperio, al menos de momento, César. —Como el interés de Domiciano por la joven era evidente, Partenio decidió apuntarse una pequeña victoria y añadió más información—. La joven Domicia está emparentada por vía de su madre, Casia Longina, con el mismísimo divino Augusto.

Domiciano sacudió su mano derecha un par de veces indicando a Partenio que se apartara. Ya sabía suficiente. La hija del general Corbulón. Aquéllas eran magníficas noticias para lo que su mente estaba tramando. Su padre había hecho bien en recuperar a ese liberto como consejero; sin duda, Partenio era buen conocedor de todo lo que había corrido en Roma en los últimos años. Domicia Longina, descendiente del mismísimo Augusto. Le gustaba aquella ascendencia que todos en Roma anhelaban tener pero que muy pocos realmente poseían; y le gustaba el nombre y el rostro y los labios y las manos que se adivinaban suaves y aquella piel blanca y la frente estrecha y los rizos que colgaban sobre los ojos negros de mirada curiosa. Sólo había un problema: estaba casada. Domiciano se sintió especialmente furioso. Si su padre no fuera como era, aquello no sería problema alguno, pero estaba tan obsesionado por parecer recto, seguidor de las leyes y las tradiciones, que el hecho de que aquella hermosura estuviera casada resultaba un gravísimo problema para sus ansias. Intentaba imaginar una solución, pero no se le ocurría nada. El vino le había embotado la cabeza, pero tenía la triste intuición de que incluso después de la borrachera aquella horrible sensación de impotencia seguiría con él.

Antonia Cenis observaba de reojo a Domiciano, que, como cualquier otro hombre, era transparente. La concubina del emperador tuvo claro al instante que el hijo menor de Vespasiano no pararía hasta hacerse con aquella joven que acababa de entrar. Si ella le ayudaba aquello podría contribuir a que Domiciano no la mirara con tan malos ojos como hacía hasta ahora. Antonia sabía que su posición en palacio era débil: sin que Vespasiano se decidiera a casarse formalmente, ella carecía de una posición lo suficientemente fuerte como para protegerse de la ira de cualquiera de los dos hijos del emperador si éstos se enemistaban de forma abierta contra ella. Tito, el hijo mayor, no le preocupaba. Era un guerrero, al modo de los legendarios Británico o Germánico. Era, a su modo, noble, aunque seguramente sería infiel una y mil veces, pero no estaría predispuesto a cometer mil injusticias para conseguir su capricho. Domiciano era otro asunto, otro carácter, más retorcido, más rencoroso. Lo había leído en su mirada hostil decenas de veces. Antonia llevaba meses buscando una oportunidad para congraciarse con el hijo menor del emperador y esa oportunidad, en forma de hermosa patricia, estaba cenando esa noche en palacio. Antonia miró a Partenio y éste, en respuesta a un gesto de ella, se acercó como había hecho antes con Domiciano.

—Al hijo del emperador —dijo Antonia, que se resistía a referirse a Domiciano con el título de César— le interesa Domicia Longina, ¿no es así?

Partenio, aunque tenía claro que así era, se mostró cauto ante la pregunta de Antonia Cenis, pues por experiencia en palacio sabía que no era inteligente meterse en las disputas y maquinaciones de los diferentes miembros de una familia imperial.

—No sabría decir…

—Pero ha preguntado por ella, ¿verdad? —insistió Antonia. Partenio se limitó a asentir una vez—. Bien —continuó—, dile al joven Domiciano al final de la cena que esa mujer, si así lo desea, puede ser suya… con mi ayuda.

Partenio volvió a asentir y dio dos pasos hacia atrás para situarse de nuevo tras el emperador. El consejero no estaba seguro de que aquella cena hubiera sido buena idea. Ya había visto en el pasado, con Nerón, grandes males que empezaron así, con una pequeña maquinación. Una pequeña traición al principio puede parecer insignificante, pero siempre termina desatando feroces consecuencias.

Domicia Longina se acostó junto a su marido y posó su pequeña cabeza sobre el pecho de éste. Lucio Elio dormía y roncaba. Domicia sabía que su esposo había bebido demasiado, así que aquella sería una noche tranquila en cuanto a sexo. Lo lamentó porque le gustaba su esposo, porque se sentía llena de vida y quería compartirlo con su marido, pero tendría que esperar al nuevo día. La vida parecía, por fin, después de la terrible tragedia del forzado suicidio de su padre, volver a trazar un camino con algo de felicidad ante sus ojos. Había un nuevo emperador en Roma y su marido parecía estar entre los elegidos de la nueva familia imperial. Las cosas sólo podían ir a mejor.

Los asesinos del emperador
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