LA CONDENA DEL LANISTA

Roma, marzo de 93 d. C.

Partenio acudió a la prisión de Roma a petición del último caído en desgracia: Cayo, el veterano preparador de gladiadores. Partenio no estaba seguro de cuál era la falta que ante los ojos del emperador había resultado tan seria como para merecer que alguien tan bueno en su trabajo como el lanista del Ludus Magnus ingresara en una de las húmedas y sucias y putrefactas mazmorras de Roma, pero parecía que había perdido el aprecio desde que los resultados de los combates de gladiadores no terminaban exactamente como el Dominus et Deus del mundo deseaba.

—No te he llamado para que intercedas por mí —dijo un desaliñado y encogido Cayo nada más verle entrar en la celda.

Partenio había hablado pocas veces con aquel hombre pese a las innumerables ocasiones en que habían coincidido en los palcos del anfiteatro Flavio, pero siempre había tenido la definida percepción de que no era persona de andarse con rodeos. El lanista hizo una mínima sonrisa en su demacrado rostro y prosiguió:

—Además, aunque intercedieras por mí, el emperador no cambiaría mi sentencia. Tampoco puedo quejarme: soy ciudadano romano y me van a decapitar. Me siento afortunado. La crucifixión o las fieras me dan pavor; me da miedo el dolor sin sentido. Tiene gracia que esto lo diga un viejo militar que luego ha pasado el resto de su vida entre gladiadores, pero es así. Será rápido. Eso me consuela un poco. —Detuvo su discurso en seco y miró fijamente a Partenio—. Eso sí, albergo rencor, un rencor profundo e incontenible contra el emperador. —Volvió a sonreír—. Ahora puedo decirlo sin demasiado miedo, sentenciado, encerrado y esperando mi fin. Y es que me reconcome la injusticia y, sobre todo, la ingratitud. Yo salvé a ese miserable, Partenio, yo. Hace muchos años, cuando los vitelianos rodeaban la escuela de gladiadores, él, un joven asustado que había abandonado a su suerte a su tío en la colina Capitolina, llegó a nosotros oculto bajo la túnica de un sacerdote de Isis. Y así me paga mis servicios: una gladiatrix no muere cuando él quiere que muera, y así me lo paga ese miserable que se cree Dominus et Deus.

Fue la primera vez que Partenio oyó aquellos títulos pronunciados con tanto desprecio que se convertían en el peor de los insultos posibles.

—Si no quieres que hable con el emperador, ¿qué es lo que puedo hacer por ti? —le interrumpió el consejero imperial, que veía que, contrario a su costumbre, el lanista, por una vez, sí daba rodeos. Cayo asintió y respondió de forma más concreta.

—Marcio —dijo y guardó silencio. Partenio levantó las cejas. Marcio era un gladiador. Uno muy famoso, pero su nombre no le sugería nada más. El lanista completó su mensaje—. Es como pensaba: aún no has encajado todas las piezas de este gran mosaico que es Roma, la Roma de Domiciano, pero eres un hombre inteligente, Partenio, y con mucha experiencia. Sé que pronto todo encajará en tu mente, las circunstancias y el horror agudizarán tu ingenio y verás que sólo queda un camino, un único camino. Roma entera se desmorona. El emperador está loco y está destruyendo lo que sus antecesores y antes los cónsules y los senadores de la vieja república construyeron.

Y todo se viene abajo por su torpeza. ¿Cúantas legiones más hemos de perder y cuántos legati más han de ser desterrados y luego envenenados y cuántos senadores más han de ser asesinados y sus bienes confiscados por Domiciano antes de que todos se den cuenta, Partenio? —El lanista había bajado la mirada y hablaba como si estuviera solo—. Yo merezco la muerte, sí, pero no por lo que cree el emperador, sino por ser uno más de los muchos cobardes que no hemos actuado a tiempo. Por eso merezco la muerte. Por eso y por abrir las puertas del colegio de gladiadores aquella noche a aquel maldito falso sacerdote de Isis. Roma era mi mundo, no un mundo perfecto, pero se viene abajo y esa ingratitud… no lo puedo evitar… me corroe por dentro. —Levantó de nuevo la mirada para encarar una vez más a Partenio, que, al menos, le escuchaba atento—. Cuando encajes todas las teselas del mosaico, consejero, verás que te falta una pieza, una sola. Esa tesela lleva el nombre de Marcio.

Calló; no dijo más y se acurrucó en su esquina. Partenio comprendió que aquella enigmática charla había llegado a su fin. No había entendido bien el mensaje, si es que aquello era un mensaje, pero sintió lástima de aquel hombre y de su injusto final. Por otro lado, en cualquier momento, podía ser su turno de ocupar su puesto en aquella misma celda a la espera de una sentencia similar.

—Que los dioses te protejan, lanista—dijo Partenio y salió de aquel húmedo y frío habitáculo enrejado en el subsuelo de la infinita Roma.

El preparador de gladiadores se quedó a solas consigo mismo y con su conciencia. No estaba seguro de haber conseguido su objetivo, pero se iría de aquel mundo con la esperanza de haber plantado la semilla de su propia venganza. Pocos podían ser los ejecutados por el emperador que pudieran dejar tras de sí una semilla que produjera en el condenado tanta sensación de alivio.

Los asesinos del emperador
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