EL PRECIO DE LA PAZ
Domus Flavia, Roma, febrero de 89 d. C.
El Aula Regia estaba atestada de senadores. El emperador los había convocado allí en lugar de en el edificio del Senado por un doble motivo: que les quedara claro, por un lado, que el poder de Roma emanaba del palacio imperial y no del edificio de la Curia y, por otro, para que todos y cada uno de aquellos malditos senadores viera cómo un noble dacio se arrodillaba ante él, ante el emperador del mundo. Domiciano, desde su trono, los miraba con recelo y desprecio. Sabía que todos le odiaban. Todos. No se podía fiar de nadie, aunque debía aceptar la colaboración de algunos de ellos para gobernar al menos por un tiempo, por un tiempo. Cuando regresara del norte, de la frontera del Rin, tenía pensado solucionar el problema del Senado de una vez para siempre. Allí estaban Cívica Cerealis, Salvidieno Orfito, Salvio Cocceiano, Mecio Pompusiano, Salustio Lúculo, Junio Rústico, Helvido Prisco y tantos otros, mirándole con descaro, pero daba igual. Ahora verían cómo resolvía él primero una guerra con los bárbaros de Dacia y cómo luego marchaba al Rin para acabar personalmente con la rebelión de Saturnino. Y ya se ocuparía luego de todos y cada uno de aquellos senadores insolentes y engreídos.
En ese momento se abrieron las puertas de la sala imperial de audiencias y desde el gran peristilo exterior entró, rodeado por media docena de pretorianos, un hombre vestido a la usanza dácica, con un gorro largo terminado de forma puntiaguda, largos pantalones y cubiertos el pecho y los hombros por una coraza de escamas. Era joven pero no un muchacho y caminaba con el porte de un auténtico noble, alguien que estaba acostumbrado a mandar más que a ser mandado. Esa gallardía satisfizo al emperador, pues cuanto más valiente pareciera aquel enviado del rey Decébalo más impresionante sería el hecho de que le rindiera pleitesía. El dacio se detuvo frente al César.
—Habla, mensajero de la Dacia. Tito Flavio Domiciano Imperator Caesar Augustus, dueño y señor del mundo, te escucha.
El mensajero dacio asintió y respondió en un latín correcto, con voz firme pero no impertinente. Era un discurso que tenía practicado con esmero. «Hablarás con seguridad, pero sin excitar las suspicacias del emperador —le había insistido Decébalo antes de partir hacia Roma—. Tendrás que ser cauto y tendrás que humillarte ante el emperador de Roma cuando éste lo exija. Te aseguro, Diegis, que es un precio muy bajo por años de recibir oro y plata e ingenieros romanos que nos ayuden a fortalecer nuestros campamentos y ciudades. Has de saber que cuando te arrodilles nos harás más fuertes y llegará el día en que seamos tan poderosos que ya no nos arrodillaremos ninguno de nosotros, Diegis, nunca más ante nadie.» Con aquellas palabras de su rey aún frescas en su memoria, el noble dacio comenzó a hablar en aquel latín aprendido del enemigo.
—Mi nombre es Diegis, César, y vengo enviado por el rey de la Dacia para sellar el acuerdo que conduzca a una duradera paz entre Roma y la Dacia.
Domiciano lo miró de arriba abajo y, a la vez, miraba de reojo a los senadores que contemplaban la escena.
—Paz sí, pero a cambio de vuestra humillación —respondió el emperador y se levantó de su trono—. ¡Arrodíllate, guerrero dacio, si lo que quieres es paz con Domiciano! ¡Arrodíllate si no quieres que mis legiones aplasten vuestros insignificantes ejércitos bárbaros!
Diegis sabía que ese momento tenía que llegar. «Cuando te arrodilles nos harás más fuertes, más fuertes, más fuertes.» Diegis, noble dacio, guerrero indomable, se tragó la humillación cerrando los ojos, bajando la cabeza y arrodillándose ante el emperador de Roma. Domiciano, exultante, lanzó una sonora carcajada a la que, de inmediato y como era costumbre, se unieron decenas de guardias pretorianos que custodiaban la gran Aula Regia de la Domus Flavia, una carcajada a la que Nerva, uno de los senadores más veteranos, decidió unirse a sabiendas de que el emperador reía con ojos bien abiertos y atento a lo que hacían todos los allí presentes; una risa a la que, al fin, se unieron también todos los senadores de Roma, unos más tarde que otros. Diegis mantuvo los ojos cerrados pero lamentó profundamente no poder taparse también los oídos. «Nos harás más fuertes, más fuertes.» Domiciano calló al fin y con su silencio callaron todos en la sala de audiencias del palacio imperial de Roma.
—Te has humillado, guerrero dacio —continuó el emperador—. Sea entonces —miró a su derecha, donde esperaba Partenio con una diadema de oro en sus manos—, sea. La Dacia se humilla ante Domiciano y Domiciano reconoce en esa humillación a un rey vasallo en la persona de Decébalo, tu rey, guerrero dacio, de forma que yo —se levantó y tomó en sus manos la diadema de oro que le entregaba Partenio—, yo, Imperator Caesar Domitianus Augustus Germanicus, Pontifex Maximus, Pater Patriae, corono a Decébalo a través de ti, Diegis de la Dacia, como rey de los territorios al norte del Danubio, con el pacto de que ni Decébalo ni sus ejércitos cruzarán nunca más la frontera del río para atacar Roma o sus dominios. —Puso la corona sobre la cabeza de Diegis—. Ahora puedes levantarte, guerrero dacio, y volver a tu país y contar a tu rey todo lo que has oído y visto y, por todos los dioses de Roma, dile que mantenga su parte del acuerdo o la ira del César borrará la existencia de su insignificante reino con sus legiones.
Diegis, al fin, se levantó, saludó al emperador de Roma y, sin decir nada, coronado con aquella diadema de oro, dio media vuelta y se marchó por donde había entrado. El emperador, por su parte, algo cansado, miró a Partenio y éste de inmediato ordenó que se desalojara la sala. Cuando todos estaban saliendo, el propio Partenio se acercó a Nerva.
—El emperador está cansado, pero me anticipó antes de esta audiencia que deseaba hablar con el senador Nerva —dijo el consejero imperial.
Nerva se detuvo y, contracorriente, evitando a los numerosos colegas senatoriales que salían del Aula Regia, acompañado por aquel consejero, se acercó a Domiciano hasta quedar frente a su trono imperial.
—El emperador desea hablar conmigo —dijo Nerva con concisión.
Domiciano asintió, pero no habló hasta que la sala quedó vacía de senadores. Cuando sólo permanecían en el interior los pretorianos, Partenio, Nerva y él fue cuando se decidió a hablar.
—Parto mañana para la frontera del Rin, Nerva, y tardaré unos meses en regresar. Casperio, el prefecto de la guarida pretoriana, se quedará aquí para velar por la paz en la ciudad de Roma. Espero completa colaboración por parte del Senado durante esta rebelión del norte. ¿Puedo contar con esa colaboración, Nerva?
El veterano senador era veintiún años mayor que Domiciano y más de una vez, en tiempos de Nerón, se había considerado que podía haber sido emperador, hasta que Vespasiano se impuso en la guerra civil e instauró la dinastía Flavia. La historia había ido, pues, por otros caminos y Nerva, prudente, había decidido mantenerse fiel a los Flavios. Vespasiano premió su lealtad con un consulado en el 71 y Nerva sabía que ese pasado era el que hacía que Domiciano volviera a recurrir a él en aquel momento de crisis; incluso si el emperador odiaba al Senado, parecía que aún confiaba algo en aquellos que auparon a su padre al poder máximo. Nerva frunció el ceño. ¿Triunfaría Saturnino? Nadie podía saberlo. Lo único seguro era que un muy nervioso Domiciano, César en ese momento, le pedía colaboración. Nerva dio la única respuesta posible.
—El Senado colaborará con el emperador en todo momento, César. Y todos rezaremos a los dioses por el pronto regreso del César Domiciano victorioso.
Domiciano sonrió con una mueca cínica.
—No hace falta mentir, Nerva; me basta con que me asegures que tú seguirás siendo leal a una dinastía imperial que tanto ha velado por los intereses de tu familia.
Nerva tragó saliva. A nadie le tranquilizaba que Domiciano se acordara de la familia de uno.
—Mi familia permanecerá leal.
—Bien —concedió el emperador—, eso sí que puedes prometérmelo, pero no hables por otros que sabes tan bien como yo que no me desean nada bueno; aunque ése es un asunto del que me ocuparé a mi regreso. Porque… —se incorporó hacia delante en el trono y bajó la voz como quien va a transmitir un preciado secreto—… puedes asegurarles a todos los senadores que pienso volver del Rin, Nerva. Diles a todos que voy a volver. Eso deberá ser suficiente para que todos te hagan caso y permanezcan quietos, ¿me entiendes?
—Entiendo al César, sí, César —respondió Nerva con voz tensa pero clara.
—Bien. Nos entendemos los dos. Nos entendemos y eso me gusta;—respondió el emperador mientras se volvía a reclinar en su trono—. Pese a lo que se dice y se piensa de mí, Nerva, no soy ingrato. Sírveme bien y prometo que serás recompensado. Ahora marcha con los demás. Tengo una rebelión que aplastar y una campaña militar que poner en marcha.
Nerva saludó al César, dio media vuelta y abandonó el Aula Regia a sabiendas de que era perseguido por la muy inquietante mirada del emperador de Roma. Aun así, supo caminar con paso marcial con cuidado máximo de no parecer desafiante.
La joven Flavia Julia entró en la cámara de la emperatriz deslizándose por entre las lascivas miradas de los pretorianos que custodiaban la entrada a las habitaciones del César y su augusta esposa.
—¿Es cierto que se va?
Domicia, veterana a sus treinta y nueve años en ser siempre cauta antes de hablar en presencia de sus ornatrices, miró a las esclavas y éstas salieron con rapidez dejándolas solas.
—Debes controlar lo que dices delante de los esclavos —dijo Domicia mientras veía cómo la última de las esclavas cerraba la puerta de la habitación al salir. Flavia Julia se arrodilló a los pies de Domicia y rompió a llorar mientras hablaba entre gemidos y lágrimas.
—No puedo más, no puedo más…
Domicia acarició la cabeza de Flavia, que buscaba refugio en su regazo. Hacía tiempo que Flavia había cedido y se apoyaba en la austera paciencia de Domicia para sobrevivir en su mundo de sumisión y horror. Domicia la miraba con lástima: Flavia Julia era muy hermosa en un palacio donde ser hermosa era una maldición. Lo de menos eran las miradas impertinentes de unos pretorianos que cualquier otro hubiera castigado, pero que Domiciano pasaba por alto absorto en sus propios problemas, cuando no cegado por su propia lujuria.
—Sí, es cierto. Se va al norte —confirmó la emperatriz. El llanto de Flavia se tornó en un sollozo ahogado. Pasaron así unos instantes hasta que se atrevió a hacer la pregunta que acariciaba su mente desde que había sabido aquella noticia.
—¿Crees que volverá… vivo?
Domicia Longina, esposa del César, emperatriz de Roma, hija de uno de los mayores legati de su historia, madre de un niño que debía haber llegado a César y que había muerto prematuramente, respondió con toda la serenidad pero también con toda la angustia que dan el sufrimiento y la experiencia.
—No sé si los dioses escuchan nuestras oraciones o no —miró hacia abajo, hacia el cabello largo, lacio, negro y hermoso de Flavia Julia revuelto entre sus dedos, y se agachó y le habló al oído—; pero rezaremos mucho, Flavia, y haremos sacrificios a todos los dioses de Roma para que el emperador regrese…
Flavia la miró airada, con rabia, pero, en un susurro, Domicia terminó su frase
—… para que el emperador regrese… muerto.