UN BANQUETE EN HONOR DEL EMPERADOR NERÓN
NERO
Tarraco, Hispania, 63 d. C.
Trajano padre, junto con su hijo de once años y una decena de diferentes autoridades de Itálica, habían acudido a Tarraco prestos a responder con su presencia a la invitación que el nuevo gobernador de la Tarraconensis, Servio Sulpicio Galba, había cursado a todos los municipios de Hispania. La comitiva había llegado hasta las afueras de Tarraco, donde se acumulaba una multitud de carros y caballos que hacían cola para entrar de forma ordenada en la ciudad.
—Está claro que todo el mundo ha querido venir —dijo Trajano padre a sus amigos.
—¿Y por qué, padre? —El pequeño Trajano no tenía claro por qué habían tenido que salir a toda prisa de casa y pasar varios días de viaje en tortuosas calzadas simplemente porque el gobernador de otra provincia que no era la suya les hubiera invitado a una cena. Su padre lo miró, le acarició el pelo de la cabeza con la palma de la mano y, admirado por su ingenuidad, lo puso en antecedentes.
—Hispania, hijo, está dividida en tres provincias: la Baetica, en el sur, Lusitania en el suroeste y la gran Tarraconensis, que abarca desde el Mediterráneo hasta las lejanas regiones mineras noroccidentales, y es el gobernador de esta última el que está por encima de nuestro gobernador o el de la Lusitania, que sólo tienen grado de pretor. Sulpicio Galba tiene grado consular, hijo, y, quizá aún más importante, él, como gobernador de la Tarraconensis, posee el mando efectivo sobre la legión VI Victrix Gemina, la única unidad militar presente en toda Hispania. Así que si el gobernador de la Tarraconensis se ha decidido a dar un gran banquete en honor del emperador Nerón y ha invitado a todas las autoridades municipales de Hispania, hemos de venir, hijo —y mirando hacia la cola de carros que empezaba a avanzar en dirección a las puertas de la ciudad, con aire distraído, repitió varias veces la última frase—; hemos de venir, hemos de venir.
El pequeño tenía claro que para su padre —y a lo que se veía por el amplio número de otros funcionarios municipales que les habían acompañado, para toda Itálica— parecía esencial estar en aquel banquete.
La ciudad de Tarraco sorprendió por su grandiosidad al joven Trajano. Su Itálica natal sólo poseía un teatro y unas termas como grandes edificios públicos. El resto de la ciudad lo componían pequeñas domus y otras residencias y sólo algunas grandes villas de campo, como la de su padre, en las proximidades de la ciudad. Tarraco, la vieja ciudad de los Escipiones, por el contrario, emergía ante sus ojos como una enorme mole de edificios que llenaban de admiración la influenciable mente de aquel muchacho hispano. La comitiva de Itálica se había visto obligada a dejar sus carros en el exterior, pues las calles de la ciudad no podían acoger a tantos transportes como querían entrar, y Trajano caminaba ahora despacio, en medio del hervidero de gentes de aquel inmenso puerto marítimo junto al Mediterráneo en el occidente del Imperio romano, lo que le permitía apreciar la arquitectura de cada una de aquellas imponentes edificaciones públicas: las vetustas pero fuertes murallas de la ciudad con sus torres, el venerado templo de Augusto, construido a la muerte del divino emperador, y el inmenso teatro. También había un gran acueducto al norte de la ciudad, pero como habían entrado por el sur no habían podido admirarlo. Tarraco, no obstante, aún no disponía de circo ni anfiteatro, pero nadie en Hispania dudaba de que más tarde o más temprano contaría con edificios donde albergar todo tipo de ludi circenses con carreras de cuadrigas y muñera con gladiadores de todo el mundo.
—¿Y por qué se ha decidido el gobernador de Tarraco a dar este banquete en honor del emperador ahora? —inquirió de nuevo Trajano hijo, algo aburrido ya de tanto edificio y tanto templo.
—Porque el emperador ha conseguido no sólo apaciguar por fin la rebelión de Britania, sino terminar también con la guerra con Partia gracias a Corbulón, que sustituyó al inútil de Lucio Caesenio Paeto. Un gran legatus augusti, Cneo Domicio Corbulón; tardaremos en tener otro igual. —Añadió unas palabras en voz baja, pero audibles para su joven hijo—: Esperemos que el emperador no se fije en él demasiado. —Volvió a levantar la voz—. Ahora, hijo, reina la paz en todo el Imperio. Algo nada frecuente.
El joven Trajano sabía además que su propio padre había contribuido a forjar esa paz al servir como legatus al mando de una legión entera en la guerra contra los partos bajo el liderazgo del heroico Cneo Domicio Corbulón, pero su padre siempre era modesto y nunca alardeaba de su impresionante carrera militar ante nadie. Ello no evitaba que fuera el ciudadano más respetado de toda Itálica, además de uno de los más ricos. La boda con su madre había hecho que entre ambos reunieran el millón de sestercios necesario para, según el censo, poder entrar en el Senado de Roma. Su padre era uno de los pocos senadores hispanos.
Llegaron a la posada que debía acoger a los llegados de la Baetica, y en cuanto entraron quedó patente que era del todo insuficiente para albergar a tantos como se habían congregado en Tarraco.
—Han dispuesto unos almacenes en el puerto para los que no cabéis aquí —dijo el posadero a Trajano padre. Este apretó los labios y frunció el ceño. Aquello no empezaba bien. Ya había oído que Galba no era precisamente un derrochador, pero había esperado un alojamiento más digno que unos viejos almacenes y más aún atendiendo a su condición de senador, a su pasado reciente y a sus excelentes servicios prestados en la guerra contra Partía. No obstante, ya intuía, al igual que el resto de acompañantes de Itálica, la forma en la que todos los hispanos iban a ser tratados durante el resto de la jornada. En efecto, el olor a carne podrida y pescado no demasiado fresco de unos almacenes que habían sido vaciados a toda prisa junto a los muelles del puerto confirmó sus peores presagios. Trajano hijo lo miraba todo sin dar crédito a sus ojos. No es que estuviera acostumbrado a vivir en el máximo lujo, ni mucho menos —incluso estaba habituado a dormir al raso cuando salía de caza desde la infancia con su padre—, pero en la villa de Itálica, una vez cruzabas el umbral, todo estaba limpio, ordenado y el aseo se observaba en cada esquina de la casa.
—Sólo es una noche —dijo uno de los acompañantes poniendo la mano sobre el hombro de Trajano padre—. No importa.
Asintió sin decir nada. No estaba decepcionado por el mal aposento que les habían reservado, sino por las implicaciones que aquello conllevaba. Él, como todos los que le acompañaban, como decenas, centenares de autoridades llegadas desde los diferentes puntos de Hispania, anhelaba una mejora en el trato jurídico que recibían de Roma. Su sueño máximo era conseguir la ciudadanía romana para todos los municipios de Hispania, y no sólo para los que habían ostentado algún cargo de gobierno como era su caso, pero aquel trato despectivo no auguraba que el nuevo gobernador estuviera muy predispuesto a favorecerles en su vieja reclamación ante el emperador Nerón. Seguirían proscritos. No importaba lo ricos que llegaran a ser, ni siquiera que entraran en el Senado. Siempre les mirarían de arriba abajo, como ciudadanos de segunda clase. Estaba además el rumor de que Galba, no importaba la fortuna que hubiera atesorado en los últimos años, era, al parecer, un consumado tacaño.
De camino al palacio de Galba, en el centro de la ciudad, Trajano padre compartió sus intuiciones con Rufo, el más veterano de los ciudadanos venidos de Itálica.
—Esto es una pantomima. Galba da una gran fiesta, un gran banquete invitando a todas las ciudades de Hispania en honor al emperador, pero no va a darnos nada; sólo quiere que la magnitud de la celebración llegue a oídos de Nerón y que éste se sienta complacido y tranquilo. —Entonces bajó la voz—. Ya son muchos los que dicen que hay que rebelarse contra Nerón, y Galba, con esta celebración en su honor, intenta que el emperador no sospeche de él. Hemos hecho el viaje en balde.
Rufo le escuchó atento y contestó:
—Quizá aún haya alguna posibilidad; no nos pongamos aún en lo peor. Veamos cómo se nos trata en el banquete. Tú has comandado una legión entera nada menos que bajo Corbulón, el legatus augusti más admirado del Imperio.
—Y también al que más teme Nerón. No, no creo que haber servido con Corbulón sea visto con buenos ojos por Galba —respondió Trajano padre apretando los puños al tiempo que eran recibidos por una pléyade de esclavos en la entrada principal del palacio del gobernador. Miró fijamente al esclavo que parecía el atriense y se presentó como correspondía—: Mi nombre es Marco Ulpio Trajano, senador de Roma, vengo de Itálica y me acompaña mi hijo y otras autoridades de la…
Pero el esclavo, sorprendentemente, le interrumpió, por lo que no sería un esclavo sino algún liberto con rango oficial que actuaría como coordinador de todo aquel banquete.
—De acuerdo. Trajano, tú y tu hijo me podéis acompañar; el resto pueden dirigirse al anfiteatro y disfrutar de los juegos en honor al emperador Nerón.
Dio media vuelta, de forma que los dos Trajanos tuvieron que seguirle con rapidez y quedaron separados de sus amigos, sin poder intercambiar nada más que un breve saludo y un levantamiento de cejas tanto por parte de Trajano padre como por la de Rufo. Trajano padre siguió al liberto tomando de la mano a su hijo para que éste no perdiera el paso mientras su cabeza andaba sumida en una maraña de pensamientos contrapuestos. Por un lado había desprecio al no dejarles presentarse todos uno a uno y un nuevo desprecio al sólo dejar entrar a parte de la comitiva; por otro, era lógico que en palacio sólo pudieran entrar algunos y no todos los que se habían desplazado hasta Tarraco. En ese sentido, el hecho de que el gobernador hubiera dado instrucciones de que él, Marco Ulpio Trajano, senador, y su familia, sí podían entrar, daba algo de esperanza. Quizá aquella larga y sufrida campaña en Partía pudiera al fin dar algún efecto tangible más allá de la gloria militar.
El palacio del gobernador disponía de un amplio peristilo que se había habilitado como comedor y en donde se habían dispuesto decenas de triclinia para albergar al menos a cien o quizá ciento cincuenta personas. Era, sin duda, el mayor banquete que había visto nunca. Miró a su hijo. El muchacho, con los ojos bien abiertos, no dejaba de observarlo todo sin ocultar su admiración por la infinidad de lechos, la exuberancia de las primeras bandejas que empezaban a llegar al peristilo y por el porte impresionante de un Galba reclinado junto a su esposa, con la que se entretenía en lo que parecía una agradable conversación. El liberto les señaló entonces un triclinium y en él se recostaron padre e hijo. No era habitual que un niño comiera con los adultos, pero el liberto ya había detectado la cara de pocos amigos de Trajano padre tras separarlo de sus acompañantes y decidió no decir nada.
—Tengo hambre —dijo el pequeño Trajano.
Su padre sonrió.
—Esperaremos hasta que nos llegue alguna de esas bandejas, hijo —dijo algo más relajado, acariciando la idea de que quizá en la comissatio, una vez concluido el banquete, se permitiera hablar a los que habían acudido allí; entonces tal vez podría plantear su petición de ciudadanía para todos los ciudadanos de los municipios hispanos, una solicitud que sabía que estaría respaldada por decenas de voces de los allí presentes. Sin embargo, no llegaba hasta su lejana esquina ninguna de las hermosas bandejas repletas de suculentos guisos que parecían volar por delante de ellos en una humillante exhibición de poder y lujo no compartido. De hecho, al poco resultó evidente que las bandejas con los mejores manjares, aunque cruzaran por todo el peristilo, sólo llegaban al gobernador y sus más allegados, mientras que otra serie de fuentes con carne seca y pescado hervido sin aliñar tan siquiera con un garum de calidad eran las que sí se distribuían por el resto del improvisado comedor. Cuando Trajano padre probó un bocado, de inmediato supo dónde había ido a parar la carne medio podrida y el pescado viejo de los almacenes en los que se les había alojado. Sin duda, aquello era optimizar recursos. Nunca un banquete de tales dimensiones por el número de invitados habría resultado tan exageradamente barato a un anfitrión. Y no sólo eso, sino que mientras ellos se veían forzados a ingerir aquella carne medio podrida en simples platos de cerámica común, Galba y sus amigos eran servidos en exuberantes platos y bandejas de la mejor Ierra sigillata de toda Hispania, cerámica de lujo ricamente ornamentada con relieves de todo tipo y con un sello al fondo de cada pieza que certificaba la calidad de aquellas vasijas, cuencos, vasos…
—Padre… —empezó el joven Trajano con cara de asco sacándose un trozo de carne seca de la boca.
—Lo sé, hijo —le interrumpió—; no digas nada y no comas. Cuando salgamos de aquí pararemos en una taberna y comeremos como es debido. Ahora limítate a guardar silencio y a observar.
El joven Trajano escupió la carne seca en uno de los sencillos cuencos de barro que les habían proporcionado e intentó seguir el consejo de su padre. Lo hizo satisfactoriamente durante un rato, pero al final le pudo la rabia y, en voz baja, volvió a preguntar.
—¿Por qué nos tratan así, padre?
Trajano padre le miró con cierta sorpresa. Parecía que después de todo su hijo estaba empezando a interesarse por fin sobre cómo estaba organizado el Imperio. Pensaba que el muchacho sólo mostraba curiosidad por la caza y por el ejército. Si sacaban una lección de política de aquella aciaga noche, no se habría perdido todo. Cuanto antes comprendiera el muchacho su posición en el Imperio, mejor.
—Nos tratan así porque para ellos somos romanos de segunda clase, hijo. Y, bueno, porque es un tacaño, porque podría habernos servido, al menos, algo que fuera comestible.
El muchacho parpadeaba mientras pensaba y mientras miraba a todos los invitados que, como ellos, en su mayoría se habían decidido también por apenas probar bocado; pero eso sí, todos guardaban las formas y no se oía una sola queja.
—¿Por haber nacido en Hispania?
Su padre asintió.
—Por haber nacido en Hispania —sentenció con severidad, como si se tratara de un estigma que les acompañaría toda la vida—. Había pensado que quizá esta recepción fuera un acto de acercamiento de Galba hacia todos nosotros, hijo, pero está claro que lo único que quiere es que nos quede claro en qué consideración nos tiene y, en consecuencia, como voz del emperador que es en esta parte del Imperio, en qué consideración nos tiene el propio emperador. Hijo, cuanto antes lo tengas claro, mejor: podemos luchar por el emperador y derramar nuestra sangre por él, incluso podemos entrar en el Senado si nuestra fortuna nos permite acceder a un puesto en la Curia, pero para él y para todos sus gobernadores sólo seremos ciudadanos de segunda clase. —Calló y miró al suelo mientras suspiraba. Era duro decir eso a un hijo, pero era mejor que el muchacho supiera a qué atenerse.
—¿Y eso no va a cambiar nunca, padre? —preguntó Trajano hijo.
El hombre le miró de nuevo al tiempo que expiraba aire con fuerza.
—No lo creo, muchacho, no lo creo. Hemos nacido en Hispania. Eso no podemos cambiarlo. No podemos.
Trajano hijo no preguntó más. Su padre lo observó mientras el muchacho, pensativo, miraba su plato de carne podrida.