EL LANISTA Y EL MERCADO DE ESCLAVOS

Roma, marzo de 91 d. C.

El lanista la vio en el mercado de esclavos. Una vez llegados a Roma, nadie preguntaba cómo habían sido capturados. Eran carne, mercancía, y como tal eran tratados. Se les daba de comer y de beber bien, sobre todo la semana anterior a entrar en Roma, porque ningún mercader de esclavos quería que sus productos estuvieran pálidos o escuálidos. Tenían que parecer fuertes y sanos, o sanas y hermosas. Hacía semanas que el preparador de gladiadores del gran Ludus Magnus no se molestaba en acudir al mercado de esclavos, pero había recibido una carta desde Moesia donde se le informaba de la presencia de una esclava que había destacado, sorprendentemente, en combate abierto contra una patrulla de legionarios: una luchadora. Por la fecha de la carta, la muchacha debía de llevar bastante más de un año como esclava. Habría que ver cuánto de aquel espíritu guerrero había sobrevivido a aquel largo cautiverio. Sin garra, sin furia, no le interesaba, pero Cayo estaba presionado, apremiado por un César que buscaba nuevas experiencias y que ya en más de una ocasión había ordenado que se buscaran luchadoras que, vestidas de gladiadoras, combatieran ante él en alguna de las largas tardes en el anfiteatro Flavio. Cayo, sin embargo, al contrario que otros preparadores que habían estado más sensibles a los antojos del emperador, no había tenido ninguna luchadora para presentar en los combates y Domiciano le había pagado con severas miradas de desprecio aquella ausencia. No había llegado a más la reprimenda imperial porque sus gladiadores, encabezados por Marcio, eran los mejores de Roma, pero el lanista había tomado buena nota y llevaba días esperando una oportunidad adecuada para hacerse con una luchadora que pudiera presentar ante el emperador y que fuera capaz de sorprender al César por su destreza frente a las gladiatrices de otros lanistae.

Y allí estaba, encerrada en una jaula como una fiera. El preparador tenía demasiada experiencia como para dejarse impresionar por un truco tan burdo. No hacía falta enjaular a ningún guerrero, y mucho menos a una mujer, para asegurarse su docilidad. Bastaba con encadenarlo de pies y manos y clavar un eslabón de la cadena de los pies en el suelo con un fuerte clavo. De ahí no se movía nadie, pero, indudablemente, era mucho más impactante presentar a una esclava hermosa, porque además era muy bella, enjaulada como si sólo los barrotes de hierro pudieran contener su fiereza. El lanista se aproximó hasta quedar a un paso de la jaula. Cayo era prudente: no quería ni mordiscos ni patadas. A él no le gustaba el dolor. De pronto detectó algo que le llamó la atención: la joven esclava tenía la letra F de fugitivus marcada en la frente, seguramente con algún hierro incandescente. La muchacha había conseguido fugarse en algún momento pero había sido capturada de nuevo. Aquello denotaba un espíritu realmente rebelde y eso le gustaba al lanista; pero, por otro lado, la F en la frente no ayudaba a vender a la esclava como prostituta o esclava sexual para algún noble patricio. No obstante, la joven era hermosa y más de un lascivo patricio podría no dar demasiada importancia a esa marca.

Cayo sabía que el mercader llegado del norte del Imperio le observaba con atención, pues sólo él, el preparador de gladiadores del Ludus Magnus, podía pagar más que nadie por aquella luchadora. El resto de lanistae se mantenía a la espera de su dictamen. No era probable que quisieran entrar en una puja con él. Cuando el gran lanista de Roma ofrecía una cantidad por un esclavo era generoso, pero todos sabían que odiaba entrar en subasta, y que si alguien subía el precio solía retirarse mirando con desprecio al mercader de esclavos, a quien había pujado y al esclavo de turno objeto de aquella pugna, pues era frecuente que algunos amigos de los mercaderes de esclavos fingieran pujar por un luchador con el fin de subir el precio de los prisioneros que llamaban más la atención. Con esa actitud de menosprecio, el lanista buscaba terminar con esa práctica, algo imposible, pero al menos no se fingían pujas cuando era él quien proponía un precio.

—Treinta denarios —dijo Cayo mientras rodeaba la jaula cojeando con pesadez.

Los años le pesaban ya demasiado. Había ofrecido una cantidad importante, pero la muchacha era joven y fuerte; la habían conservado bien y tenía aún esa mirada asesina del guerrero nato que no había visto jamás en una mujer. Eso le empujó a ofrecer una gran suma. Cayo intuía que si alguien encajaba en lo que los historiadores griegos contaban de las amazonas del norte del Danubio, nadie lo hacía mejor que aquella muchacha.

—¿Sabe montar? —preguntó el lanista antes de que el mercader aceptara o desechara su oferta.

—No lo sé —respondió.

Cayo sacudió la cabeza ante aquella falta de conocimiento, como defraudado. El mercader se puso nervioso.

—Treinta denarios. Es vuestra, sí. Se llama Alana, o eso me pareció entender un día que se dignó a hablar en su lengua bárbara. Y ha matado por lo menos a un legionario. Eso dicen los que la atraparon —explicó en un intento por asegurarse la venta.

Cayo había dado la espalda al mercader. Se permitió una sonrisa. Una sármata, una guerrera del Danubio, nacía casi cabalgando. Aquel mercader era aún más idiota de lo que imaginaba. Cayo lamentaba haber ofertado tanto dinero; la podría haber conseguido por mucho menos. La presión de la impaciencia del César le estaba afectando a la hora de hacer negocios con la cabeza fría. ¿Sería cierto lo del legionario muerto? Sacudió la cabeza: imposible saberlo. En cualquier caso, el negocio ya estaba hecho. Había que mirar hacia el futuro. Alana sonaba bien. Una joven como ésa, medio salvaje, criada entre guerreros, a la que habían visto combatir y que era capaz de sostener la mirada de cualquiera tenía que ser una buena gladiatrix, y si no ya estaba ahí él para forjar aquel cuerpo joven, ágil y hermoso. Otra cosa es que se la pudiera domesticar.

La transportaron dentro de la jaula. El lanista no quería permitirse ninguna alegría. La soltaron nada más llegar al Ludus Magnus. Por orden de Cayo situaron la jaula en medio de la arena de adiestramiento y la abrieron entre dos fornidos secutores. La muchacha salió como salen las fieras en el anfiteatro Flavio: asustada, mirando a todas partes. Era la hora de comer y en un lado de la arena se empezaba a distribuir el rancho del día. El olor a hordeum [cebada] atrajo a todos los luchadores. Alana vio que nadie se fijaba en ella. Tenía hambre, como el resto. Allí todos iban armados; ella no. Todo estaba rodeado por unas gradas enormes. En las puertas había soldados armados que se parecían a los legionarios del Danubio, aunque eran diferentes, más corpulentos, y parecían más disciplinados. El que la había comprado lo observaba todo desde lo alto de una grada. Alana se acercó a comer. Vio que todos tomaban un cuenco con cebada y una cuchara y les imitó. Sentía las miradas de aquellos hombres, todos guerreros, en su mayoría musculosos, muy fuertes. No había ninguna mujer, pero eso no le dio más miedo. Desde que dejara el Danubio había aprendido a vivir sin saber qué iba a ocurrir al día siguiente, al momento siguiente.

Se puso en la cola y, cuando llegó su turno, un hombre que servía la miró y se rió de ella enseñando unos dientes podridos, pero le sirvió una ración como la de los demás. Alana cogió su comida. Al salir de la cola vio que todos se habían sentado en pequeños grupos. Sólo uno de entre todos ellos comía solo, apartado del resto. A sus pies había un perro grande negro. Alana se acercó a aquel hombre que ocupaba la esquina más lejana de aquella explanada de arena. A medida que se acercaba, el perro se levantó despacio y se sentó. El hombre que comía a su lado ni siquiera alzó la mirada. Ella se detuvo a unos diez pasos y se sentó acurrucándose contra la pared. La joven sármata conocía bien a los animales: aquel perro defendería aquella esquina con su vida si se aproximaba más. Al sentarse ella, el animal volvió a echarse. Alana comió con ansia todo el contenido del cuenco y mordió varias veces el pedazo de pan que le habían dado, pero se contuvo y se guardó la punta final del mismo. Miró entonces al perro y le arrojó el pan con habilidad, de forma que, rodando, le quedó apenas a un paso. El perro volvió a sentarse mirando el pan con anhelo, pero se contenía y miraba al luchador que comía solo a su lado. Alana comprendió de inmediato que era su amo. El hombre, al fin, alzó los ojos. Dejó su cuenco vacío en el suelo y miró al perro. Asintió levemente, una sola vez. El animal se levantó, cogió el trozo de pan que le había arrojado la muchacha y empezó a masticarlo con deleite. Una vez terminó, siempre mirando de reojo a su amo, el perro, muy despacio, se acercó a Alana. Ella se mantuvo muy quieta, sentada, sin moverse un ápice, respirando despacio. El perro se acercó hasta quedar a un solo paso. Alana movió su brazo con lentitud y ofreció su mano desnuda al animal, de abajo arriba, abierta. Este se acercó un poco más y la olió primero. Al poco empezó a lamerla. Alana sabía que no era sumisión: aún había restos de la comida que la muchacha acababa de ingerir entre sus dedos. Levantó entonces su mirada y se dio cuenta de que el amo del perro, sentado en su esquina, la observaba muy atento. Tenía una mirada profunda y extraña que la sedujo al mismo tiempo que la atemorizó. No sabía muy bien por qué, pero, por primera vez en la vida, Alana fue incapaz de sostener la mirada de un hombre y bajó los ojos. El perro seguía lamiéndole la mano. Alana, lentamente, pudo posar su otra mano sobre su lomo y acariciarlo. Sabía que la mirada del amo del animal seguía clavada en ella.

Absorbidos como estaban en analizarse el uno al otro, ni Marcio ni Alana se percataron de que el lanista los vigilaba desde las gradas. El sagittarius más veterano se acercó al preparador de gladiadores.

—Parece que Marcio va a adoptar ahora una perra.

Cayo asintió sin sonreír. Aquello le parecía más importante que casual.

—Eso parece —confirmó el lanista—, eso parece.

No dijo más. A Cayo le pareció lógico lo que estaba pasando. Los tres, aquel perro, Alana y Marcio, eran animales perdidos y solos. La desgracia les unía. Pero el lanista se quedó algo intranquilo. No sabía intuir si aquella unión los hacía más fuertes o más vulnerables. Y él necesitaba guerreros fuertes.

Los asesinos del emperador
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