LA HORA SEXTA

18 de septiembre del año 96 d. C.

Día designado por los conjurados para asesinar al emperador Domiciano

Dos meses después de la conversación entre Marcio y el sagittarius. Un mes después de la ejecución de Flavio Clemente y sus hijos

Domus Flavia, Roma, hora sexta

Máximo separó el puñal del cuello de la pobre esclava. El reloj de sol de uno de los atrios, visible por una ventana excavada en la tierra que rodeaba aquellas cocinas semienterradas en las entrañas del palacio imperial, indicaba que ya era la hora sexta. No se oía nada desde allí pero todo debía de estar ya en marcha, todo debía de estar ocurriendo, y más aún si el esclavo, hijo de aquella pobre cocinera, había cumplido con su función de anticipar al emperador la llegada de la hora en cuestión. Máximo se levantó y miró fijamente a la esclava.

—Quédate aquí y no te muevas en todo el día de la cocina. Quizá así no te pase nada, y tampoco a tu hijo.

Salió veloz de la cocina en busca de la cámara del emperador. La mujer, entre sollozos, se acurrucó en una esquina y cerró los ojos. Se habían vuelto todos locos, todos locos; la ira del emperador se desataría sobre todos y sólo habría muerte y horror.

Máximo, por su parte, corría por los pasillos de la Domus Flavia como llevado por el viento. De pronto se dio cuenta que aún llevaba la daga del emperador, la que había sustraído de debajo de su almohada y con la que había amenazado a aquella cocinera, en la mano y se detuvo en seco. Vio uno de los peristilos ajardinados y, junto a una columna, con cuidado, dejó ahí la daga. No podía justificar ante nadie cómo tenía esa arma, así que lo mejor era abandonarla de una vez. Oyó entonces pasos y se escondió tras la columna.

—¿Dónde está el grueso de la guardia?

Máximo no era inteligente pero tenía la habilidad de reconocer las voces con rapidez. Se trataba de la de Petronio Segundo, el otro jefe del pretorio, entrando en palacio. Aquello era extraño: Petronio se mantenía siempre alejado de palacio, donde Norbano regía y controlaba todo siguiendo con detalle las instrucciones del emperador. Partenio debía saberlo pronto. Tenía que ir a informarle, pero uno de los pretorianos respondió a Petronio mientras Máximo permanecía oculto y en silencio tras la columna.

—En el hipódromo, vir eminentissimus, la mayor parte de la guardia está en el hipódromo —respondió uno de los pretorianos a Petronio.

Máximo se quedó inmóvil hasta que los pasos de aquel cuerpo de guardia se desvanecieron en la distancia engullidos por los muros de los pasillos del palacio imperial de Roma. Emergió entonces de entre las sombras y reemprendió su marcha hasta llegar al punto donde empezaban las cámaras imperiales. Allí, detenido frente a la habitación del emperador, Partenio esperaba junto a la gran puerta custodiada por dos pretorianos. Máximo se acercó hasta ponerse justo detrás de él. El viejo se giró y comprendió que Máximo quería hablarle, de forma que caminó alejando a ambos de aquellos guardias.

—Por todos los dioses, ¿qué pasa? —espetó Partenio en voz baja, intentando controlar su furia, pues si había alguien con cara de culpable en el mundo ése no era otro que Máximo, quien, como pudo, intentó responder también en un susurro.

—Petronio Segundo… Petronio Segundo…

Como Máximo parecía incapaz de comunicar nada con serenidad, Partenio se vio obligado a completar aquel mensaje él mismo.

—¿Petronio Segundo está en palacio?

Máximo asintió aliviado de haber conseguido hacerse entender.

—¿Y hacia dónde ha ido? —preguntó Partenio.

—Hacia el hipódromo —respondió Máximo con horror.

Partenio sonrió. Máximo no podía entenderlo. El pobre sólo sabía que era por el hipódoromo por donde debían entrar los gladiadores, pero Partenio no le había comunicado que había ganado para la conjura al propio Petronio Segundo. Al menos en parte.

—Parece que al final Petronio va a intervenir —masculló Partenio para sí mismo, manteniendo un relajado esbozo de sonrisa que, súbitamente, al oírse varios golpes secos tras la puerta de la cámara del emperador, borró por completo de su rostro. Partenio y Máximo se volvieron hacia donde estaban los guardias pretorianos.

—Van a entrar —dijo Máximo.

—Y nosotros con ellos; y nosotros con ellos —apostilló Partenio.

Los asesinos del emperador
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