LA ESCUELA DE RETÓRICA

Roma, 77 d.C.

Estacio aceptó de mal grado, pero sin capacidad de oponerse, la carne que le había traído su suegro. Hacía semanas que no podían permitirse comprar cordero y vivían a base de gachas, fruta y algo de queso. Su esposa Claudia lo llevaba bien y su amor por él no parecía haber sufrido merma, pero Estacio era consciente de que la situación era poco prometedora.

—Hervida os durará más días —dijo su suegro a Claudia y, acto seguido, sin despedirse de él, salió y les dejó solos. Estacio se engulló el orgullo.

—Todo mejorará, Publio —comentó Claudia con voz suave—. No hagas caso a mi padre.

Publio Papinio Estacio, abogado, profesor de retórica y poeta, asintió mientras veía cómo su esposa entraba en la pequeña cocina anexa a la sala que usaba de escuela en aquel bajo de una de las grandes insulae de la populosa Subura. Abogado, profesor de retórica y poeta. Estacio hizo una mueca de decepción mientras observaba las calles atestadas con aquella muchedumbre que surcaba Roma siempre indiferente a él. Como abogado, sin contactos de renombre, apenas acudían a él algunos desesperados cuyos crímenes eran más que evidentes y que, lo que era más grave, no disponían de dinero para pagarle sus servicios. Como profesor de retórica tenía que sufrir, como el resto de profesores de oratoria de Roma, la incontestable competencia de la Escuela Pública de Retórica que el emperador Vespasiano financiaba personalmente y que dirigía el famoso Quintiliano. Hasta allí iban todos los patricios prominentes de Roma y más aún desde que el almirante Plinio, jefe de la marina imperial, llevara a su joven sobrino a estudiar en aquel centro. Los demás profesores de oratoria tenían que conformarse con los hijos de quienes apenas tenían un poco de dinero extra que dedicar a la educación de sus jóvenes vástagos; Quintiliano, sin embargo, ganaba más de cien mil sestercios al año. Estacio miró al suelo. Abogado y profesor de retórica para nada. ¿Y como poeta? Menos que nada: ninguna biblioteca había aceptado aún guardar ninguno de sus escritos. Sacudió la cabeza. No entendía cómo seguía usando la palabra «aún» en sus pensamientos con relación a aquel asunto. Se giró hacia el interior. El niño esclavo que tenían para ayudar en las tareas de limpieza de la casa y la escuela, un niño esclavo que era todo cuanto podían permitirse, estaba, como hacía a menudo, quieto, mirando los rollos de papiro de las estanterías.

—Siempre te distraes, Numerio —dijo Estacio desde la puerta.

—Lo siento, mi amo.

Cogió otra vez el trapo que había dejado sobre una de las pequeñas mesas que se usaban a modo de pupitre y retomó las tareas de limpieza. De pronto se detuvo y miró al amo. Este se había girado de nuevo y miraba hacia la calle. El niño esclavo se acercó despacio, por detrás.

—Amo —dijo. Estacio se volvió hacia él y le miró arrugando la frente—. Me gustaría aprender a leer, amo —concluyó.

Como Estacio no respondía nada, bajó la cabeza y continuó limpiando sin atreverse ya a decir nada más.

Estacio lo observó con atención. Lo habían comprado por poco dinero porque era un niño flacucho que no tenía buena venta, pero desde que estaba con ellos, comiendo poco, pues poco tenían incluso para ellos mismos, el niño trabajaba bien, aunque se quedara en ocasiones como prendado mirando aquellos papiros. Estacio no tenía dinero que dar a nadie. Sólo poseía sus conocimientos sobre abogacía, literatura y oratoria y apenas tenía alumnos interesados, pues generalmente venían obligados por sus padres. En cualquier caso, los únicos que tenía no acudían hasta la hora quarta y aún estaba en la hora tertia. ¿Por qué no enseñar a leer a alguien que tenía auténtico interés?

—Ven, Numerio —dijo Estacio cogiendo uno de los rollos de una de las estanterías—. Te enseñaré un rato por las mañanas, pero el resto del día quiero que atiendas a tus obligaciones.

—Sí, mi amo —respondió el niño esclavo con un rostro lleno de felicidad.

Los asesinos del emperador
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