EL FORO DE ROMA

Roma, 65 d. C.

Trajano padre compró varios códices en la librería de Secundo: las obras de César, una copia de la Ilíada y un par de obras de Plauto. De tanto dar vueltas en busca de aquellos libros se había hecho algo tarde, pero apretaron el paso y llegaron al foro a la hora convenida. Trajano padre temía retrasarse y causar mala impresión al cada vez más influyente Lucio Licinio Sura, el senador hispano más poderoso de toda Roma, hasta el punto de que se hablaba de él como posible cónsul algún día. Pero llegaron a tiempo. Allí, frente al templo de Vesta, en el corazón del Imperio romano, se encontraba Sura, rodeado de un corro de otros prohombres provincianos, hispanos y galos en su mayoría, que, con frecuencia, se reunían en aquel punto para tratar de los asuntos que más les concernían. Sura recibió a Trajano padre y a su hijo con una amplia sonrisa, más allá de lo que aquél habría considerado necesario teniendo en cuenta que sólo habían intercambiado un par de cartas. Sura quería agradarles, si bien nunca hacía nada de forma gratuita. Eso puso al veterano Trajano en guardia.

—Y éste es, sin duda —empezó Sura—, Trajano con su joven hijo, otro vástago del Imperio. Que Júpiter y el resto de dioses os protejan y más en esta ciudad.

Trajano padre estrechó la mano de Sura mientras muchos de los presentes reían la ocurrencia de su líder.

—No me hagas caso, Trajano —continuó Sura poniéndose serio, pues con su habitual perspicacia había detectado el porte defensivo del recién llegado—. Hago muchas bromas, pero en las cosas importantes siempre soy serio. Los aquí presentes son testigos. —Se giró hacia el grupo que asintió en bloque—. Trajano, amigos míos, es uno de los más importantes representantes de la Baetica hispana, como sabéis, y tenemos que hacer todo lo posible por persuadirle y unirle a nuestra causa.

Trajano padre saludó con un leve cabeceo al resto de los presentes. Sura, entretanto, fue directo al asunto de la reunión de aquella mañana: cómo presionar al Senado en su conjunto y cómo influir en el propio emperador, si esto era posible, para que la ciudadanía romana se extendiera a algunas provincias, en particular las hispanas y las de la Galia. Trajano padre escuchó la vehemente oratoria de Sura y comprendió que aquel hombre estaba persuadido de que lo imposible podía ocurrir. Por su parte, para Trajano hijo aquella conversación parecía demasiado distante y, sin poder evitarlo, paseaba sus ojos por las primeras páginas de los escritos de César. La litada, por estar en griego, se le hacía más complicada y la dejaba para un momento de mayor sosiego.

—Mirad —dijo uno del grupo. Sura detuvo su parlamento, Trajano padre miró hacia donde se señalaba en el centro del foro y el hijo cerró el códice de César.

—Es Nerva —precisó Sura, identificando para los que aún no lo hubieran hecho al veterano senador de Roma que, respaldado por cuatro fornidos esclavos, se acercaba hacia donde se encontraban. Se detuvo frente a Sura y le saludó con respeto.

—Ave, Lucio Licinio Sura. Veo que los senadores provinciales siguen con la costumbre de reunirse en el foro de Roma. —Lo dijo sin dejar traslucir ironía o desprecio, como quien se limita a describir un hecho objetivo.

—Ave, Marco Coceyo Nerva. El foro de Roma es un lugar en el que nos sentimos cómodos —respondió Sura, inclinándose levemente ante el senador romano.

Nerva sonrió. Le gustaba la forma elegante y sutil con que Sura se las ingeniaba para transmitir lo que pensaba; más aún: lo que deseaba. Miró a su alrededor.

—El foro es grande: hay sitio para todos —dijo.

—Eso pensamos nosotros —confirmó Sura, y se hizo un silencio incómodo. Hábilmente encontró algo con lo que romperlo—. Aprovecho la ocasión para presentarte a un amigo, otro hispano —apostilló sonriendo—: Marco Ulpio Trajano, de la Baetica.

—Trajano —repitió Nerva, mirando directamente al hispano que le saludaba llevándose la mano al pecho. Un militar. Nerva le había visto ya en más de una ocasión en el Senado, pero nunca había hablado con aquel hombre serio y recto que le saludaba ahora de manera tan marcial—. Un veterano de las guerras de Oriente —apostilló.

—Así es —respondió Trajano padre con concisión militar. No añadió que había sido bajo el servicio de Corbulón, porque el emperador estaba investigando la posible participación de Corbulón en una conjura para asesinarle. Lo prudente en aquellos tiempos era hablar lo menos posible. Nerva debió de captar su incomodidad, porque rápidamente cambió de tema.

—Veo que tu hijo lleva libros consigo.

—Me parece bien que se eduque leyendo textos de donde pueda aprender más de Roma y del mundo —respondió Trajano padre.

—¿Y qué textos son ésos? —indagó Nerva. Trajano padre iba a responder pero su hijo se anticipó mostrando los libros al senador romano para que éste pudiera leer sus títulos.

—Las obras de César… —comentó Nerva en voz alta—, obras de Plauto y, por todos los dioses, la Ilíada en griego. ¿Lees griego, muchacho?

—Un poco —dijo el chico, algo avergonzado de no poder responder con más contundencia, pero no le pareció inteligente mentir, y menos con su padre delante—. Este libro es para que mejore en esa lengua.

—Es un buen objetivo —confirmó Nerva— y un buen libro para ese fin.

Cerró los ojos y empezó a declamar de memoria en perfecto griego:

—«¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila, e imperas en Ténedos poderosamente! ¡Oh Esminteo! Si alguna vez adorné tu gracioso templo o quemé en tu honor pingües muslos de toros o de cabras, cúmpleme este voto: ¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!»

—Aquí calló el senador, abrió los ojos y miró al joven Trajano, que había permanecido atento a sus palabras—. ¿Entiendes lo que he dicho, muchacho?

Trajano hijo asintió, pero como el senador Nerva se le quedó mirando, comprendió que no era suficiente con asentir.

—Es el sacerdote Crises, que se lamenta porque Agamenón no ha aceptado el dinero que ofrece por rescatar a su hija presa e implora a Apolo para que hiera a los dánaos, los griegos que atacan Troya —respondió Trajano hijo con rapidez. Tragó saliva y añadió un comentario final—: Eso creo que dice. Es como si pidiera venganza.

Nerva seguía observándole atentamente: el hijo de un senador hispano que entendía suficientemente el griego, como un joven vástago patricio de una vieja familia romana.

—Sí, eso es sin duda, muchacho: implora venganza —dijo al fin el senador Nerva. Luego, mirando a Trajano padre, se despidió—: Has comprado buenos libros para tu hijo, senador. Que los dioses os sean propicios a todos. —Tras mirar un instante a Sura, se alejó caminando rodeado por sus esclavos.

Lucio Licinio Sura miró a Trajano padre, evidentemente satisfecho de que su hijo hubiera podido responder bien al senador Nerva.

—Tu hijo nos ha hecho quedar bien a todos —dijo Sura apreciativamente—, y ante Nerva nada más y nada menos. Nerva es amigo de los Flavios, que, con Vespasiano al frente, son una poderosa familia. Además ha apoyado a Nerón en la detención de casi todos los conjurados contra el emperador, empezando por el propio Pisón. Nerva es ahora el ojo derecho de Nerón en el Senado; un ojo vigilante con una cabeza que nunca olvida una conversación. No se olvidará ya nunca de tu hijo, Trajano. Nunca.

Trajano padre borró la satisfacción de su rostro. No estaba seguro de si eso sería bueno para su hijo.

Los asesinos del emperador
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