UN ENCUENTRO EN ORIENTE

Mayo de 98 d. C.

La entrevista fue a las afueras de Éfeso, más allá de sus murallas. A Trajano le hubiera gustado hacerlo dentro de la ciudad, rememorando así el famoso encuentro entre Escipión y Aníbal, pero, a fin de cuentas, ni él era Escipión ni Nigrino Aníbal. Por otro lado, verse fuera de la ciudad tenía varias ventajas: se entrevistarían en una tienda militar levantada en campo abierto. Nigrino había acudido, según lo acordado, escoltado por las turmae de caballería de una legión y Trajano había hecho lo mismo seleccionando a sus mejores equites singulares augusti para aquella reunión, un cuerpo de caballería especial que actuaba de guardia pretoriana a la espera de reconvertir la antigua guardia de Roma en tropas realmente leales al emperador. Plotina se había quedado en la retaguardia con el grueso del ejército imperial. Trajano no quería correr riesgos innecesarios.

Sin duda, Nigrino tendría varias de las legiones de Oriente apostadas en las cercanías, pero, de la misma forma, Trajano había traído a dos legiones que estaban en las playas de Oriente, junto con la flota. Podría haber acudido acompañado de un pequeño grupo de hombres hasta la mismísima Antioquía, pero el nuevo emperador de Roma había optado desde el principio de su imperium por la cautela en todos sus movimientos y aún desconfiaba de Nigrino.

Trajano estaba a la puerta de la gran tienda del praetorium imperial a la espera de que las siluetas que se dibujaban en la distancia adquirieran una forma reconocible. De momento sólo se avistaba el polvo que los caballos levantaban en su decidido avance hacia el oeste.

—Ya está ahí —dijo Longino.

Trajano asintió aunque seguía intentando delimitar quién de aquellas siluetas era Nigrino. Hacía años que no se veían. Debía de estar mayor, era bastante mayor que él. El hecho de que se acercara cabalgando y que no hubiera optado por venir en cuadriga era un mensaje claro: soy mayor pero no tanto como para no entrar en combate si es necesario. Lucio Quieto y Adriano también estaban con Trajano. Por detrás una veintena de hombres vigilaban atentos a cualquier otro movimiento de las tropas que se aproximaban. A mil pasos estaba el grueso de la caballería imperial. Los jinetes que se acercaban se detuvieron. La mayor parte se quedó detenida a una distancia similar a la del grueso de los singulares del emperador y sólo un pequeño grupo prosiguió su avance.

—De momento está cumpliendo con lo pactado —comentó Quieto.

—De momento —dijo Trajano. Adriano guardaba silencio. Su tío estaba evaluándole constantemente y había decidido callar si no tenía nada relevante que decir.

»Hablaré con Nigrino a solas —anunció Trajano.

Sus tribunos asintieron sin decir nada. Los jinetes llegaron hasta ellos. Se detuvieron a veinte pasos. Nigrino, arropado por un paludamentum cubierto por el polvo de Asia, desmontó y se dirigió directamente a Trajano. Se quedó frente al emperador. No hubo saludo de ningún tipo. Trajano no mostró enfado ni desprecio y se limitó a extender su brazo con la palma abierta en dirección a la puerta de la tienda. Nigrino no se movió.

—El emperador de Roma primero —dijo. Trajano se quedó inmóvil un instante. Luego sonrió, asintió y entró en la tienda. Nigrino le siguió. En el exterior se quedaron Longino, Quieto, Adriano, la pequeña escolta imperial y los jinetes de Nigrino. Todos se miraban en silencio unos a otros, desafiantes. Longino pensó entonces que tanto Trajano como Nigrino habían entrado armados. No se preocupó. Puestos en lo peor, Trajano era trece años más joven, trece años más fuerte y trece años más rápido que Nigrino. Pero permaneció con los oídos atentos a cualquier sonido extraño que pudiera provenir del interior de la tienda. De momento sólo se oía el viento de Asia acariciando sus rostros con el polvo y la arena de Oriente.

En la tienda había dos sellae, una pequeña mesa con una jarra de agua, una jarra de vino y dos copas de plata.

—Viajas ligero —dijo Nigrino, aún de pie, rompiendo el tenso silencio que espesaba el ambiente en el interior de aquel pequeño recinto—; especialmente para ser todo un emperador de Roma. —Era la segunda vez que utilizaba ese término, pero nada de concluir las frases con el título de augusto o de César, que habría sido lo apropiado. Muy pocos se atrevían a semejante impertinencia. Ya muy pocos les permitiría Trajano tanta altanería.

—Más que otra cosa, Nigrino, soy un legionario de Roma. Con poca cosa viajo bien —respondió Trajano—. ¿Quieres beber algo? ¿Agua? ¿Vino? ¿Ambas cosas?

—Ambas cosas —respondió Nigrino sentándose en una de las dos sellae.

No había esclavos. Trajano sorprendió al veterano legatus de Oriente sirviendo él mismo las copas, en las que mezcló vino y agua a partes iguales. El emperador se acercó despacio y le ofreció una de las dos copas. Nigrino la cogió parpadeando un par de veces, algo confundido. Trajano, con la otra copa en la mano, se sentó en la sella que estaba libre. Los dos hombres quedaron frente a frente. Nigrino no bebía. Trajano comprendió que no lo haría hasta que él bebiera primero. El emperador se llevó la copa a los labios y echó un largo y profundo trago hasta que apuró todo el contenido de la misma. Luego la giró en el aire hasta que quedara un instante bocabajo mostrando así que había ingerido todo el líquido. Sólo entonces, Nigrino le imitó: bebió el vino y el agua de un largo trago y luego dejó la copa vacía en el suelo. Al lado de la sella.

—¿Cómo vas con los pretorianos? —preguntó Nigrino sin más preámbulos.

—Es un asunto que he resuelto ya —replicó Trajano con rapidez.

Quería dejarle claro a su interlocutor que venía dispuesto a responderlo todo, a hablarlo todo, sin límites, a dejar las cosas claras en aquella entrevista, para bien o para mal; no había prisa, pero tenían que salir de esa tienda como amigos o como enemigos; no había margen para nada más, no cuando su posición como emperador aún era débil. Nigrino todavía podía levantarse en armas con las legiones de Oriente, reclamar el título de imperator para sí mismo; méritos y dignidad no le faltaban, y empezar la más terrible de las guerras civiles.

—Es un asunto que he resuelto ya —repitió Trajano—, de raíz.

—¿De raíz? —reiteró Nigrino de forma interrogativa, pero conforme hablaba comprendió el alcance de las palabras del emperador. En ese momento se echó a reír con una larga y poderosa carcajada; tardó unos instantes en poder hablar de nuevo—. Norbano y Casperio eran unos imbéciles. Me alegro de que ese asunto esté resuelto, porque está resuelto… ¿del todo?

De pronto a Nigrino le entró la duda de si habría entendido bien las insinuaciones de Trajano.

—Del todo —confirmó Trajano y Nigrino volvió a reír con fuerza.

En el exterior de la tienda las carcajadas del legatus de Oriente relajaron los ánimos. Los músculos de todos los oficiales y legionarios se destensaron un poco. El viento se había detenido y el sol, en lo alto de la bóveda celeste, era testigo mudo de su espera.

Nigrino dejó de reír. El silencio retornó a la tienda durante un momento.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Trajano.

Nigrino apretó los labios y meditó unos instantes. Se pasó la mano derecha por la incipiente barba. No se había afeitado desde hacía dos días. Trajano miraba atento los gestos de aquel hombre. Nigrino tenía dos coronae vallaris, dos coronae muralis, dos coronae doradas, dos corona navalis, dos hastae purae y ocho estandartes. Había sido uno de los pocos senadores en recibir semejante retahila de condecoraciones por sus servicios prestados en las fronteras de Roma, especialmente en el Rin, en el Danubio y en Oriente. Sólo Vespasiano había reunido tantas condecoraciones, luego Licinio Sura o el propio Trajano habían conseguido igualarle en méritos, pero siempre después. La confianza de Domiciano en aquel veterano gobernador de Siria había permanecido inquebrantable, pese a su paranoia que le había llevado a desconfiar de todo y de todos. Por eso Trajano andaba con cautela con aquel hombre, quien, fácilmente, podría reunir a su alrededor a todos aquellos que quisieran recuperar la figura del malogrado Domiciano. No obstante, la recepción aparentemente buena por parte de Nigrino de las ejecuciones de Norbano y Casperio auguraba que había posibilidades de entendimiento.

—¿Qué quiero? —dijo Nigrino en voz baja pero audible; luego empezó a poner palabras a sus deseos—. Tengo un sobrino… —empezó dubitativo.

—Sí, he oído hablar de él; tengo buenas referencias de sus méritos —le interrumpió Trajano, más que otra cosa por dar confianza a su interlocutor—. Es un hombre valiente. Ha combatido bien en el Danubio, en campañas difíciles.

—Las derrotas en las que luchó —se aprestó a aclarar Nigrino— no fueron culpa suya.

—Lo sé. Muchos hombres válidos combaten a veces en derrotas dirigidas por incapaces. Tengo claro que tu sobrino es un joven de honor y valía. Un tribuno de mi confianza combatió a su lado en el Danubio.

Nigrino se relajó. Aquel punto era importante para él.

—¿Quieto?

—Sí —confirmó Trajano.

—Quieto es un buen guerrero y bueno en el mando.

—Lo sé.

Un breve silencio.

—Quiero que apoyes a mi sobrino en su cursus honorum. Eso quiero —precisó, al fin, Nigrino.

Trajano asintió.

—¿Nada más? —preguntó el emperador.

Nigrino negó con la cabeza.

—Estoy mayor y algo cansado. Las fronteras del Imperio están resquebrajándose. Heredas un imperio que se deshace. No envidio la tarea que tienes por delante. Ni siquiera tengo claro que puedas tener éxito. Los catos, los dacios y aquí los partos… son demasiados enemigos. Pronto serán incontenibles.

—Todo se puede resolver —apuntó Trajano.

Nigrino sonrió.

—Te faltan unos años más, esos años que yo tengo ya, para comprender que no todo tiene solución, pero cada uno debe llegar a sus propias conclusiones y no seré yo quien diga al emperador qué es lo que debe hacerse.

—Excepto en lo referente a tu sobrino.

Nigrino volvió a sonreír.

—Excepto en lo referente a mi sobrino, sí… —Hizo una pequeña pausa—. César —dijo al fin Nigrino—, por mi parte, sólo pienso en retirarme a Lauro [54], en Hispania, a mi villa y descansar. El sobrino de quien te he hablado es lo único que me queda que realmente me importe.

A Trajano le dolió la negativa valoración que Nigrino, un hombre capaz y lúcido, acababa de hacer de la situación del Imperio. Le dolía especialmente porque sabía que era verdad. La parte buena era que Nigrino no parecía interesado en dirigir ninguna rebelión y que lo que pedía, apoyar a su sobrino, era algo factible. Estaba pidiendo realmente poco. Debía de estar agotado de verdad.

—¿Te parece bien que brindemos por nuestro acuerdo? —propuso Trajano.

—Sí. —Pero esta vez Nigrino se levantó y fue él el que, adelantándose al emperador, sirvió la copas. Trajano tomó la suya y Nigrino la otra—. Norbano y Casperio eran muy odiados en Roma —comentó Nigrino antes de brindar—, eso te hará popular un tiempo, pero ese tiempo pasará pronto.

—Sí —respondió Trajano—. Pasará pronto, por eso me he puesto a trabajar ya.

Nigrino asintió.

—Admiro tu entereza —admitió el legatus de Oriente—. Te hará falta toda la que puedas reunir. —Levantó entonces su copa—. ¡Por el César!

Trajano levantó su copa también.

—¡Por Roma! —respondió el emperador, y los dos brindaron con fuerza, bebieron con gusto y dejaron las copas, nuevamente vacías, sobre la mesa.

—No quiero que lo interpretes como un desprecio, Nigrino, pero he de partir de inmediato hacia Roma.

—Por supuesto. Me parece oportuno. Yo permaneceré en Antioquía hasta que envíes a mi sustituto. Luego, como te he dicho, partiré hacia Lauro.

—Bien.

Trajano dio media vuelta, pero cuando estuvo a punto de salir, Nigrino le abordó con una última pregunta.

—Sólo una cosa más… César.

Trajano se giró despacio.

—¿Sí?

—¿En quién ha pensado el César como nuevo jefe del pretorio?

Trajano dio un par de pasos de regreso hacia el centro de la tienda.

—¿Te interesa el puesto?

Nigrino negó con la cabeza.

—No, como te he dicho, estoy demasiado cansado y ése es un puesto de abrumadora responsabilidad y más en los tiempos que corren. No, pensaba una vez más en mi sobrino.

Trajano se quedó serio. Así que Nigrino, después de todo, no iba a pedir tan poco.

—Ese puesto… —empezó Trajano midiendo cada palabra—, no está disponible, Nigrino. Apoyaré a tu sobrino en su cursus honorumy te garantizo que llegará lejos, pero ese puesto le vendría… grande ahora. Necesito a alguien con más experiencia. Convendrás conmigo que tras la ejecución de Norbano y Casperio necesito a alguien con mucha experiencia para reformar la guardia pretoriana de Roma.

Nigrino sabía que había apuntado alto, pero quería saber cómo de fuerte o débil se sentía Trajano, y parecía evidente que se sentía razonablemente fuerte como para negarle ese puesto a su sobrino. Era mejor no tensar más la cuerda.

—Sí, alguien de experiencia sería lo adecuado —admitió Nigrino. Trajano se relajó ligeramente, pero el legatus de Oriente exigió más concreción por parte del emperador, pues empezaba a intuir que nunca más volvería a tenerlo en una posición vulnerable y quería aprovechar aquella conversación al máximo—. ¿Quién es entonces el elegido?

Trajano inspiró profundamente.

—Sexto Atio Suburano.

Nigrino afirmó un par de veces con la cabeza y habló mirando al suelo.

—Suburano parece una buena elección: un veterano y un amigo de tu padre. —Levantó la mirada del suelo para encarar de nuevo los ojos inquisitivos de Trajano—. ¿Lo sabe él ya?

—No. Lo cierto es que ni mi padre ni yo hemos podido coincidir con él en campaña desde que mi padre lo hiciera en la conquista de Jerusalén, pero sus méritos en Britania y otras provincias de frontera, junto con todo lo que mi padre me ha contado de él, me hacen pensar que es un candidato idóneo. Es respetado por las legiones, lo cual, seguramente, le hará ser temido entre los pretorianos. Además, es muy respetado por el Senado.

—No cuestiono su idoneidad. Todo lo que dices es muy cierto. El problema es que no te será fácil convencerle.

—Lo sé.

—Pero estás seguro de lograrlo.

Fue ahora Trajano el que se permitió una pequeña sonrisa.

—No estoy seguro de nada, Nigrino, de nada.

Nigrino sonrió también.

—Que los dioses protejan al César en su viaje a Roma —concluyó Nigrino.

—Que los dioses te sean favorables en tu retiro en Lauro —apostilló Trajano.

El emperador dio media vuelta, apartó la tela de entrada en la tienda y salió al exterior. Nigrino se sirvió otra copa de agua y vino y la bebió con sosiego mientras escuchaba los cascos de los caballos del emperador y su escolta martilleando contra el suelo del mundo. Se alejaban. Nigrino había considerado la posibilidad de rebelarse contra Trajano, no aceptar el nombramiento de Nerva ni el reconocimiento del Senado. No tenía miedo ni a los corruptos senadores de Roma ni a la guardia pretoriana ni a nada. Pero decidió no hacerlo. En parte era cierto que se sentía cansado. Y, en parte, por qué no admitirlo, tenía miedo sólo de un hombre en todo el Imperio romano y sonrió levantando levemente la comisura izquierda de su boca. Ese hombre era Trajano.

Los asesinos del emperador
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