LA FRONTERA DEL RIN

Monguntiacum, Germania Superior, 83 d. C.

El campamento militar romano de Moguntiacum, capital de Germania Superior, se había convertido en un inmenso valetudinarium. Tras varios y muy intensos combates contra los catos al norte del Rin, Trajano ordenó el repliegue hacia el sur del río. La operación de retirada, aunque organizada, resultó muy humillante para las legiones del Rin, que se habían visto incapaces de mantener un férreo control sobre los territorios al norte del río. Trajano se sintió obligado a dejar puestos de guardia al norte del río, que deberían enviar mensajeros a diario a la capital, con el fin de dar la sensación de que se mantenían las supuestas conquistas del emperador, pero no se podía hacer más, no sin recibir refuerzos, unas tropas de apoyo que nunca llegarían de Roma. Entre otros motivos, porque Marco Ulpio Trajano no pensaba pedirlas.

—Con sólo dos legiones más podríamos recuperar el control al norte del río de forma efectiva; ¿por qué no pedir esos refuerzos? —insistía Longino.

Manió, sin embargo, miraba desde una de las ventanas del edificio del praetorium hacia el exterior, donde centenares de legionarios heridos se apilaban frente a las tiendas mientras los médicos militares se apresuraban a hacer su visita diaria a cada soldado caído en combate.

—Realmente —empezó Manió de forma taciturna, distraído—, ¿de qué sirve todo este sufrimiento?

Trajano había notado cierta tendencia de Manió en los últimos días a hacerse preguntas extrañas sobre el sentido de las cosas. También había observado que no atendía con la atención habitual a los sacrificios de los sacerdotes, no importaba que se inmolaran bueyes o carneros o cualquier otro animal a Marte o a Júpiter. Estaba siempre como alejado en su mente de todo aquello, pero cuando había combate seguía siendo el mismo Manió, valiente y dispuesto, que su padre le pusiera como ejemplo a seguir. Trajano, aún mirando a Manió, respondió a Longino, para cuya pregunta sí tenía respuesta.

—El emperador no quiere recibir una carta que le pida refuerzos. Acaba de celebrar un triunfo con el que se supone que se da término al problema de los catos y el Rin. No seré yo quien le dé a entender al emperador que su gran victoria no es cierta.

—Pero no lo es —replicó Longino con rapidez. Trajano le miró entonces.

—Poner en cuestión una conquista imperial es grave, Longino. —Y como viera que Longino agachaba la cabeza continuó de forma conciliadora—: No seré yo quien critique tus palabras, pero hemos de aprender todos —miró a Manió—, hemos de aprender, de acostumbrarnos a que el emperador de Roma es Domiciano y a él debemos lealtad. Sin lealtad a nuestros superiores, sin disciplina, las fronteras del Imperio no durarían ni un año. Si nosotros no aceptamos lo que dice el emperador, ¿por qué habrán de aceptar el resto de tribunos y los centuriones lo que nosotros les ordenemos? Y así en cadena: si los tribunos y los centuriones no aceptan las órdenes de su legatus y sus tribunos de confianza, ¿por qué iban los legionarios a obedecer a sus centuriones? No, así no se puede mantener un Imperio, ni el orden ni el control sobre tantas ciudades y provincias como las que gobierna Roma. El emperador Domiciano ha conquistado territorios al norte del Rin, y aunque nos hayamos replegado para recuperarnos de los últimos combates, en cuanto podamos volveremos al norte y seguiremos luchando allí, para asegurar las conquistas imperiales y, sobre todo, para mantener a los germanos, sean catos o de otras tribus, siempre al norte del Rin. Esa es nuestra misión y es una misión que pienso cumplir. Quizá con el tiempo, Domiciano aprenda a valorar bien la lealtad de unas legiones que luchan para proteger Roma. Quizá. Eso es lo que debemos pensar.

Aunque su voz no resultó muy convincente en las frases finales de su discurso. Manió y Longino asintieron. Un trueno anunció que se aproximaba una nueva tormenta. Eso mantendría a los catos en sus poblados por un tiempo. Al final, los tres habían empezado a valorar aquella lluvia sin fin.

Los asesinos del emperador
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